Nadie escuchó el disparo. Y si alguien lo escuchó, calló. El cadáver de la muchacha fue hallado en la mañana del sábado 19 de septiembre de 1931, hace noventa y dos años. No se trataba de una muchacha común: era la novia, o lo que fuere, de Adolf Hitler. Y el escenario de la muerte tampoco era común: el cuerpo de Geli Raubal, de veintitrés años, yacía en un charco de sangre en el departamento de Hitler en Múnich. Y a Geli la había matado un balazo disparado por el arma de Hitler, que había estado con ella la tarde del viernes 18, horas antes de su muerte.
Ahora, el Führer, que todavía no era el Führer pero era el líder del Partido Nacionalsocialista (NSDAP) y del nazismo en ascenso, estaba en Núremberg para presidir un acto partidario. Le avisaron que Geli estaba muerta en su departamento con un balazo disparado por su revólver. Hitler inició entonces un veloz regreso a Múnich, a ciento cincuenta kilómetros de distancia; tan veloz, que la policía lo detuvo en la ruta por exceso de velocidad. ¿Qué había pasado? Nunca se supo con certeza. Y ya no se sabrá. Creció desde el principio la idea del suicidio. La pareja había discutido la tarde de la muerte de Geli, dispuesta a iniciar otra vida en Viena, Austria, lejos de Hitler, de la que era medio sobrina y diecinueve años menor. La chica estaba harta de las presiones, los antojos, tal vez las perversiones sexuales del hombre al que llamaba, con cariño o con sorna, “Tío Alf”. Quería escapar.
Años después, Alemania derrotada y ocupada por los aliados, la madre de Geli, Ángela Raubal, contó a sus interrogadores americanos que su hija había querido casarse con un violinista de Linz, su ciudad natal en Austria. Pero que Hitler se había negado a dejarla viajar y que ella y Alfred, el hermano de Geli, se lo habían impedido. Los rumores de la época sugirieron que Geli estaba embarazada de aquel violinista. Esos mismos rumores también aseguraron que el cadáver tenía la nariz rota. Pero nunca hubo evidencias de lesiones en el cuerpo de la chica. Así lo aseguraron el forense que examinó el cadáver, no hubo autopsia, y las dos mujeres que lo levantaron en el departamento de Hitler. Rumores y versiones hubo miles, sobre todo los relacionados con perversiones sexuales entre el Führer, que todavía no lo era, y su media sobrina, porque eran diseminados por los enemigos de Hitler que estaban de fiesta con la tragedia y llegaron a asegurar que el propio Hitler la había asesinado la tarde del 18, antes de partir hacia Hamburgo, o había dado piedra libre para un asesinato por encargo del que responsabilizaban al temido Heinrich Himmler como ejecutor o como coordinador de la ejecución de Geli Raubal.
Tantos eran los comadreos, las murmuraciones y los chismes, que Hitler se vio obligado a enviar una carta al “Müncher Post” en la que afirmaba: “No es cierto que estaba teniendo peleas una y otra vez con mi sobrina Raubal y que tuvimos una pelea el viernes o en cualquier momento antes de eso. No es cierto que yo estuviera decididamente en contra de que ella fuera a Viena. No es cierto que ella se iba a comprometer en Viena o que yo estuviera en contra de un compromiso. Es cierto que mi sobrina estaba atormentada con la preocupación de que aún no estaba en condiciones de su aparición pública. Quería ir a Viena para que un profesor de voz revisara su voz una vez más. No es cierto que salí de mi apartamento el 18 de septiembre después de una feroz pelea. No había riñas, ni emociones, cuando salí de mi apartamento ese día”.
Hitler cayó en una profunda depresión luego de la muerte de su sobrina; habló de suicidarse; su entorno lo tuvo bajo vigilancia durante varios días. En 1945, durante el juicio de Núremberg a los jerarcas nazis, Herman Göring, que había sido el poderoso número dos del Reich, reveló: “La muerte de Geli tuvo un efecto tan devastador en Hitler que cambió su relación con todas las demás personas”. El fotógrafo de Hitler, Heinrich Hoffmann, que era también su amigo íntimo, en su estudio Hitler conoció a Eva Braun, aseguró que si Geli no hubiese muerto, todo habría podido ser muy diferente: “Las semillas de la inhumanidad comenzaron a brotar dentro de Hitler después de la muerte de Raubal”.
Un mes más tarde de la tragedia, Joseph Goebbels, que luego sería el fanático ministro de propaganda del Reich, comentó haber hablado con Hitler de Geli: “La amaba mucho. Tenía lágrimas en los ojos. Este hombre, en la cumbre de su éxito, no tiene ninguna felicidad personal”. Sin embargo, unos pocos días después del entierro de la muchacha en el Cementerio Central de Viena, Hitler salió de pronto de su depresión, dio por terminada su crisis personal y se enfocó de nuevo en la dura tarea de reencauzar el NSDAP, en ese momento en conflicto entre el poder que esgrimían las SA, los camisas pardas, y los planes políticos de Hitler. Sintetizó sus sentimientos en una frase de inquietante proyección que le dijo a su consejero y confidente Otto Wagener: “Ahora soy completamente libre, interna y externamente. Ahora pertenezco sólo al pueblo alemán y a mi misión”.
Ian Kershaw, el gran biógrafo de Hitler, ahonda en la relación con su media sobrina, en sus cuestionadas características y en la imposibilidad de saber si era o no explícitamente sexual: “Fuese cual fuese la naturaleza exacta de la relación (y todas las versiones se basan mayoritariamente en la conjetura y el rumor) parece seguro que Hitler, por primera y única vez en su vida (si prescindimos de su madre) pasó a depender emotivamente de una mujer”. Kershaw menciona las presunciones de prácticas sexuales perversas “difundidas por enemigos políticos declarados”, y de cartas comprometedoras de Hitler a Geli con dibujos pornográficos y frases que iban mucho más allá del erotismo que obligaron al tesorero del partido, Franz Schwarz, a pagar una fuerte suma para recuperarlas de manos de un chantajista.
Kershaw afirma: “Fuese la relación activamente sexual o no, la conducta de Hitler con Geli tiene todos los rasgos de un dependencia sexual fuerte, por lo menos latente. Esto se manifestó con muestras tan extremas de celos y posesividad dominante, que era inevitable que se produjera una crisis en la relación”.
Las relaciones de Hitler con las mujeres fueron un enigma. Lo son aún hoy. Le gustaba la compañía femenina, en especial si eran bellas y sobre todo jóvenes. Coqueteaba con cierto grado de histeria, las llamaba, en su estilo vienés y paternalista, “mi princesita”, o “mi condesita”; muy de vez en cuando hacía un intento siempre torpe de algún contacto físico, como en el caso de Henrietta Hoffman, la hija de su fotógrafo y amigo, que fue quien reveló estos pequeños secretos del Führer en su libro de memorias. Ninguna de sus relaciones pasó de ser superficial. Nunca una mujer despertó en Hitler un sentimiento profundo. Kershaw sostiene: “Las mujeres eran para Hitler un objeto, un adorno en un mundo de hombres”.
Era verdad. En el Albergue para Hombres de Viena, adonde había ido a parar cuando era un muchacho rechazado por la Academia de Artes de la ciudad para desarrollar allí su talento, escaso, de pintor; o en su regimiento durante la Primera Guerra Mundial; o en el cuartel de Múnich en el que sirvió después de la guerra y hasta su licenciamiento; o en sus reuniones habituales cuando diseñaba el embrión del NSDAP en el café Neumaier o en el café Heck en los febriles años 20, el mundo de Hitler había sido masculino. No se le conoció, ni nadie pudo recordar una relación estable, duradera o intensa con una mujer. El fotógrafo Hoffman recordaba: “Muy de vez en cuando se admitía a una mujer en nuestro círculo íntimo, pero nunca se le permitía convertirse en el centro de ese círculo: podía ser vista, pero no oída”.
En 1926 Hitler había conocido a María Reiter, a quien sus amigos llamaban, en diminutivo cariñoso, Mimi, Mimlein, Mizzi, Mizzerl. Hitler la llamaba “Mi niña querida”. Él tenía entonces treinta y siete años; ella, dieciséis. Hitler prefería relacionarse con mujeres mucho más jóvenes, a las que podía dominar y apartar de su círculo y de su vida si lo “molestaban”. Las otras dos mujeres con las que estableció una relación si se quiere más íntima lo eran: Geli Raubal era diecinueve años más joven que Hitler y Eva Braun, veintidós.
Mimi Reiter idealizó su relación con Hitler, de quien estaba enamorada por completo. Después de la guerra revelaría que en un viaje al campo de Berchtesgaden, Hitler la había llevado hasta el claro de un bosque, la había apoyado en el tronco de un árbol, la admiró desde lejos, la llamó su “espíritu del bosque”, la besó con pasión y le declaró su amor eterno. Después, volvió al mundo real. Ella soñó casarse con él y Hitler no tenía nada más lejos de su pensamiento que casarse con ella. Según contó Mimi, desesperada al año siguiente había intentado ahorcarse: le había salvado la vida su cuñado. También dijo que había visitado a Hitler en su departamento de Múnich en 1931 y que había pasado allí una noche. Los historiadores dudan de esa afirmación: si fue a principios de ese año, Hitler ya estaba prendado por Geli Raubal. Y si fue luego de la muerte de Geli cuesta creer que Hitler haya tenido una aventura amorosa en aquel departamento en el que había sellado su habitación, la había detenido en el tiempo y abría sus puertas sólo para depositar en su interior algunas flores.
En 1927 Hitler había puesto casi fin a la relación con Mimi a través de una carta dulzona, paternalista, que encabezaba: “Mi buena niña querida” y que decía entre otras cosas: “Me sentí verdaderamente feliz al recibir esta señal de la tierna amistad que sientes por mí (…) Respecto a lo que te causa dolor personal, puedes creerme que te comprendo muy bien. Pero no deberías permitir que tu cabecita cayese en la tristeza y debes limitarte a ver y a creer: aunque los padres ya no entienden a sus hijos a veces porque se han hecho mayores no sólo en años, sino en sentimientos, sólo quieren tu bien. Tu amor me hace feliz, pero te pido con el mayor fervor que escuches a tu padre. Y ahora, mi tesoro querido, recibe válidos saludos de tu Wolf, que siempre está pensando en ti”.
Con Geli Raubal las cosas fueron diferentes. Geli había nacido en 1908, era hija de Ángela Hitler, hermanastra del Führer, hijos ambos del mismo padre, Alois Hitler. El Führer había llamado a su hermanastra para que trabajara con él como ama de llaves en Múnich y terminó prendado de su media sobrina. A los dieciséis años, Geli era una chica de rasgos grandes, de pelo castaño oscuro ondulado, vivaz, simpática, atractiva; no era una belleza espectacular, pero alegraba las reuniones del Café Heck y Hitler le permitía ocupar el centro de la escena, algo que no hacía con nadie más. Iban juntos a todas partes: al teatro, a los conciertos, a la ópera, al cine, a los restaurantes, a pasear en coche por el campo: él la exhibía y se exhibía con ella. Se suponía que Geli vivía en Múnich para estudiar medicina en su universidad, pero estudiaba poco. Hitler le pagaba clases de canto, pero ni la voz, ni el delicado sentido de la afinación le garantizaban una vida en la lírica; además, esas lecciones la aburrían de manera soberana.
Alguna gente del círculo del Führer creyó ven ella otra personalidad. El empresario Ernst Hanfstaengl, periodista, editor, músico, muy cercano a Hitler y artífice de su ascenso al poder, tenía una pésima opinión de Geli. Estaba convencido de que era una “oportunista calculadora”, que manipulaba a Hitler, que lo traicionaba y que mantenía relaciones sexuales con miembros de su entorno; la llamó “una pequeña puta de cabeza vacía, con el molde tosco de una sirvienta”. Henrietta Hoffman, hija del fotógrafo personal de Hitler y amiga de Geli, admitía que era: “un poco, grosera, provocativa, un poco pendenciera”, pero también “alta, alegre y segura de sí misma”.
Patrick Hitler, uno de los sobrinos del Führer, dijo luego de la guerra que Geli “parecía más una niña que una mujer en formación. No se podía decir que era exactamente bonita, pero tenía un gran encanto natural. Solía andar sin sombrero y vestía ropa muy sencilla, polleras plisadas y blusas blancas; ninguna joya, salvo una esvástica de oro que le había regalado tío Adolfo”. Para el chofer de Hitler, Emil Maurice, Geli “era una princesa, sus grandes ojos eran un poema y tenía un cabello magnífico: la gente en la calle se daba vuelta para mirarla…” reveló al Nerin Gun, autor de “Eva Braun: la amante de Hitler”. Maurice, el chofer, estaba enamorado de Geli y ella se enamoró de Maurice. Su amiga Henrietta Hoffman notó que la muchacha se había tornado más indiferente hacia Hitler, mientras Hitler se apasionaba cada vez más con ella. Henrietta confesó que Geli le había dicho que ya no quería ser amada por Hitler: “Ser amada es aburrido, pero amar a un hombre, ya sabes, amarlo, de eso se trata la vida. Y cuando puedes amar y ser amado al mismo tiempo, es el paraíso”.
Los coqueteos de Geli con el chofer, que Hitler conocía, dejaron de ser simples galanteos, simpáticos flirteos. Una carta de Geli al chofer, fechada en diciembre de 1928, habla de la oposición de Hitler a un eventual compromiso entre ambos: “Tío Adolf insiste en que esperemos dos años; piénsalo Emil, dos años enteros de sólo poder besarnos de vez en cuando y siempre con el tío Adolf al lado… Sólo puedo darte mi amor y serte incondicionalmente fiel. Te amo infinitamente mucho”.
Cuando Hitler conoció la intensidad de la relación entre ambos enfureció tanto que Maurice tuvo temor de que lo asesinara de un balazo. Fue despedido y Hitler se tornó más posesivo y vigilante con su joven amante, o lo que fuere, y media sobrina. De allí en más, si Geli salía debía hacerlo con una dama de compañía y tenía que regresar temprano a casa. Sus movimientos eran controlados, vigilados, dirigidos: se convirtió en una prisionera; al cabo de cinco años, la relación con Hitler se había vuelto asfixiante y abusiva. El líder nazi Otto Strasser, enemigo declarado de Hitler, comentaría que durante un encuentro en 1931, Geli le había comentado que Hitler le pedía que “hiciera cosas simplemente repugnantes”, a lo que se unía su hartazgo por los enormes celos posesivos de su tío hacia ella. Strasser aseguró que Geli estaba obligada a realizar perversiones sexuales para satisfacción de Hitler.
En el movimiento nazi juzgaban por lo menos inoportuno, poco adecuado que el principal líder político de Alemania se hubiese tornado cada vez más dominante y posesivo con una muchacha que, además de ser mucho más joven era su media sobrina. Y la media sobrina había alcanzado el hastío, la aversión y la indolencia con aquella relación extraña, intrincada y hasta cruel con el “Tío Adolf”. Pensó entonces en regresar a Viena. No era un regreso, era una huida. La excusa fue retomar sus triviales y desesperanzadas clases de canto; la razón era acaso un joven pianista de Linz.
El viernes 18 de septiembre de 1931. Tía y sobrino, novia y novio, amantes tal vez, discutieron en el departamento de Hitler, en el centro de Múnich. Todas las fuentes históricas, menos Hitler, dicen que fue una dura discusión. Ella, decidida a viajar a Viena, tal vez para siempre. Él le impuso quedarse en casa y esperar recluida su regreso del acto de campaña en Hamburgo. La versión oficial dijo que ella se encerró en su habitación y él partió. En el cuarto de Geli Raubal hallaron una carta, el comienzo de una carta sin destinatario que decía: “Cuando vaya a Viena, espero que muy pronto conduzcamos a Semmering y…”. Eso era todo. Una frase enigmática, sin terminar; incluso la última palabra estaba inconclusa. En alemán, la conjunción “y” se escribe “und”. Y la caligrafía de Geli se había detenido en “un…”. ¿A quién le dirigía su mensaje? ¿Cuándo escribió esa línea inacabada? ¿Qué sucedió entre las cuatro paredes de aquel refugio de Hitler?
El misterio, que dura ya casi un siglo y será eterno, está cercado por los hechos. Geli apareció muerta el 19 de septiembre, en un charco de su propia sangre, con un disparo en el pulmón hecho por la pistola de Hitler que estaba a su lado. Hitler, que había salido hacia Hamburgo la tarde anterior, regresó de inmediato transido por el dolor pero también con el temor de que un escándalo derrumbara su ascendente carrera política. No hubo autopsia. La policía dictaminó suicidio. En el colmo de la cautela, la prudencia y el sigilo, el diario “Fränkische Tagespot” tituló dos días después que “Una misteriosa oscuridad” rodeaba la muerte de “esa belleza inusual”. La madre y el hermano de Geli dudaron años después, ya terminada la guerra, del suicidio de la muchacha.
Hitler se recuperó rápido de la pérdida y de la devastación que al parecer la muerte de Geli había desatado en él, y se metió de lleno en su misión de salvador de Alemania, conquistador del mundo y amo de un Reich que iba a durar mil años.
En mayo de 1945, entre las ruinas de la Cancillería, con los restos calcinados de Hitler y de su mujer, Eva Braun, todavía humeantes en los jardines; en el bunker sucio, hediondo y desastrado que había sido el último refugio, la guarida final y el ataúd de Hitler, los rusos encontraron de todo, desde cianuro hasta champán.
También había algunos retratos de Geli Raubal.