Fue hace 14 años, Catherine era una chica de 21 y trabajaba en un gimnasio en pleno Belgrano. A esa sede iban, especialmente, mujeres que parecían hechas con un mismo molde: todas delgadísimas, todas con pechos perfectamente redondos y grandes.
No habían salido de un frasco: todavía quedaba la estela del furor de Super M, el reality de modelos del que emergieron Paula Chaves, Mery del Cerro, Luli Fernández y Jazmín de Grazia. Silvina Luna, pocos años antes y con un cuerpo similar, había salido subcampeona de Gran Hermano.
“A todas esas chicas se las veía felices y exitosas, y yo me sentía vacía. Y todas tenían algo en común: cuerpos perfectos, tetas, linda cola, caras divinas”, cuenta a Infobae desde Estados Unidos, donde vive, Catherine Suárez, que es instructora de yoga, madre y tiene 36 años.
Ahora, con la distancia física y temporal, ve cómo fue amasando la creencia: era flaquísima pero ser flaca no bastaba, básicamente porque a las mujeres de esa generación nos enseñaron que nunca nada era suficiente. La forma de llenar ese vacío y calmar la inseguridad que sentía -creyó- era haciéndose las tetas.
“Era súper chata, me acomplejaba mucho eso y el entorno me hacía saber que me faltaba algo”, cuenta. Lo del entorno es literal: “Me acuerdo que un amigo me dijo ‘ponete tetas que te va a ir mejor’”.
Tenía 21 años cuando fue a ver a un cirujano plástico para concretar la cirugía estética. “Yo creía que con tetas iba a poder enamorar a esa persona que yo quería, que se iban a resolver todas mis inseguridades”. Eso mismo que le había dicho su amigo: que le iba a ir mejor.
Era -piensa ahora- parte de una generación en la que importaba demasiado el “qué dirán”, la mirada del afuera. “Como que no tenía la posibilidad de pensar por mí misma”.
Pesaba 46 kilos, tenía una espalda diminuta, quería usar un corpiño talle 95 y el médico la convenció de que era demasiado. Le puso prótesis de 325 cm3, apenas más chicas.
Al comienzo Catherine vio cómo “ser más llamativa me abría puertas”: los varones ahora sí la deseaban, la invitaban a los VIPS de los boliches. “Se abrían puertas peligrosas muchas veces, porque en esos VIPS en los que había gente con mucho poder adquisitivo circulaban drogas, mucho alcohol, de todo. Era un mundo lleno de tentaciones”, cuenta.
“Sin embargo, por más que se abrieron puertas, no pasó lo que yo creía que iba a pasar: no dejé de sentirme vacía, tampoco me sentía segura. Conocía a alguien y al principio estaba todo bien pero después todas mis inseguridades salían a la luz. Las tetas eran un disfraz, lo que me pasaba por dentro no había cambiado”.
Era algo encajado que amenazaba con hacer erupción, y Catherine empezó a tener crisis de ansiedad, a veces rozaban los ataques de pánico. Quienes vivieron episodios de ese tipo saben la desesperación y la angustia que pueden causar: se suele sentir una pérdida total de control, que estás teniendo un ataque cardíaco, que te vas a morir.
Así y todo explantarse -quitarse los implantes mamarios- “no se me pasaba por la mente. Para mí te los ponías y eran para toda la vida”.
Fue buscando cómo sentirse mejor que Catherine empezó a hacer yoga, meditaciones y ejercicios de respiración. “Yo todavía creía que cuanto más lindo era tu cuerpo y cuanto más grandes fueran tus tetas más valías. De a poco empecé a rodearme de un entorno más sano y empecé a quitar la mirada del cuerpo y a mirar más hacia adentro. Empecé a conectar con mis valores: ¿Si mi valor no está en el cuerpo, por qué soy valiosa yo?”.
Hacía unos siete años que tenía las prótesis “y todo ese tiempo había sentido un cansancio extremo, como una especie de fatiga”, sigue.
Fue en esa época que viajó a la India y fue a ver a un médico ayurvédico, un sistema medicinal milenario que busca restaurar el equilibrio entre el cuerpo, la mente y el espíritu usando la alimentación, hierbas medicinales, ejercicios, meditación, entre otros.
“Le conté que tenía las prótesis y que arrastraba ese cansancio particular. Y él me dijo ‘bueno, están ubicadas en la misma zona en la que están el corazón y los pulmones. Son dos órganos que dan vida. De alguna manera tu prana, o sea, tu energía vital, está obstruida”.
Catherine, en ese momento, pensó “¿qué está diciendo este hombre?”. Pero algo le quedó resonando.
Poco después de haber vuelto del viaje y cuando ya había empezado a sentir que las prótesis le parecían enormes -“me pesaban, en todos los sentidos posibles”-, Catherine fue a ver a un médico cirujano que había conocido en un curso de respiración.
Sintió confianza porque era un hombre espiritual, así que le contó que le incomodaban y le preguntó si se las podía sacar.
“Él me respondió ‘no, no, ¿sacártelas? Ni lo sueñes. Sos muy joven, sos linda, te va a quedar un espanto. Y me empezó a mostrar fotos de señoras grandes que se las habían quitado y obviamente sus tetitas estaban todas arrugadas. Me dijo ‘te recomiendo que te quites estos implantes y te pongas unos más chicos pero ¿quitártelos y no ponerte nada? Te van a quedar dos pasas de uva arrugadas, te vas a arrepentir para el resto de tu vida”.
Catherine se asustó. Las consecuencias eran claras: “Vas a quedar deformada”.
Como no supo qué hacer, no hizo nada. “Creo que si él me hubiera alentado no habrían pasado tantos años hasta animarme a sacármelas”.
Vivir así
Los años siguieron pasando y la convicción de que las prótesis no estaban en equilibrio con la vida saludable que llevaba se hizo cada vez más sólida.
Ya le daba vergüenza estar en bikini, se encorvaba, buscaba corpiños para contener y aplastar las mamas, sentía una incomodidad enorme cuando hacía ejercicios o salía a correr, no podía dormir boca abajo.
“Me había equivocado con la decisión que había tomado, ya lo sabía”, reconoce.
Para ese entonces estaba en pareja, quería tener un hijo y amamantarlo era un deseo, así que volvió a posponer la idea de explantarse. Sin embargo, dejó de sentirse un bicho raro.
Empezó a leer historias de mujeres que decidían sacarse los implantes, algunas porque se enteraban de que tenían enfermedades asociadas, otras por temor a contraer alguna, o porque simplemente ya no querían tener algo extraño dentro de sus cuerpos.
Catherine tuvo a su hijo y lo amamantó sin problemas. El nene tenía cuatro años cuando empezaron a pensar en tener otro. “Y una noche me desperté muy angustiada y le dije a mi compañero ‘no quiero tener más esto dentro de mi cuerpo, me hace mal. La sensación era que mi cuerpo las estaba expulsando”, recuerda.
“Yo pensaba ‘si tengo otro hijo y le quiero dar la teta tengo que esperar otros tres o cuatro años para sacármelas, y no puedo más”.
Pero Catherine había conocido a una mujer que se había explantado cuando estaba embarazada de ocho meses y había amamantado luego sin problemas. También a otra que se había sacado los implantes mientras estaba amamantando, había interrumpido la lactancia durante cuatro días y luego había continuado una lactancia exitosa.
El proceso de maduración estaba llegando a su etapa final.
Fue ahí, hace un año y tres meses, que fue a ver a la cirujana y mastóloga Paula Qualina, especializada en retirar implantes mamarios. No hubo amenazas esta vez, al contrario. La médica es una activista de la explantación: todo el tiempo, desde su cuenta de Instagram, cuestiona (con pruebas) que los implantes sean realmente seguros.
A ella acuden mujeres, por ejemplo, que cuentan que fueron madres de nenas y quieren enseñarles a sus hijas que sus cuerpos son perfectos tal cual son. Mujeres que conocieron el feminismo, o que vieron lo que le pasó a la modelo Silvina Luna y empezaron a cuestionarse las consecuencias de los mandatos de belleza.
Catherine llevaba 14 años con prótesis cuando decidió sacárselas y no reemplazarlas con nada. “¿Cómo me quedó?”, contó con una sonrisa en un vivo de Instagram. “Son tetitas de guerra”, resumió: tetas que pasaron por toda esta búsqueda y que dieron de mamar durante tres años y dos meses.
“La primera sensación que tuve cuando volví a verme al espejo fue de mucho alivio. Sentía que por fin volvía a reconectar con quién yo era de verdad. ‘Esta soy yo’”.
Sus prótesis no estaban rotas, pero “igual yo me siento más saludable, siento que todo circula mejor, me cambió hasta la piel. Además me siento fuerte, empoderada por poder tomar mis propias decisiones, porque pude hacer lo que de verdad quería”.
Ahora las mamas están técnicamente vacías aunque vacía, propiamente dicho, se sentía antes.