David tenía 25 años y parecía que la muerte lo venía siguiendo. Lo había atropellado un auto sobre Avenida del Libertador a casi 80 kilómetros por hora unos años antes, y había volado tanto y caído tan mal que los testigos se sorprendieron de que hubiera sobrevivido. La segunda vez un colectivo de la línea 130 le enganchó la mochila y la rueda trasera de la bicicleta. David terminó tirado, acurrucado y cubriéndose la cabeza en medio del tráfico, rogando que el colectivo no lo chupara y le pasara por encima.
“Habían pasado años y yo seguía batallando conmigo mismo. No podía creer todas las cosas que me pasaban, no entendía por qué me pasaban. Me echaba la culpa de todo, además. Mi familia había sufrido mucho en los dos accidentes, así que yo había dejado de hacer un montón de cosas que me gustaban por temor a dar vuelta la página y que algo me volviera a pasar”, cuenta a Infobae David Walsamakis, “Walsa” para todo el mundo, 42 años, entrerriano, preparador físico.
“Hasta que en un momento pensé ‘bueno, pase lo que pase tengo que empezar a vivir: si me muero, al menos viví como quería’”.
Era una forma de decir, una forma de alentarse para pasar de pantalla: nunca nadie imaginó que iba a volver a estar cuerpo a cuerpo con la muerte. Menos de una forma tan insólita.
Volver al ruedo
Ninguno de los dos accidentes había sido sólo un susto. El 307 cabriolet bordó que aquella madrugada de hace 22 años le quiso “pasar finito”, se lo llevó puesto y se dio a la fuga, le fracturó la tibia, le rompió la rodilla y lo dejó inconsciente. Dos meses después, cuando todavía caminaba con bastón, David se encontró con un policía que había visto todo.
“Abrió los ojos grandes y me dijo ‘¿flaco… vos sos el de Libertador?’. Cuando le dije ‘sí’ me respondió ‘no puedo creer que estés vivo’”, recuerda. “Todos mis amigos, que iban cruzando conmigo, creyeron que estaba muerto. Mi hermano salió corriendo a tratar de agarrar al conductor… nunca quiso volver a hablar de esa noche”.
En el segundo accidente, David sufrió un traumatismo enorme en el sacro. Volvió a jugar al rugby a los pocos días, confiado de que sólo había sido un golpe. Pero había un coágulo oculto que creció, se infectó y estalló y terminó, otra vez, de urgencia en el quirófano.
En diciembre de 2021, cuando aquella racha parecía haber quedado lejísimos, David se sumó a una gira de rugby con los alumnos de sexto año del colegio en el que había sido profesor de educación física. Era una delegación de 100 personas y el plan era viajar a jugar primero a Tucumán, después a Salta, luego a Jujuy y, por último, a Mendoza.
“Todo venía perfecto, hasta que llegamos a Mendoza. Jugamos una noche y al otro día fuimos a hacer una cabalgata entre las montañas. Lo que pasó fue increíble, algo que no te pasa nunca en la vida, hasta que te pasa”.
Eran unas 120 personas a caballo: los alumnos y profesores, algunos baqueanos que conocían los caminos y los atajos, un rescatista entrenado para sacar gente o cuerpos del Aconcagua, y dos médicos de montaña.
La excursión arrancó. Cabalgaron durante una hora y media hasta que llegaron a un lugar llamado El Manzano, en Tunuyán, en el Valle de Uco. Estaban rodeados de montañas y silencio y en una meseta dejaron los caballos y frenaron para hacer un asado.
“En ese momento vimos que abajo había un arroyo, así que yo y dos más bajamos la pendiente, unos 350 metros serían. Llegamos al arroyo, yo apoyé un pie sobre una piedra para cruzarlo pero la piedra se resbaló y se movió, y como vi que me estaba por caer al agua, puse el brazo para sostenerme”, cuenta.
No llegó a caerse, tampoco a mojarse: sólo el brazo quedó bajo el agua. “Cuando estaba sacando el brazo del agua sentí como un pinchazo, pero no más que eso, así que me levanté y seguí caminando entre las piedras. Unos metros más adelante uno de los chicos me dice ‘Walsa, tenés sangre en la muñeca’”.
Tenía dos puntitos mínimos en el antebrazo, “como dos pinchaduras de alfileres”, así que pensó que se había clavado las espinas de algún árbol caído. Pero la muñeca y la mano, a una velocidad inusitada, empezaron a inflamarse. Ya estaban jugando una carrera contra el tiempo, aunque todavía no lo sabían.
Los médicos lo revisaron y pensaron que podía ser una alergia, tal vez a una ortiga, y le dieron corticoides intramuscular convencidos de que con eso iba a ser suficiente.
“Así que empezamos a comer el asado y yo me alejé un poco, sentía que la mano se me había empezado a entumecer. Ya tenía mucho dolor pero todavía no me gobernaba”.
Le preguntaron si quería volver en camioneta y David dijo que no hacía falta, no quería perderse la excursión. “Les dije ‘átenme el brazo izquierdo y yo agarro al caballo con la otra mano y sigo”. Le sujetaron entonces el brazo al cuello con un pañuelo, se agarró de la montura como pudo y le pidieron a un baqueano que lo escoltara, por las dudas.
Pero enseguida el baqueano empezó a ver que David yo no iba erguido: había empezado a desmoronarse sobre el caballo.
“Estaba realmente mal, todo encorvado hacia adelante”, cuenta David. “Así que me bajaron y cuando me sacaron el pañuelo vieron que tenía todo el brazo tomado, ya no podía moverlo. Mi mano era como un globo. ¿Viste cuando agarrás un guante de látex y lo inflás? Bueno, así”.
Había pasado una hora y media desde el tropiezo en el arroyo.
“En un momento me preguntaron ‘¿cómo estás?’, y lo que yo sentía era que dentro del brazo tenía vidrio que se movía y me cortaba, me cortaba y me seguía cortando. Sentía que algo me iba destruyendo el tejido muscular, lo iba rompiendo muy rápidamente, el dolor ya era insoportable. No sabíamos qué era, lo que sí sabíamos era que iba subiendo. De repente también tenía el hombro tomado. Ahí me di cuenta de que eran 2 + 2. Si eso seguía avanzando por el torrente sanguíneo iba a llegar a las partes blandas: los pulmones, el corazón y el cerebro”.
El médico de montaña observó el brazo de cerca, levantó la mirada y dijo algo que todos entendieron: “Hay que sacarlo ya de acá”. Estaban en medio de las montañas.
El baqueano corrió, ató su caballo al de David y empezó a remolcarlo. El rescatista también subió al suyo. Atrás del caballo en el que se derrumbaba David, corría el cuarto caballo, con el médico.
“Cabalgamos a toda velocidad entre las piedras resbalosas durante más de una hora. Yo no podía más del dolor, iba doblado, el brazo se me prendía fuego”. Cuando lograron llegar a la camioneta, uno empezó a llamar al sistema de emergencias, otro ayudó a David a subir adelante.
David ya imaginaba qué podía pasarle en los siguientes minutos. “En ese momento pedí que me dejaran ir atrás. ¿Por qué? Porque si tenía un paro cardiorrespiratorio en el camino y me tenían que hacer RCP no iban a poder si yo estaba adelante”.
Era evidente que si no había respondido a las tres dosis de corticoides no era una alergia. ¿Un escorpión? El rescatista tenía otra sospecha. Así que agarró el volante con una mano, el handy con la otra y empezó a preguntarle a todos los baqueanos de la zona: “¿Alguien vio una yarará?”.
No era una zona de yarará, una serpiente venenosa que tiene colmillos con los que inocula el veneno. De hecho no suele estar en un arroyo sino en lugares de tierra seca y calurosos (como en el norte de Argentina, Paraguay y Brasil) y aparecer en el crepúsculo o en la noche, en los campos y pastizales.
Pero si alguien había visto una por la zona, bastaba para alimentar la sospecha.
“Llamó como a 20 baqueanos, todos decían ‘no ví’, ‘no ví’, ‘yo tampoco’”, cuenta David, que para ese entonces ya estaba empezando a tener dificultades concretas para respirar. “Hasta que uno dijo ‘yo sí vi una’”.
“Listo”, dijo el médico, “pongámosle nombre y apellido. Esto es una mordedura de yarará, nada hace tanto daño tan rápido, hay que conseguir un antídoto ya”.
El veneno le estaba destruyendo el tejido muscular, ya había llegado al trapecio.
“Yo sabía que el veneno de la yarará te mata, lo que no sabía era en cuánto tiempo. El médico me mintió, cosa que agradezco. Me dijo ‘tenemos 12 horas’. Mentira, tenés entre 4 y 6 horas antes de que llegue al corazón, los pulmones o al cerebro. Ya habían pasado tres y todavía estábamos a 60 kilómetros de Tunuyán, donde estaba la salita de primeros auxilios”.
Avisaron al sistema de emergencias, dijeron que podían necesitar un helicóptero. “La policía nos empezó a escoltar y yo ya tenía un déficit respiratorio importante: el veneno me había llegado al cuello y me estaba cerrando la garganta”.
Querían ir a toda velocidad pero no podían. Eran un camino de ruta, pueblo, ruta, pueblo, de repente, no tenían más opción que frenar porque, a su ritmo, pasaba el tren. Así que, con lo último que le quedaba, David le dijo al médico:
“Yo voy a ocuparme de respirar, por favor no pares más”.
“La cabeza ya me quería llevar. Empecé a pensar boludeces. Que me iba, sí, me moría”, recuerda David. “Y me dije ‘volvé, concentrate en respirar porque te vas. ¿Viste cuando dicen ‘aquí y ahora’? Bueno eso: era lo único que podía hacer, respirar, acá, ahora, no dejar que el terror me lleve a otra parte”.
Llegaron a una salita de primeros auxilios, entraron corriendo. “Yo quedé tieso en la camilla, boca arriba y duro. Me costaba hablar porque ya se me había entumecido la lengua y tenía sangre en la boca”.
Hubo una discusión entre médicos que tensó todavía más la escena: el toxicólogo local decía que no podía ser, que las yararás estaban en Misiones, Corrientes, que tenían que verse secreciones en la mordedura; otro que sí, que le dieran el antiofídico ya; un tercero empezó a revisarlo.
“Me tocó y me tocó, hasta que yo le dije ‘me tocás de nuevo y te cago a trompadas. Me estaba muriendo del dolor. Ahí, para descomprimir, le grité: ‘¡Dejame! Me voy a morir pero como yo quiera’”. Era -jura- un chiste. Por supuesto, nadie se rió.
Cuando David sintió que el final estaba llegando, se puso de costado, como en cucharita. “Se me había dormido la boca, los ojos, la frente. El paso siguiente era el cerebro”. Alguien tenía que tomar una decisión.
La médica de guardia contradijo al toxicólogo que decía “no puede ser” y le aplicó tres ampollas del antiofídico. Ahora sólo restaba esperar que funcionara. Juntaron aire, agarraron un reloj y contaron el tiempo.
Dieciséis minutos después, David volvió a hablar: “Siento la lengua de nuevo”, dijo.
Había sobrevivido. Otra vez.
Después
“Walsa” se había salvado pero la mordedura de la yarará le había provocado en el brazo algo llamado “síndrome compartimental”, un trastorno doloroso y peligroso que se genera por el aumento de presión provocado por un sangrado interno o una inflamación de los tejidos.
Era tan riesgoso subirlo a un avión y volver a someterse a la presión -en ciertos casos el síndrome compartimental puede llegar a una amputación- que lo operaron ahí mismo, en Mendoza. Hoy, un año y medio después, tiene una zona del brazo que parece inerte, pero tiene el brazo.
“En los dos primeros accidentes me sentí responsable, como si uno pudiera manejar todo lo que le pasa”, piensa mientras se despide.
“Eso aprendí esta vez: en una situación tan dramática, en vez de echarme la culpa o dejar que la cabeza se me fuera, pude hacerme cargo de la única variable que sí podía manejar: tratar de respirar. ¿El resto? No estaba solo, estaba todo ese factor humano conmigo. El resto era confiar”.