A las nueve de la mañana del domingo 2 de septiembre de 1945, hace hoy setenta y ocho años, el general Douglas MacArthur, comandante en jefe de las fuerzas aliadas en el Pacífico, se adelantó unos pasos en la cubierta del gigantesco destructor “Missouri”. Frente a él tenía la mesa del casino de oficiales de la nave, cubierta por un paño verde, y a la delegación japonesa que iba a firmar a bordo de ese barco la rendición del imperio. La Segunda Guerra Mundial estaba a punto de terminar, cuatro meses después de silenciadas las armas en Europa. Cuatro meses y dos bombas atómicas después.
MacArthur leyó, con su famosa voz impostada y cargada de intención, un texto escrito en un papel que sostenía con manos temblorosas. Y el general no era un sentimental. “Las cuestiones que afectan a ideales e ideologías divergentes, han sido ya decididas en los campos de batalla del mundo y, en consecuencia, no han de ser objeto de nuestro debate o discusión. Y tampoco hemos ahora de reunirnos, representando como lo hacemos a la mayoría de los pueblos de la Tierra, en un espíritu de desconfianza, malicia o animadversión; antes bien, vencedores y vencidos hemos de elevarnos hasta aquella excelsa dignidad que merecen los sagrados propósitos que estamos a punto de servir, comprometiendo sin reservas a nuestros pueblos en su leal cumplimiento”. La emoción, era un acto tan solemne y de tanto significado, era la paz, también sacudió a la impasible delegación japonesa que no esperaba del hasta ayer enemigo aquella mano tendida, un poco recelosa, pero tendida al fin.
Para Japón, hasta horas antes de esa ceremonia, la rendición equivalía al deshonor. MacArthur no sabía qué tan cerca había estado de volar por los aires en la bahía de Tokio. Si no lo supo, al menos lo intuyó. La tarde del sábado 1, cuando el gigantesco destructor se había acercado a las costas japonesas, lo había hecho con suma cautela, pendiente de posibles minas sembradas en las aguas y de un eventual ataque de kamikazes, los pilotos suicidas japoneses.
En verdad, ese, el de atacar a la flota de Estados Unidos con tres mil aviones suicidas y liquidar a la plana mayor estadounidense y británica dispuesta a firmar la paz, había sido un plan desesperado de los señores de la guerra japoneses que planeaban también un golpe de Estado contra el gobierno de su país, salvar la figura del emperador Hirohito, que era entonces el único monarca del mundo en usar ese título, recluirlo en el interior del Japón y continuar la guerra hasta que las tremendas bajas que aquella teoría suicida pensaba provocar en los aliados, les hiciera suavizar sus deseos de rendición incondicional.
Nada de lo que Japón pensaba que podía pasar, iba a pasar. Aquel país derrotado, con el hongo atómico apenas disipado en el cielo de dos de sus grandes ciudades, Hiroshima y Nagasaki, padecía otro drama que había estallado horas antes de la atómica en Nagasaki, el 9 de agosto: Rusia le había declarado la guerra. Era un compromiso que José Stalin había contraído en la conferencia de Yalta frente al presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt y al primer ministro británico Winston Churchill. Ambos le habían concedido algunas prerrogativas a la URSS a cambio de que Stalin, antes de tres meses de terminada la guerra en Europa, declarara la guerra a Japón.
Stalin fue bien artero en cumplir con su promesa: jugó el papel de mediador, o deslizó la posibilidad de serlo, entre Japón y sus rivales americanos y británicos, bajo el amparo de un pacto de neutralidad ruso-japonesa firmado en 1941 que, en abril de 1945, la URSS había anunciado que no pensaba renovar. Todos esos hechos forman parte de un entramado extraordinario que se mezclaba la fina diplomacia, el espionaje, la furia de los vencedores en la contienda y el desamparo de los vencidos. Japón sumaba a su derrota cierta vana desesperación, cierta arrogancia ciega que le impedía aceptar la rendición incondicional.
En mayo de 1945, ya con Alemania vencida, Japón planeaba un “retiro amistoso” de la guerra, una capitulación condicionada, una negociación que evitara la palabra rendición, y sobre todo sus consecuencias, y salvar así la figura de Hirohito, considerado una figura divina por su pueblo. En ese mes fue cuando Stalin jugó al buen componedor. En Japón, la conducción de la guerra había quedado en manos de seis personas, además del emperador y del Señor Guardián del Sello Privado, Kōichi Kido. Esas seis personas, que se hicieron llamar “Los Seis Grandes”, eran el primer ministro, almirante Kantaro Suzuki, el canciller Shigenori Togo, el ministro del Ejército, general Korechika Anami, el de la Armada, almirante Mitsumasa Yonai, el jefe del Estado Mayor General del Ejército, general Yoshijiro Umezu y su par de la Armada, almirante Koshiro Oikawa.
A finales de ese mes, el Ejército japonés publicó un documento llamado “La política fundamental a ser seguida en lo sucesivo en la conducción de la guerra” en el que proclamaba que el pueblo japonés “lucharía hasta su extinción” antes que rendirse. Los Seis Grandes lo aceptaron y lo dieron por hecho. El 12 de julio Togo envió un mensaje a los soviéticos, que parecían embarcados en una misión de buena voluntad cuando en realidad planeaban la guerra contra Japón: “Su Majestad el emperador –decía el mensaje de Togo– consciente del hecho de que la guerra actual conlleva cada vez más maldad y sacrificio a los pueblos de todas las potencias beligerantes, desea desde su corazón que termine rápidamente. Pero mientras Inglaterra y Estados Unidos insistan en una rendición incondicional, el Imperio Japonés no tiene otra alternativa que luchar con toda su fuerza por el honor y existencia de la Madre Patria.” Nueve días después, en nombre del gabinete, el canciller repitió: “En relación a la rendición incondicional, no podemos consentirla bajo ninguna circunstancia (…) Es para evitar dicha situación que estamos buscando la paz (…) gracias a los buenos oficios de Rusia (…)”
Togo era el único que desconfiaba, o intuía, o tenía ya la certeza de una inminente traición de Stalin. Su gobierno, en cambio, en una muestra de arrogancia, aconsejaba: “Debe hacérsele saber claramente a Rusia que le debe su victoria sobre Alemania a Japón, ya que nos mantuvimos neutrales, y que sería ventajoso para los soviéticos ayudar a Japón a mantener su posición internacional, ya que en el futuro tendrán a Estados Unidos como enemigo”. Era un anticipo de la Guerra Fría, que también habían hecho los nazis en derrota. Pero en ese momento, Estados Unidos, la Unión Soviética y Gran Bretaña formaban un bloque sólido.
La rendición incondicional de Japón había sido decidida en la conferencia de Potsdam, en la Alemania vencida, entre Stalin, Churchill y Harry Truman, nuevo presidente de Estados Unidos luego de la muerte de Roosevelt en abril de 1945. Los aliados deliberaron en la ciudad alemana entre finales de julio y el 1 de agosto de 1945. Durante esas conversaciones, a Truman le llegó la noticia de la prueba exitosa de la primera bomba atómica que se había hecho en Alamogordo, Nuevo México. Truman informó enseguida de ese éxito a Churchill y ambos dejaron entrever a Stalin que Estados Unidos había desarrollado una nueva arma letal. Después, el 26 de julio, los aliados firmaron la “Declaración de Potsdam”. Era durísima. Entre otras condiciones, imponía al Japón derrotado: la eliminación “para siempre de la autoridad e influencia de aquellos que han engañado al pueblo de Japón y lo han llevado a embarcarse en la conquista del mundo”; la ocupación de “puntos del territorio japonés a ser designados por los aliados”; limitaba la soberanía japonesa a “las islas de Honshū, Hokkaidō, Kyūshū, Shikoku y las islas menores que determinemos. (…) Las fuerzas armadas japonesas serán desarmadas completamente. (…) Se impondrá severa justicia a todos los criminales de guerra, incluyendo a aquellos que han infligido crueldades a nuestros prisioneros”.
Por otro lado, la declaración concedía: “No pretendemos que los japoneses queden esclavizados como raza o destruidos como nación (…) El gobierno japonés deberá eliminar todos los obstáculos para la reactivación y fortalecimiento de las tendencias democráticas en el pueblo japonés. Se deberán establecer la libertad de expresión, de culto y de conciencia, además del respeto a los derechos humanos fundamentales. (…) Se le permitirá a Japón mantener dichas industrias que sostengan su economía y le permitan el pago sólo en especie de las reparaciones (…) Se permitirá la participación japonesa en las relaciones comerciales mundiales (…) Las fuerzas ocupantes aliadas se retirarán de Japón en cuanto se hayan completado estos objetivos y se haya establecido, de acuerdo con la voluntad del pueblo japonés, expresada libremente, un gobierno responsable e inclinado hacia la paz”.
Recién sobre el final de esas duras condiciones había una única referencia a la tan sensible “rendición incondicional”. “(…) Demandamos al gobierno de Japón que proclame ahora la rendición incondicional de todas las fuerzas armadas japonesas y proporcione garantías auténticas y adecuadas de su buena fe en dicha acción. La alternativa para Japón es la inmediata y completa destrucción”.
En esa amenaza, la de “completa destrucción”, latía la decisión de Estados Unidos de usar sus armas atómicas. Lo que quedaba en duda era si el emperador Hirohito era uno de aquellos que habían “engañado al pueblo” japonés, o si podía ser considerado un “criminal de guerra”. Los términos de la Declaración de Potsdam, la figura del emperador y el futuro de Japón dividieron al gobierno entre quienes querían la paz, previa rendición, y quienes querían seguir la guerra por todos los medios.
El 14 de agosto, por fin, Hirohito aceptó que Japón debía rendirse. Grabó un mensaje, sus súbditos escucharon por primera vez su voz y muchos se suicidaron ante sacrilegio que implicaba oír la voz de un ser divino, en el que afirmaba: “He reflexionado seriamente sobre la situación que impera en nuestra patria y en el extranjero y he llegado a la conclusión de que continuar con la guerra solo puede significar la destrucción de la nación y la prolongación del baño de sangre y la crueldad en el mundo. No puedo soportar ver sufrir más a mi pueblo inocente. (…) No hace falta decir que me resulta insoportable ver desarmados a los valientes y leales guerreros de Japón. Me resulta igualmente insoportable que otros que me han prestado un devoto servicio puedan ser ahora castigados como instigadores de la guerra. No obstante, ha llegado la hora de soportar lo insoportable (…) Me trago mis lágrimas y otorgo mi sanción a la propuesta de aceptar la proclamación de los aliados según ha explicado el ministro de exteriores”.
Ese mismo día, en el mayor ataque aéreo de la Guerra del Pacífico, más de mil bombarderos B-29 descargaron sus explosivos sobre Japón y destruyeron la última refinería activa de la Nippon Oil Company y parte de las instalaciones industriales y militares que quedaban en pie. También “bombardearon” con panfletos a la población civil. En esos papeles podía leerse: “El pueblo japonés se enfrenta a un otoño extremadamente importante. Nuestra alianza de tres países presentó a vuestros líderes trece artículos de rendición para ponerle fin a esta guerra infructuosa. Esta propuesta fue ignorada por los líderes de vuestro ejército (…) Estados Unidos ha desarrollado una bomba atómica, algo que no ha hecho ninguna otra nación con anterioridad. Se ha determinado utilizar esta terrorífica bomba. Una bomba atómica tiene el poder destructivo de 2.000 B-29″.
Entre el 12 y el 15 de agosto, sectores del Ejército Imperial intentaron un golpe de Estado para derrocar al gobierno del primer ministro Suzuki y proseguir la guerra total, luego de conducir al emperador y a su familia a un refugio seguro en el interior del país o en alguna de sus islas. En la ciudad de Nagano, al noreste de Tokio, se habían excavado cuevas llamadas Cuartel General Imperial subterráneo de Matsushiro, que tenían como finalidad albergar a quienes dirigirían la guerra y alojar a Hirohito y los suyos. La idea del militarismo japonés quedó plasmada en el diario del Cuartel General Imperial. Decía: “Ya no podemos dirigir la guerra con alguna esperanza de éxito. El único plan que queda es que los cien millones de japoneses sacrifiquen sus vidas cargando contra el enemigo para hacerles perder la voluntad de combatir.”
El intento de golpe de Estado terminó en desastre y en el suicidio de sus cabecillas, que llegaron a tomar parte del Palacio Imperial; pero dejó sembrada la semilla de la rebelión para que germinara entre el 14 de agosto y el 2 de septiembre, los días que separaban el anuncio de la rendición hecho por Hirohito y la firma de los documentos que ponían fin a la guerra, a bordo del “Missouri”. Los golpistas habían logrado en parte sus aspiraciones: el 17 de agosto Suzuki había sido sustituido como primer ministro por el príncipe Higashikuni Naruhiko, tío del emperador. El canciller Togo, que en 1941 se había opuesto al ataque japonés a Pearl Harbor, que con sapiencia había depositado poca confianza en la falsa mediación de Stalin y que pugnaba por la paz, había sido reemplazado también por Mamoru Shigemitsu, el nuevo ministro de Exteriores del imperio que sería encargado de firmar la rendición, que sería incondicional.
El 28 de agosto, una flota de buques americanos llegó a la Bahía de Tokio, entre ellos el “Missouri”, junto con parte del que sería ejército de ocupación de Japón. Para entonces, las tropas japonesas de la Cuarta División de Infantería y una división de marinos se habían juramentado para aniquilar a aquellas fuerzas de desembarco. Contaban con los kamikazes, casi tres mil pilotos a los que la interrupción de la guerra había librado de su compromiso de morir por el emperador y que ahora estaban dispuestos a destruir la flota que se deslizaba con cautela por las aguas de la bahía. El mismo 2 de septiembre, muchos de esos pilotos treparon a sus aviones y se alinearon en las pistas del Aeropuerto de Atsugi para despegar y lanzarse en picada hasta hundir el “Missouri”, a la plana mayor de las fuerzas aliadas y a todos sus invitados a la ceremonia.
Tan exaltados como los kamikazes estaban los pilotos de otros cientos de bombarderos dispuestos a lanzar sus cargas explosivas en la bahía antes de que se firmara la rendición. Aunque no es difícil imaginarlo, nadie sabe cuál hubiese sido la reacción de Estados Unidos y Gran Bretaña de consumarse los planes japoneses de proseguir la guerra mientras se firmaba la rendición. El emperador decidió enviar a miembros de la familia imperial para disuadir a los rebeldes. Su hermano menor, el príncipe Takamatsu, llegó al agitado Aeropuerto Atsugi sobre la hora para convencer, u ordenar, a los pilotos suicidas para que no despegaran.
De modo que muy bien hacía el “Missouri” en navegar con pies de plomo sobre aquellas aguas procelosas de la Bahía de Tokio la mañana del domingo 2 de septiembre. La tripulación había limpiado, cepillado y lustrado sus bronces y sus dorados, había pintado (la pintura era un bien escaso) y recauchutado las viejas heridas de la campaña en el Pacífico, sus relucientes nueve cañones de 406 milímetros apuntaban al cielo en ángulo de cuarenta y cinco grados, una forma de saludo militar. En uno de los mástiles flameaba la bandera de Estados Unidos y, en el resto del buque, las de Gran Bretaña, la URSS y China. También la de Francia porque el acta de rendición iba a ser firmada en nombre del gobierno provisional francés de Charles de Gaulle, por el general Philippe Leclerc, el hombre que a bordo de sus blindados, y con los tanques americanos enviados por el general Dwight Eisenhower, había liberado París en agosto del año anterior.
En Tokio, la firma de la rendición había dado paso a una feroz disputa sobre quiénes debían rubricar el humillante documento en nombre de un país que no había sido vencido nunca. El flamante canciller Shigemitsu lo puso por escrito: “La actitud de los mandatarios nipones, ahora que la guerra había acabado de forma tan inusitada, resultaba característica. Aborrecían, como un acto impuro, el hecho de asumir responsabilidad alguna sobre el escrito de rendición e hicieron todo lo que estuvo en su mano para eludirla”.
Por fin, Shigemitsu se puso la rendición al hombro y asumió la obligación como ministro plenipotenciario. Shigemitsu sangraba por la honda herida de la ironía: él se había opuesto también a que Japón atacara a Estados Unidos en 1941, había sido contrario a las ambiciones de los señores de la guerra del Estado Mayor del Ejército y ahora debía estampar su firma en el horrible documento de rendición.
A primeras horas del día, cuando el sol no había iluminado todavía aquel Imperio del Sol Naciente, Shigemitsu encabezó una reducida comitiva que contaba con una sola figura reconocida: era el general Umezu, uno de los seis grandes. Había sido de los primeros en admitir, en privado, que la guerra estaba perdida; pero exigía en público continuarla hasta imponer condiciones a los aliados para la rendición. Lo llamaban “La máscara de marfil”. A ambos los acompañaban dos contralmirantes relativamente jóvenes: Sadatoshi Tomioka, que también había sido contrario a que Japón atacara Pearl Harbor e Ichiro Yokoyama, el último agregado militar japonés en Estados Unidos antes de la guerra.
Todos, junto a otros siete funcionarios, pasaron por el Palacio Imperial y luego, por las calles vacías y devastadas por los bombardeos, marcharon hacia Yokohama para abordar el destructor americano “Lansdowne”, un veterano de las batallas en el Pacífico, en el que viajarían hasta el “Missouri”. Llegaron a las nueve menos cinco de la mañana. El capitán del “Lansdowe” maniobró para colocar su buque a la par del Missouri, amarró junto a la escalera de embarque y Shigemitsu trepó cada escalón con dificultad. Vestía el uniforme de gala de las grandes ceremonias, frac y sombrero de copa negro. Fue una odisea que se hizo mayor, más visible y patética cuando el canciller dio sus primeros pasos en la cubierta del destructor americano. Shigemitsu caminaba con dificultad y apoyado en un bastón: había perdido una pierna en Corea, en un atentado terrorista, y usaba una prótesis de madera. El historiador Max Hastings, en su fantástica obra sobre la derrota de Japón, afirma: “La multitud enmudeció cuando los representantes del enemigo derrotado, vestidos formalmente para la ocasión con chaqué y chistera empezaron a cruzar la pasarela que les conduciría hasta donde se concentraban los máximos responsables militares aliados.”
A bordo del “Missouri” había de verdad una multitud: doscientos veinticinco corresponsales de guerra y setenta y siete fotógrafos eran ya mucha gente; además, toda la marinería del buque, más marinos de las naves de guerra ancladas en las cercanías: ese día había doscientos sesenta naves aliadas en la Bahía de Tokio; también se apiñaban en cubierta los representantes de todas las potencias aliadas, más dignatarios estadounidenses y británicos. Los marineros del “Missouri” se habían sentado en las torretas de artillería, con las piernas colgando hacia abajo en una actitud que, en otros tiempos, los japoneses hubiesen considerado una palmaria muestra de indisciplina.
Frente a la mesa del casino de oficiales del buque, cubierta con un tapete verde, una sola silla. Era toda la comodidad que los aliados iban a dar a sus vencidos. Cuando los japoneses estuvieron acomodados y en silencio frente a ella, aparecieron en la cubierta el general MacArthur con dos veteranos de la Armada: los almirantes Chester Nimitz y William Halsey. Nimitz era “Almirante de la flota”, el cargo más alto de la Armada, concedido con la aprobación del Congreso; había dirigido operaciones vitales en la Segunda Guerra, como la de las Islas Marianas y había enfrentado con furia a lols japoneses en las islas de Iwo Jima y Okinawa. Halsey había comandado la Tercera Flota, decisiva durante la batalla del Golfo de Leyte: el “Missouri” era su buque insignia.
Flanqueado por los jefes navales, MacArthur leyó conmovido su breve discurso, el de la mano tendida, y luego la delegación japonesa firmó la rendición en dos documentos iguales que no estaban encuadernados igual: uno, en piel, era para los aliados; otro, en tela, para los vencidos. Primero lo hizo Shigemitsu, visiblemente conmovido. MacArthur le pidió que se sentara en aquella única silla para firmar y el canciller, una vez sentado, no supo bien qué hacer. La voz de MacArthur, que podía ser cálida y meliflua, estalló como un disparo hacia un subalterno: “¡Sutherland! ¡Enséñale dónde tiene que firmar!”. Después de Shigemitsu lo hizo el general Umezu, que despreció la silla que le ofrecieron sus vencedores y sólo se inclinó sobre la mesa.
El documento especificaba, entre otras cosas:
“Nosotros, actuando por orden y en nombre del Emperador del Japón, el Gobierno japonés y el Cuartel General Imperial Japonés, por el presente aceptamos los términos de la declaración expedida por los titulares de los gobiernos de los Estados Unidos, China, y la Gran Bretaña el 26 de julio de 1945 en Potsdam, y subsecuentemente por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, quienes en adelante serán referidos aquí como las Potencias Aliadas. (…) Por el presente proclamamos la rendición incondicional de las Potencias Aliadas del Cuartel General del Imperio Japonés y de todas las fuerzas armadas japonesas y todas las fuerzas armadas bajo el control japonés donde sea que estén situadas. (…) Ordenamos a todas las fuerzas japonesas donde sea que se encuentren, y al pueblo japonés, a cesar hostilidades inmediatamente, a preservar y salvar de daños a todas las embarcaciones, aeronaves, toda propiedad militar y civil, y a cumplir con todos los requerimientos impuestos por el Comandante Supremo de las Potencias Aliadas o por las agencias del Gobierno Japonés bajo su mando”.
Y más adelante: “Asumimos la obligación, por el Emperador, el Gobierno Japonés y sus sucesores, de cumplir con los términos de la Declaración de Potsdam en buena fe, y a expedir cualquier orden y tomar cualquier acciones que se requiera por el Comandante Supremo de las Potencias Aliadas o por cualquier otro representante designado por las Potencias Aliadas con el propósito de hacer efectiva esta declaración. (…) Ordenamos al Gobierno Imperial Japonés y al Cuartel General Japonés a que de inmediato libere a los prisioneros de guerra aliados y a los civiles ahora bajo el control japonés y a proveerles protección, cuidado, mantenimiento, y transportación inmediata a los lugares que se les indiquen. (…) Firmado en la Bahía de Tokio, Japón a las 09:04, en el segundo día de septiembre de 1945. Mamoru Shigemitsu, por orden y en nombre del Emperador de Japón y del Gobierno Japonés. Yoshijirō Umezu, por orden y en nombre del Cuartel General Imperial Japonés.
Luego de la firma de la delegación japonesa, MacArthur, vestido con un uniforme de manga larga de color caqui sin ninguna condecoración, algo que notaron sus soldados, sin más símbolos que un círculo con cinco estrellas de plata en las puntas del cuello de su camisa, dijo que iba a firmar él “en nombre de todas las naciones en guerra con Japón”. Y firmó. Y luego lo hicieron los testigos, entre ellos Nimitz y Halsey, el teniente general Jonathan Wainwright, que se había rendido años antes a los japoneses en Filipinas, y el teniente general británico Arthur Percival, quien también se había rendido a los japoneses en Singapur: los dos recibieron una de las seis lapiceras usadas en la firma del documento.
La delegación japonesa hizo una reverencia y todos se retiraron por la misma pasarela por la que habían subido al “Missouri”. La ceremonia había durado veintitrés minutos. Según evoca el gran biógrafo de MacArthur, el historiador William Manchester, el general no pudo con su genio e improvisó otro discurso, ya sin japoneses a la vista, fiel a su estilo vibrante, pausado y majestuoso: “Hoy callan todas las armas, ha terminado una gran tragedia. Se ha logrado una gran victoria. Los cielos ya no lloverán muerte. (…) El mundo entero está en silencio, en paz. (…) Hace casi un siglo, Matthew Perry desembarcó en estas tierras para traer al Japón una era de iluminación y progreso (…) Por desgracia, el conocimiento de la ciencia occidental que de ahí resultó, se usó como instrumento de opresión y esclavitud humana (…) Nuestro compromiso es ver que el pueblo japonés se libere de esta servidumbre”. MacArthur se preparaba para ser el virrey de Japón, que vigilaría no sólo el dictado de una nueva constitución, sino que reformaría la economía japonesa, enjuiciaría a los criminales de guerra, conformaría un nuevo sistema educativo alejado del militarismo, eliminaría la censura de prensa y daría paso a una amplia regulación de los medios de comunicación. Ejerció ese cargo hasta 1952.
Después de su breve discurso improvisado, MacArthur puso fin a aquel día histórico: “Recemos para que a partir de ahora se restablezca la paz en el mundo y que Dios la preserve para siempre. Este acto ha concluido”.
Lo que había concluido era la Segunda Guerra Mundial.