La Segunda Guerra Mundial empezó por obra de una enorme mentira, una gran farsa que fue intuida como tal, pero no fue pasible de ser demostrada hasta años después, en 1945, en los estrados y durante las audiencias del juicio de Núremberg a los jerarcas nazis del Tercer Reich derrotado. El 1 de septiembre de 1939, Adolfo Hitler llevó adelante su plan de destruir a Polonia: la invadió con sus tropas, la bombardeó con sus aviones y desató una violencia terrible contra su población, una violencia planificada, calculada y ejecutada con brutal precisión.
Para invadir y sojuzgar a Polonia, Hitler necesitaba un pretexto convencido como estaba, y estaba equivocado, de que Francia y Gran Bretaña no reaccionarían a su ataque. Francia y Gran Bretaña sí reaccionaron y el 3 de septiembre la Segunda Guerra, que iba a incendiar a Europa, era un hecho. El pretexto que usó Hitler para la invasión fue el ataque por parte de un grupo de nacionalistas polacos a una pequeña estación de radio de la ciudad de Gleiwitz, por entonces alemana y hoy, como Gliwice, parte de Polonia. No hubo nunca tal grupo de nacionalistas polacos ni tal ataque. Fue un minucioso plan de las SS al mando de Heinrich Himmler, cumplido a la perfección.
La noche del 31 de agosto, los “polacos nacionalistas” atacaron la radio de Gleiwitz, se apoderaron a sangre y fuego del edificio e irradiaron en polaco un mensaje anti alemán que dejó sembrada la semilla de una acción llevada a cabo por saboteadores. No había tal cosa. Se trataba de un pequeño grupo de agentes alemanes liderados por Alfred Naujocks, un oficial de las SS al que se le puede adjudicar el dudoso mérito de haber hecho estallar la Segunda Guerra. Naujocks y sus hombres no estuvieron más de quince minutos en la radio, el tiempo necesario para emitir el falso mensaje polaco que por desperfectos técnicos se irradió en parte, y para armar un escenario fantástico que justificó la guerra.
Los nazis habían llevado consigo a Franz Honiok, un campesino nacionalista de cuarenta y tres años al que habían detenido un día antes. Lo vistieron con un uniforme militar polaco, lo drogaron, lo llevaron hasta la radio y, ni bien llegaron, le pegaron un tiro en la cabeza en la puerta de la emisora. Después subieron el cadáver a la sala de transmisión y tomaron unas fotos que serían publicadas en los diarios alemanes como prueba irrefutable del “ataque contra Alemania”. También vestidos con uniformes del ejército polaco, los nazis habían cargado en un camión a once prisioneros del campo de concentración de Dachau, que fueron fusilados en el predio de la emisora y sus rostros desfigurados para evitar su identificación. El “combate” había terminado. Los alemanes habían defendido su territorio, Adolf Hitler ya tenía su “casus belli” y podía atacar a Polonia.
Días antes, Hitler ya había anunciado la invasión que estaba planificada desde abril y tenía nombre propio: “Fall Weiss - Caso Blanco”, en un discurso dirigido a la cúpula de su ejército a la que le dejó bien claras cuáles sus intenciones: “Aniquilación de Polonia en primer término. No tengan piedad. Actúen con brutalidad”. El almirante Wilhelm Canaris, jefe del contraespionaje alemán, que conspiraría años después contra Hitler y que terminaría sus días antes del fin de la guerra, el 9 de abril de 1945, en un campo de concentración, pidió aclaraciones sobre los alcances de la orden del Führer: “En Polonia se planearon abundantes fusilamientos y el exterminio de la nobleza y el clero (…)”. Recibió una lacónica respuesta del jefe del ejército, general Wilhelm Keitel: “Esa cuestión ya ha sido decidida por el Führer”. El intercambio ocurrió el 12 de septiembre, cuando la invasión a Polonia, y los fusilamientos, llevaban ya diez días.
Tan decidida estaba la invasión a Polonia antes del incidente de la radio fronteriza de Gleiwitz, que el 31 de agosto Hitler ya había firmado la Directiva de Guerra 1, en la que se detallaban las órdenes, la fecha y la hora del ataque nazi. Esas órdenes fueron entregadas en mano a sus destinatarios doce horas antes de la invasión, que ya no era un secreto para nadie: el 28 de agosto, la reportera inglesa Clare Hollingworth, del Daily Telegraph, que viajaba en tren de Polonia a Alemania, vio una cantidad impresionante de tropas nazis acantonadas en la frontera. Al día siguiente, su artículo fue el primero en dar cuenta de la inminente invasión.
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La anexión por la fuerza de Polonia por parte de los nazis era parte de la teoría del espacio vital, “Lebensraum”, que Hitler ambicionaba para volver a hacer de Alemania un gran imperio. El espacio vital sería conquistado hacia el Este, a expensas de Rusia, y contemplaba la destrucción de los judíos: Hitler lo había puesto por escrito en 1926 en “Mein Kampf- Mi Lucha”, el libro que dictó en prisión y que ayudó a redactar Rudolf Hess, entonces su mano derecha. En marzo de 1938 Alemania había anexionado Austria y, ante la pasividad de Gran Bretaña y Francia, en marzo de 1939 había ocupado Checoslovaquia después de la firma del Tratado de Múnich con esos dos países. Pero ahora británicos y franceses habían decidido socorrer a Polonia si era invadida por Alemana. En conflicto con el expansionismo nazi, y en la ambición de Hitler, estaba el puerto báltico de Danzig, una ciudad con un noventa por ciento de pobladores alemanes, desgarrada por el Tratado de Versalles firmado al final de la Primera Guerra Mundial.
Pese a que en sus planes de trece años antes Hitler pensaba en una guerra contra la Unión Soviética, el Führer había firmado un pacto de no agresión con José Stalin el 23 de agosto de 1939, nueve días antes de la invasión a Polonia. Lo habían refrendado el alemán Joachim von Ribbentrop y el ruso Viacheslav Molotov. Rusia se había aliado a Hitler porque también quería poner fin a la Europa diseñada por Versalles y porque también ansiaba expandir su imperio. Una cláusula secreta de ese acuerdo especificaba el reparto entre los dos países de los territorios soberanos de Estonia, Finlandia, Lituania, Polonia y Rumania. Dos años después, la invasión alemana a la Unión Soviética, en el verano de 1941, iba a convertir en cenizas ese tratado de no agresión. Pero en 1939 Alemania y Rusia sí se repartieron Polonia.
Los soviéticos la invadieron por el Este apenas dos semanas después de que lo hicieran los nazis, el 17 de septiembre de 1939. Molotov argumentó que Polonia era un “estado fascista” que oprimía a ucranianos y bielorrusos. Stalin se apoderó de Bielorrusia y de Ucrania, siempre Ucrania, que habían quedado en manos polacas tras la firma de la Paz de Riga, en los años 20. La Wehrmacht que arrasó con Polonia era entonces el ejército más poderoso del mundo junto a la poderosa Luftwaffe, la aviación que dirigía Herman Göring. Alemania ponía en práctica una nueva forma mecanizada de hacer la guerra: la guerra relámpago o “blitzkrieg”, basada en el bombardeo masivo de las principales ciudades y en el avance veloz de los tanques y de la infantería. Esta vez, hacían frente a una nación inferior en poderío militar y económico. El historiador Max Hastings afirma que el presupuesto nacional polaco era inferior al de Berlín.
Después de una furiosa, heroica y desesperada resistencia, la caballería polaca se lanzó con lanzas contra los tanques nazis, el 6 de octubre la campaña de Polonia había terminado. Setenta mil polacos habían muerto y ciento treinta y cuatro mil habían quedado heridos. Pero ya los invasores nazis habían lanzado, a través de sus grupos especiales de exterminio, una ejecución masiva de judíos y nacionalistas. Los soviéticos se encargaron de eliminar a las elites militares: la matanza en los bosques de Katyn, entre abril y mayo de 1940, terminó con la vida de veintidós mil oficiales polacos que se habían rendido a los soviéticos. Los nazis se encargaron de asesinar a la otra elite, profesores, sacerdotes, intelectuales, en un intento de crear una nación de trabajadores esclavos y de diluir la identidad polaca. Después de seis años de guerra y ocupación, más de seis millones de polacos, casi la mitad eran judíos, habían sido asesinados en los campos alemanes de exterminio levantados en la sufrida Polonia.
No fue sino hasta el final de la guerra y hasta el noveno día de iniciado el célebre juicio de Núremberg, cuando la farsa armada para invadir Polonia quedó al descubierto. El secreto lo reveló un general del ejército alemán que se había opuesto a Hitler. Era Erwin von Lahousen; había nacido en Austria en 1897, era hijo de una familia de la aristocracia, y luchó en la Primera Guerra Mundial en las fuerzas del imperio austro-húngaro, que desaparecería como tal al final del conflicto.
Cuando en la novena sesión del juicio de Núremberg, el 30 de noviembre de 1945, le preguntaron a Lahousen cuál era su profesión, contestó: “Soy soldado profesional”. Lo era. Había sido alumno de la Academia Militar de Wiener-Neustadt y en 1915, a sus dieciocho años y como segundo y primer teniente de infantería, estaba metido en las trincheras de la Primera Guerra. Quince años después era un alumno destacado de la Escuela de Guerra austríaca y entró de lleno en el servicio de espionaje y contraespionaje de su país. Cuando Hitler anexó Austria a su Tercer Reich, Lahousen pasó a ser oficial del ejército alemán. Nunca fue nazi. Ni sintió admiración alguna por Hitler. Por el contrario, fue un miembro destacado de la resistencia alemana a Hitler dentro de las fuerzas armadas alemanas y un actor clave en los intentos de asesinato de Hitler, el 13 de marzo de 1943, que no llegó a ser ejecutado porque Hitler acortó su visita al sitio donde iba a ser asesinado, y en el atentado del 20 de julio de 1944, que llevó adelante Claus von Stauffenberg y en el que Hitler salvó su vida de milagro.
Von Lahousen también salvó su vida por milagro dos veces: como en 1943 se había marchado a combatir en el frente oriental, donde fue herido de gravedad, no estuvo en la larga lista de cerca de siete mil alemanes ejecutados al año siguiente en represalia por el complot contra Hitler liderado por von Stauffenberg. Así también evitó caer en desgracia cuando el servicio secreto alemán, a cargo del almirante Canaris, fue barrido por Hitler y sus miembros fueron encarcelados o ejecutados.
Alto, delgado, golpeado por la guerra, en un mundo profesional y personal que se había venido abajo, von Lahousen se dispuso a declarar ante los estrados de Núremberg contra los jerarcas nazis que lo escuchaban en el banco de los acusados, entre ellos Herman Göring, que murmuró “cerdo” y “traidor” cuando escuchó su testimonio.
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A von Lahousen lo interrogó el coronel John Harlan Amen, un oficial de inteligencia del ejército de Estados Unidos, jefe de los interrogadores de su país en el juicio. Había nacido en New Hampshire, se había graduado en Princeton y estudiado leyes en la Universidad de Harvard. El que sigue es parte del largo interrogatorio de Amen a Lahousen sobre su actuación en la guerra. Es el fragmento en el que habla de la invasión a Polonia. Siempre que Lahousen habla de “Abwehr” se refiere al espionaje y contraespionaje alemán:
AMEN: -¿Alguna vez se pidió a la Wehrmacht que proporcionara alguna ayuda para la campaña polaca?
LAHOUSEN: Sí.
A: -¿Ese emprendimiento tenía algún nombre especial?
L: -Como está registrado en el diario de mi división, el nombre de esta empresa que tuvo lugar justo antes de la campaña polaca era “Misión Himmler”.
A: -¿Puede explicar al Tribunal la naturaleza de la asistencia que le fue pedida?
L: -El asunto sobre el que ahora doy testimonio es una de las acciones más misteriosas que tuvieron lugar en el Amt Ausland-Abwehr. Unos días, o un poco antes, creo que fue a mediados de agosto, la fecha exacta se puede encontrar en el diario de la división, la División I de la Abwehr, así como mi división, la División II, recibieron la tarea de proporcionar uniformes y equipamiento polaco, como tarjetas de identificación, etcétera, para una “Misión Himmler”. Esta solicitud, según una entrada en el diario de la división que no llevaba yo, sino mi ayudante, fue recibida por Canaris de parte del Estado Mayor de Operaciones de la Wehrmacht, o del Departamento de Defensa Nacional. Creo que se menciona el nombre del general Warlimont.
A: -¿Sabe dónde se originó esta solicitud?
L: -No puedo decir dónde se originó la solicitud, sólo puedo decir que nos llegó en forma de pedido. Era, sin duda, una orden sobre la cual nosotros, los jefes de división interesados, ya teníamos algunas dudas sin saber lo que significaba en última instancia. El nombre Himmler, sin embargo, hablaba por sí solo. Y eso también se desprende de las anotaciones del diario en las que se recoge mi pregunta sobre por qué Herr Himmler debía recibir los uniformes polacos que íbamos a proporcionar.
A: -¿A quién iba a proporcionar el material polaco la Abwehr?
L: -Había que tener estos equipos a mano para que un día un hombre de las SS o del SD (servicio secreto de las SS), el nombre figura en el diario de guerra oficial de la división, los recogera.
A: -¿Cuándo se informó a la Abwehr sobre cómo se iba a utilizar este material polaco?
L: -Entonces desconocíamos el verdadero propósito. Aún hoy no conocemos sus detalles. Todos nosotros, sin embargo, teníamos la sospecha razonable de que se estaba tramando algo totalmente torcido; el nombre de la misión era garantía suficiente para ello.
A: -¿Se enteró posteriormente por Canaris de lo que realmente había sucedido?
L: -El curso real de los acontecimientos fue el siguiente: cuando el primer comunicado de la Wehrmacht hablaba del ataque de unidades polacas en territorio alemán, Pieckenbrock, sostuvo el comunicado en la mano y lo leyó en voz alta; luego dijo que ahora sabíamos para qué querían que les diéramos esos uniformes. El mismo día, o unos días después, no puedo decirlo exactamente, Canaris nos informó que personas de los campos de concentración habían sido disfrazadas con estos uniformes y habían recibido la orden de atacar militarmente la estación de radio de Gleiwitz. No recuerdo si se mencionó alguna otra localidad. Estábamos sumamente interesados, particularmente el general Oster, en conocer los detalles de esta acción: dónde había ocurrido y qué había sucedido. En realidad, podíamos imaginarlo, pero no sabíamos cómo se había llevado a cabo. Ni siquiera hoy puedo decirlo. Sólo digo exactamente lo que pasó.
A: -¿Descubrió alguna vez qué pasó con los hombres de los campos de concentración que vestían uniformes polacos y crearon el incidente?
L: -Es extraño. Este asunto siempre ha despertado mi interés, e incluso después de la capitulación hablé de ello con un Hauptsturmführer (capitán) de las SS; era un vienés que estaba en el hospital en el que ambos estábamos alojados. Le pedí detalles sobre lo que había sucedido. El hombre, que se llamaba Birckel, me dijo: ‘Es extraño que incluso nuestros círculos se hayan enterado de este asunto mucho más tarde, y sólo por insinuación’. Y añadió: ‘Hasta donde yo sé, incluso todos los miembros del SD que participaron en esa acción fueron eliminados, es decir, asesinados’. Eso fue lo último que supe de este asunto.
El testimonio de von Lahousen hundió a los acusados en un pozo depresivo, pero también hundió sus estrategias legales. De pronto habían adquirido fuerza una de las acusaciones que los fiscales de Núremberg querían probar: la que los señalaban como autores de “delitos contra la paz, planear, preparar, iniciar y llevar adelante una guerra de agresión, violatoria de tratados, acuerdos y garantías internacionales y como partícipes de un plan común y/o conspiración para perpetrar cualquiera de los actos antes indicados.”
Entre los veintiún jerarcas nazis que escucharon el vital testimonio de von Lahousen, además de Göring, se alineaban en el banco de los acusados Rudolf Hess, los generales William Keitel y Alfred Jodl, el ideólogo Alfred Rosenberg, el abogado austríaco Ernest Kaltenbrunner, uno de los artífices del Holocausto, el ex canciller austríaco Arthur Seyss-Inquart, el propagandista antisemita Julius Streicher, el político nazi Fritz Sauckel, Hans Frank, gobernador general de la Polonia ocupada por el nazismo. Menos Hess, condenado a prisión perpetua, todos fueron hallados culpables y condenados a muerte. Excepto Göring, que se suicidó la noche antes de subir al cadalso, todos fueron ejecutados en la prisión de Núremberg el 16 de octubre de 1946.
El general Erwin von Lahousen murió en Innsbruck, Austria, en febrero de 1955.
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