Johanna y Alejandro empezaron a salir cuando ella era una chica de 15 y él, un jovencito de 16. Alejandro solía acompañar a su papá a atender el kiosco familiar en San Andrés, donde vivían; Johanna se juntaba con sus amigos y amigas del barrio en la puerta de ese mismo kiosco.
Podría haber sido sólo un amor adolescente, de esos que en un momento parecen todo y terminan siendo un recuerdo brumoso, pero fue, en cambio, el inicio de una historia de amor atravesada por una sucesión de golpes. De sobrevivir a todo eso venían Johanna y Alejandro cuando su hija nació de repente y de la forma que jamás hubieran imaginado.
Los golpes
Son las 9 de la mañana de un viernes plateado, Johanna y Alejandro acaban de dejar a Antonia, su hija, en el jardín, y ahora toman mate solos en su departamento, en Núñez. No es un departamento clásico, horizontal, sino un dúplex, un dato que podría parecer insignificante si no fuera por lo que pasó esa madrugada.
“A los 16 años yo perdí a mi papá, y ella estuvo al lado mío”, dice él a Infobae, y se le quiebra la voz antes de terminar la oración. Se desarma cuando lo cuenta, como si los 20 años que pasaron no hubieran logrado suavizar la pérdida.
“Al poquito tiempo falleció mi hermano, y ella siguió ahí. Nunca se movió de al lado mío, yo crecí por ella. Después, bueno...pasó lo de mi enfermedad”, sigue Alejandro.
En 2010 y tras seis años de noviazgo, Johanna Destefanis -maquilladora profesional, empleada en una inmobiliaria- y Alejandro se fueron a vivir juntos. Eran jóvenes, tener un hijo era un deseo que compartían aunque parecía que les sobraba tiempo.
En 2015, sin embargo, a él le diagnosticaron un linfoma en el mediastino. La palabra “cáncer” se había metido entre los dos y ser padres, de pronto, dejó de ser prioridad. Alejandro tenía 26 años, la prioridad era sobrevivir.
“Tenían que operarlo para sacarle el tumor, abrirle el tórax. Después tenía que hacer quimioterapia al menos durante un año”, cuenta ella, que en ese entonces era una chica de 25 años. Les recomendaron antes recurrir a la llamada “onco-fertilidad”, es decir, que preservara su semen en un Banco de Gametos, porque si sobrevivía y luego quería ser padre la quimio podía dejarlo estéril.
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“Hay gente que en una situación así piensa ‘¿preservar esperma? no, estoy con la cabeza en otra cosa’, y está bien, porque de verdad estás pensando en que se salve. Pero bueno, nosotros lo hicimos”, sigue Johanna. Guardaron, por las dudas, no una sino varias muestras.
A Alejandro lo operaron para sacarle el tumor del mediastino y tuvieron que hacerle quimioterapia en dosis altas durante un año. Después, le hicieron un autotrasplante de médula para terminar de destruir todas las células cancerosas y crear médula ósea sana.
En 2016 cayeron en la cuenta. Había sobrevivido, la enfermedad estaba en remisión.
Tal vez para celebrar que otra vez habían salido parados de otro golpe así, Johanna y Alejandro se casaron.
El después
“El panorama era bastante complicado”, cuenta ella sobre “el después”. Y no se refiere a la salud de su marido: “La quimioterapia había sido muy fuerte, las posibilidades de quedar embarazada naturalmente eran muy bajas”.
Pero Johanna y Alejandro venían de estar demasiado tiempo adentro de un hospital y ella quería ver si podía evitar tener que hacerse quién sabe cuántos tratamientos de fertilidad en un consultorio con el esperma que habían conservado.
A él le dieron unas vitaminas y buscaron un embarazo natural, sin éxito, durante un año.
“Y justo cuando dijimos ‘probamos un mes más y listo’, quedé”, sonríe ella. Era noviembre de 2019 cuando el test confirmó la noticia. Cuatro meses después, el mundo se encogió por la pandemia.
“No lo pude compartir mucho, algunos amigos ni siquiera llegaron a verme embarazada. De hecho tuve que ir a las ecografías sola”, recuerda. Pero Antonia crecía lo más bien, Johanna se sentía perfecta, así que el resto era una anécdota.
Le dieron fecha de parto para el 11 de agosto, precisamente el momento en que se anunciaba el pico de contagios y el colapso total del sistema de salud.
“No tenía un deseo específico de que fuera parto natural, parir sin anestesia o hacerme una cesárea. No me importaba eso, lo que tenía era mucho miedo. Miraba videos de partos y de cesáreas, trataba de prepararme mentalmente para ese momento y se los mandaba a él para que se preparara también”, recuerda ella.
“Pero yo no los miraba directamente. Me daba tanta impresión que los pasaba de largo”, interrumpe Alejandro. “A veces alguien de la familia me mandaba un video de un parto y me decía ‘mirá cuando estés ahí con tu chiquita, ya falta poco’, y yo le respondía ‘olvídate, yo no voy a estar ahí’”.
La tarde del 11 de agosto de 2020, exactamente el día en que le habían marcado la fecha probable de parto, Johanna fue a hacerse un monitoreo. El médico le dijo “estás dilatada, pero no mucho. Andá a casa y volvé mañana a las 7 de la mañana y lo ayudamos a nacer”.
Johanna se fue caminando a hacer las últimas compras, y a la noche hicieron la despedida de la vida que tenían con una milanesa gigante. A la 1 de la madrugada se acostó, una hora después las primeras contracciones la despertaron.
Estaba descompuesta, así que iba y volvía del baño, una y otra vez. “Hasta que en un momento empezaron a ser súper súper intensas, sentía electricidad en la espalda baja, no podía más. Le digo a Ale ‘llamá a la partera, me parece que no llegamos a las 7 de la mañana”.
Embarazada de 41 semanas y media, Johanna entró a la ducha, se puso en cuatro patas y dejó que el chorro de agua tibia le cayera sobre la cintura. “Pero el dolor que tenía ya era imposible”.
La partera les había dicho que tuvieran paciencia, que esperaran al menos una hora más antes de ir a la clínica.
Cuando Alejandro logró ayudarla a incorporarse y salir de la bañera, Johanna se sentó en el inodoro y rompió bolsa. “Él volvió a llamar a la partera y nos dijo ‘bueno, tranquilos, vistansé y salgan para la clínica’. Pero yo sentía que no podía. Me acuerdo que le decía ‘no llego, no llego, no puedo salir de casa’. Ale no me creía y me empezó a vestir para salir”.
“Es que yo pensé que estaba desbordada por la situación”, se defiende él. Johanna estaba desnuda y sentada en el inodoro, que tenía la tapa abierta. El baño estaba en la planta alta del departamento tipo dúplex, y ya no veía chances de poder bajar las escaleras y de ahí bajar hasta el estacionamiento. El plan original, además, era ir al sanatorio Mater Dei, por lo que tenían que contemplar unos 20 minutos de viaje.
“Me trató de poner la bombacha...”, sigue ella. “Pasé una pierna y de repente le digo ‘ay, ay, ay, ay’, e hice un poquito de fuerza. Cuando me va a poner la otra pierna vuelvo a gritar ‘ay, ay, ay, ay’. No sé qué vio él que agarró la ropa y la tiró al costado. Yo sentía que necesitaba sacar a mi hija pero a la vez ponía las manos para que no se saliera. De repente, otra vez ‘ay, ay, ay, ay. Me paré y la beba... salió”.
“¿Qué vi? ¡La cabeza!”, dice él. “Tiré la ropa al costado porque vi que nacía, no me dio tiempo a nada. Le saqué la ropa a Johanna, ella se paró y ahí entre los dos la agarramos”.
El perro entraba y salía del baño, iba y venía extasiado, parecía anunciarle al mundo el nacimiento.
“Me senté en el inodoro de nuevo con mi hija en las manos y me quedé mirándola, yo estaba en shock”, cuenta ella. “Sabía que lo ideal era que me la pusiera en el pecho, abrazarla, darle la teta: bueno, no me salió nada de eso”. Nadie sabía cómo cortar un cordón umbilical, por supuesto.
Alejandro, de pronto, recordó que en el primer piso vivía una partera. La llamó, bajó corriendo por las escaleras, subió a ver a Johanna -que seguía en shock con la beba en las dos manos-, volvió a bajar corriendo. Eran las 5.45 de la mañana, habían escuchado a Antonia llorar pero no tenían idea si estaba bien.
La partera subió rápidamente con su maletín, y cuando encontró a Johanna mirando pasmada a la beba le dijo “¡abrazala!”. “A mí me pidió que buscara en el maletín algo y me dijo el nombre de la herramienta, y de repente me vi a mí mismo revolviendo un bolso sin saber qué estaba buscando”.
Era el instrumento con el que iba a cortar el cordón umbilical.
La vecina envolvió a Antonia, se la entregó a Alejandro y llevó a Johanna de nuevo a la bañera para ayudarla a eliminar la placenta.
“¿Yo?”, pregunta él. “Me fui a la habitación con mi hija apretada contra mi pecho, la apoyé en nuestra cama arriba de una manta y me quedé mirándola. No podía parar de llorar”.
Un rato después Johanna salió del baño, bajó caminando las escaleras como si nada hubiera pasado, salieron del departamento, se puso el barbijo, subió a la ambulancia. Antonia pasó sólo dos horas en neonatología y porque en el trajín había perdido temperatura.
La nena, que acaba de cumplir 3 años, sabe que nació en su casa, en el pequeño baño que usan todos los días. “Cada vez que entro revivo algo de toda esa situación, y le cuento ‘acá estaba mamá parada, acá abajo arrodillado papá, así te agarramos a vos’”, se despide Johanna.
Fue difícil para ella y para su marido mantener la calma -eso también lo recuerda- pero ya habían pasado por varias situaciones límite, habían aprendido a hacerlo.
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