El 26 de agosto de 1978, veinte días después de la muerte de Pablo VI a los 81 años, el humo de la fumata soltado tras el cónclave vaticano confundió a los 300 mil fieles reunidos en Plaza San Pedro. La voluta gaseosa que se deshilachaba en el cielo romano, surgida desde la Capilla Sixtina, era gris, tirando a negra. Algunos pensaron en un mal presagio. Debía ser blanca, porque un nuevo Papa, el 263°, acababa de ser elegido: Albino Luciani, cardenal patriarca de Venecia. Un rato después, llegó la confirmación. En el balcón de la Basílica de San Pedro, el cardenal protodiácono anunció el Habemus Papam y apareció Luciani, Juan Pablo I, primer pontífice en veinte siglos en adoptar un nombre compuesto, en honor a sus antecesores (Juan XXIII y Pablo VI). Nadie imaginaba, en medio del clamor feligrés, que iba a morir apenas 33 días después, a los 65 años, ni que ese año sería el de los tres Papas (Juan Pablo II fue elegido el 16 de octubre) ni que las sospechas sobre un supuesto magnicidio religioso se expandirían como el humo de la fumata.
El cadáver de Juan Pablo I fue encontrado en su cama durante la madrugada del 29 de septiembre. Las fuentes oficiales de la Santa Sede informaron que había muerto mientras dormía, de un infarto de miocardio, y que había sido hallado por su secretario privado, John Magge, lo que era falso, porque una monja había descubierto el cuerpo sin vida. Se anunció que no se practicaría autopsia: un hiato por el que entrarían numerosas teorías conspirativas, con y sin fundamento. El 30 de septiembre, unas 100 mil personas, que hicieron filas de horas, se despidieron de Juan Pablo I en la sala Clementina del palacio Apostólico. Luego, los restos fueron trasladados hasta la Capilla Sixtina en un impactante cortejo fúnebre; el cuerpo, embalsamado, estuvo expuesto ante el altar de la Resurrección de la basílica hasta el 4 de octubre, cuando se celebró el funeral y se depositó el féretro en las grutas vaticanas.
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Las hipótesis del asesinato fueron diversas, pero convergieron en el supuesto móvil: Juan Pablo I tenía la firme intención de auditar las cuentas del Instituto para las Obras de Religión, más conocido como Banco Vaticano, tras una serie de informaciones que lo relacionaban con golpes de Estado, evasión de impuestos y negocios con la mafia y la logia masónica P2, fundada por Licio Gelli.
El hallazgo del cadáver
Durante la madrugada del 29 de septiembre, la monja Vincenza Taffarel dejó, como las treinta y dos mañanas anteriores, una tacita de café en la sacristía para que el flamante Papa lo tomara al levantarse. Después de unos minutos, a las 5.20 am, notó que el pocillo no había sido tocado. Entonces entró en el dormitorio papal. La luz de la habitación estaba encendida, probablemente desde la noche previa. Pero, en este punto, la propia sor Vincenza bifurcó su relato en dos direcciones. Primero declaró que había encontrado al Papa, vestido, en el piso del baño, donde había vomitado. Más adelante, que el cuerpo del pontífice estaba en la cama, levemente inclinado, con los anteojos puestos, rodeado de papeles en desorden. Más allá del inexplicable doble testimonio, las autoridades vaticanas consideraron que era inapropiado que se supiera que una mujer había entrado en el dormitorio papal. Con la supuesta intención de evitar rumores, se ordenó omitir ese hecho o, mejor dicho, falsearlo.
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La versión oficial fue que Luciani se había sentido mal durante la noche del 28 y que uno de sus asesores, Diego Lorenzi, le aconsejó que consultara a los médicos. Pero el Papa, según este relato, no quiso molestar ni alarmar a nadie. “Antes de acostarse, mandó llamar al arzobispo de Milán, el cardenal Colombo. Hablaron de la sucesión en Venecia, cargo que él había dejado vacante. Mantuvieron una conversación larga, discreparon acerca del candidato. Después, el Papa se retiró a su cuarto, y poco más puede saberse. Sufrió un ataque al corazón tan fuerte que no tuvo tiempo ni de tocar el timbre que tenía al lado de la cama”, sostuvo Giovanni Maria Vian, historiador de la Iglesia, ex director de “L’Osservatore romano” y autor del libro “Juan Pablo I, el Papa sin corona. Vida y muerte de Juan Pablo I”.
Asesinatos y espiritualidad
Los dos pontificados anteriores, el de Juan XXIII y el de Pablo VI, habían sido de cambios y renovaciones en la Iglesia, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II. En 1978, la muerte de Pablo VI tensó la puja entre sectores conservadores y progresistas. Eran tiempos convulsionados en Italia. El 16 de marzo había sido secuestrado Aldo Moro, ex primer ministro y líder de la democracia cristiana, en un golpe comando de las Brigadas Rojas en el que fueron masacrados cinco custodios de Moro. Las negociaciones entre el nuevo gobierno, liderado por Giulio Andreotti, y los terroristas, que ofrecían soltar a Moro a cambio de la liberación de camaradas encarcelados, no prosperaron. La tensión se mantuvo hasta que los brigadistas asesinaron a Moro. Su cadáver apareció en el baúl de un Renault 4, el 9 de mayo. La convulsión incluía manejos políticos turbios y acciones ilegales de la guerrilla urbana, la mafia y los servicios de inteligencia.
La muerte de Juan Pablo I -hijo de un albañil socialista- ocurrió en un mundo dividido por la Guerra Fría, plagado de actos de espionaje y conspiraciones. “El hecho de que Juan Pablo I muriera al mes de haber sido elegido impresiona mucho. Desde una perspectiva sobrenatural conduce a la reflexión. Si eres creyente, piensas en cómo Dios ha podido permitir que el vicario de Cristo muera. Pero desde otro punto de vista es imposible no pensar que esa muerte haya sido provocada por fuerzas oscuras. Y así todo conduce a inevitables especulaciones. Es un periodo muy convulso de la historia de la Iglesia y del mundo”, escribió el autor español Juan Manuel de Prada.
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En un mundo bipolar
Con razón o no, cada detalle sobre las conductas de Juan Pablo I se abría en un delta de sospechas. Su secretario Magee (que en 2009 debió renunciar al obispado de la diócesis de Cloyne, Irlanda, acusado de encubrir a curas pedófilos) declaró que, ya en ejercicio de su pontificado, el Papa no daba demasiada precisión sobre sus futuras acciones. “Luciani no dejaba de repetir que tal o cual cosa la haría el Papa siguiente”. Eso argumentó, por ejemplo, cuando le preguntaron por su reunión con obispos de Iberoamérica en Puebla, México, planificada para marzo de 1979. Allí debía pronunciarse acerca de la Teología de la Liberación, que planteaba la opción por los pobres, como muchos movimientos políticos de la época. Otra rareza: según Magee, Juan Pablo le dijo a pocos días antes de su muerte: “Yo me marcharé y el que estaba sentado en la Capilla Sixtina frente a mí ocupará mi lugar”. La frase fue entendida como una referencia a que Karol Wojtyla, futuro Juan Pablo II, Papa polaco, que se encontraba de frente a Luciani durante el cónclave de agosto de 1978.
Otros hechos extraños, nacidos en el cruce del mundo bipolar y la religión, enrarecieron el breve papado de Juan Pablo I. El 5 de septiembre de 1978 recibió en el Vaticano a Boris Rotov, Nicodemo, representante de la Iglesia ortodoxa rusa en Leningrado, al que más tarde algunas fuentes vincularon con la KGB. Apenas se retiraron para hablar en privado, Nicodemo, de 49 años, se desplomó frente Juan Pablo I y murió, supuestamente por un infarto, como poco después ocurriría con el Papa. Con el final de Nicodemo, arzobispo metropolitano de Leningrado, se terminaban además las negociaciones entre el Vaticano y representantes de la Unión Soviética. Según algunas versiones, Nicodemo había participado de negociaciones secretas, en los 60, con la intención de tener algún tipo de injerencia en el Concilio Vaticano II a cambio de que la iglesia católica no condenara al comunismo ateo durante esas asambleas.
El banquero de Dios
De familia proletaria, prometedor del cielo para los pobres, Juan Pablo I era un cerril defensor del Opus Dei. De gran cultura, lector pertinaz, notable charlista, hombre afable -varios de los seudónimos que le pusieron se vincularon con su sonrisa-, representaba una especie de bisagra entre los que no querían a un Papa extremadamente conservador ni tampoco a uno con simpatías por la izquierda. Su osadía, de hecho, no iba a ser ideológica sino más temeraria: querer clarificar las cuentas vaticanas. Esa intención arrastraba una historia. Mientras era patriarca de Venecia, en 1972, el Banco Vaticano le había vendido al Banco Ambrosiano, propiedad de Roberto Calvi, la Banca Católica del Veneto, que solía otorgar créditos a bajo interés. El arzobispo Paul Marcinkus, responsable de la administración vaticana, habilitó la operación. Contra toda lógica o -según cómo se lo mire- con toda lógica, Luciani no fue consultado. El ninguneo no era un buen augurio y tenía mar del fondo.
En 1978, el Banco de Italia elaboró un informe en el que advertía acerca de movimientos sospechosos de los fondos del Banco Ambrosiano y promovió la investigación del imperio financiero de Calvi (cuyo cadáver apareció colgado de un puente londinense en 1982, tras el derrumbe escandaloso de la entidad que manejaba). Sin embargo, las averiguaciones en torno del llamado “banco de los curas” se fue empantanando. Primero, fue asesinado Emilio Alessandrini, juez de Milán que investigaba este caso, centrado en maniobras financieras ilegales que involucraban a empresarios, religiosos, políticos, mafiosos y miembros de la P2. Poco después murió Juan Pablo I. Y a los cuatro años se derrumbó el Banco Ambrosiano, arrastrando a otras entidades vinculadas con el Vaticano. La acusación judicial incluía el desvío de fondos secretos hacia el sindicato polaco Solidaridad y hacia los Contras nicaragüenses, entre otros. La hipótesis de que Juan Pablo I había sido envenenado cobró fuerza. Con el tiempo, el escándalo del Vaticano llegaría a películas como “El Padrino III”, de Francis Ford Coppola.
¿Muerte natural, asesinato o negligencia?
En 1985, el escritor e investigador David Yallop, apodado “el buscador de justicia”, afirmó que Juan Pablo I había sido asesinado por su intención de esclarecer las finanzas vaticanas. En el libro “En nombre de Dios”, sostuvo que el Papa había sido envenenado con digitalina -usada para tratamientos cardiológicos, pero tóxica y potencialmente letal- que le suministraron por orden de Licio Gelli. También a varios acusó a varios eclesiásticos de ser sus cómplices: a Marcinkus, por entonces al frente del Banco Vaticano (y que luego de sortear muchas denuncias a lo largo de su vida murió en Arizona en 2006, a los 84 años); al cardenal John Cody, arzobispo de Chicago, y al cardenal Jean Villot, secretario de Estado del Vaticano.
En 1988, como respuesta, la Santa Sede convocó al periodista John Cornwell y le facilitó el acceso a fuentes cercanas a Juan Pablo I. El resultado fue “Como un ladrón en la noche”, libro en el que el británico aseguró que se había tratado de una muerte natural, complementada con cierta negligencia. “No hay duda de que su fallecimiento fue por causas naturales -opinó-. Lo mismo piensan los que lo postulan para su beatificación”. Su conclusión fue que Luciani arrastraba problemas de salud -sobre todo circulatorios- y que el estrés de su alto cargo se había combinado con cierta desidia médica en un combo que resultó mortal. Distintos sectores cuestionaron a Cornwell, consideraron que su versión era la que quería transmitir el Vaticano y negaron que Juan Pablo I tuviera problemas serios de salud.
Yo, el que mató al Papa
Con el paso del tiempo se sucedieron investigaciones, ensayos y ficciones en torno de las dudas generadas por la muerte del Papa. En “El día de la cuenta”, el sacerdote español Jesús López Sáez insistió, tras años de investigación, con la teoría de que el pontífice fue envenenado con una fuerte dosis de un vasodilatador. El investigador Eric Frattini, autor del libro “La Santa Alianza”, planteó preguntas: “Si John Magee dijo que el Papa había sentido dolores en el pecho, ¿por qué no se le avisó al doctor Da Ros. ¿Por qué no se dijo que a Juan Pablo I se le habían recetado a Juan Pablo I inyecciones para su problema de baja presión? ¿Quién ordenó la retirada de la vigilancia al papa y por qué?”.
Pero el libro que más repercusión mediática tuvo -lo que no significa que fuera el más riguroso sino más bien lo contrario- fue “When the Bullet Hits the Bone”, de Anthony S. Luciano Raimondi, gánster y sobrino del legendario mafioso Lucky Luciano, que declamó ser uno de los asesinos. En el libro, afirmó que había sido como parte de un grupo de sicarios por Marcinkus, del que reveló que era primo, y que recibió una formación sobre los hábitos de Juan Pablo I, al que planificaban envenenar a través de una infusión. “Estaba parado en el pasillo, fuera de las dependencias del Papa, cuando se sirvió el té. Había hecho muchas cosas malas en mi tiempo, pero no quería estar allí en la habitación cuando lo envenenaran. Sabía que con su asesinato me compraría un boleto de ida al infierno”, escribió.
Según Raimondi, el móvil era frenar una investigación por maniobras fraudulentas en la que estaban involucradas importantes empresas estadounidenses. “Si el Papa hubiera mantenido la boca cerrada podría haber tenido un reinado largo”, escribió, con escasa delicadeza y escasa credibilidad. Luego, en una entrevista con “The New York Times”, declaró: “Yo ayudé a matar al papa”. Y agregó que Juan Pablo II mantuvo el silencio y que por eso su papado duró casi 27 años y que su muerte fue por causas naturales, a una edad avanzada. Juan Pablo I fue beatificado el 4 de septiembre de 2022, con una celebración en la Plaza San Pedro. Se le atribuyó la curación de una nena de once años, en Buenos Aires, el 23 de julio de 2011.
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