Salió todo bien, se combatió con dureza en cada rincón y casa por casa, ardieron edificios históricos, corrieron peligro obras de arte, fueron trinchera las Tullerías, los Campos de Marte, el amplio playón de la Prefectura de la Policía frente a Notre Dame y los puentes históricos que cruzan el Sena y conectan la ciudad; de pronto la guerra que parecía lejana, había estallado en las calles de París; la ciudad tuvo sus héroes y sus mártires, muchos cayeron perseguidos por la Wehrmacht en las calles estrechas que llevan al río y en los amplios bulevares del Barrio Latino, porque así se combatió, metro a metro; los nazis fueron derrotados y se rindieron, la bandera tricolor de Francia ondeó bajo el Arco de Triunfo mecida por el suave viento del verano, y por fin, París fue liberada el 25 de agosto de 1944, hace setenta y nueve años; la ciudad no fue destruida porque el jefe de la ocupación nazi desobedeció a Hitler, y los franceses, también por fin, volvieron a cantar en las calles la Marsellesa. Pero fue por milagro. Todo pudo salir mal.
Después del desembarco aliado en Normandía, el 6 de junio, y hasta días antes de su salvación, nadie daba un peso por París. Todos querían a París libre y todos, o casi todos, querían liberar a París, en especial los franceses. Pero el camino a la ciudad estaba trabado por cinco grandes candados que paralizaban cualquier intento.
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Las trabas para liberar París
El primero: los aliados no querían pasar por París. Querían llegar a Berlín y si tenían un río en mente no era el Sena: era el Rin. Liberar París implicaba desviarse del camino trazado por los estrategas americanos y británicos. El comandante supremo de esas fuerzas, el general Dwight Eisenhower, sabe que la Wehrmacht sufrió enormes bajas hacia el final de la batalla de Normandía y sus grandes unidades ahora dispersas, están en retirada. Liberar París podría costar la vida de soldados americanos además de retrasar una carrera ya lanzada contra otro rival en potencia: el Ejército Rojo que avanza hacia Berlín desde el Este. París será liberada, pero no ahora.
El segundo candado lo tiene en sus manos el general Charles De Gaulle, líder de la “Francia Libre”. De Gaulle quiere que el ejército francés, que le responde, libere París junto con las tropas estadounidenses. El general tiene miedo, está convencido de que el comunismo francés va a intentar encarar la heroica lucha por liberar a la ciudad y no quiere que París caiga en manos comunistas. Con ese mensaje envía a uno de sus hombres, Jacques Chaban-Delmas, al cuartel general americano, para que le diga a Eisenhower que, o los americanos liberan la ciudad junto a los franceses, o lo intenta por su cuenta y riesgo el ejército francés, o los comunistas se apoderan de París. Eso convence a los aliados que destinan tropas y blindados para que se olviden por unos días del Tercer Reich y vayan a salvar a la Torre Eiffel.
El tercero de los candados lo exhibe el comunismo francés. Nucleado alrededor de las Fuerzas Francesas del Interior (FFI), la sigla luce en los brazaletes de los combatientes, están comandados por un general francés, Pierre Koenig, pero obedecen a su jefe, el coronel comunista Henri Rol-Tanguy. Entre las figuras que dirigen el FFI también está el ubicuo Chaban-Delmas, ojos y oídos de De Gaulle. Las FFI tienen pocas armas, o son viejas, escasean las municiones, la logística es de cuarto grado y ni siquiera es dueña de enlaces radiofónicos con el exterior. Usan los métodos de la guerra de guerrillas: asesinan a tropas alemanas para capturar sus armas. Peo ya enterados del avance aliado hacia París, el FFI lanza una sublevación. El 13 se pliegan al alzamiento la Gendarmería Nacional y, a partir del 15 lo hace la Policía: es el día en el que empiezan los épicos combates entre franceses y alemanes frente a Notre Dame, hasta que tres días después el edificio de la jefatura policial vuelve a manos de los franceses.
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El 16 de agosto Rol-Tanguy requisa todos los vehículos de la ciudad para blindarlos y usarlos en la lucha. El 18 de agosto estalla una huelga general, convocada por el Partido Comunista Francés, que apoyan los gaullistas a los que les ha llegado el rumor que afirma que las tropas americanas recién llegarán a la ciudad el 1 o el 2 de septiembre. La huelga deriva en un grito de guerra, “Aux Barricades – A las barricadas”, que dificultará el desplazamiento de tanques y blindados alemanes. Las escasas fuerzas del FFI serían incapaces de liberar París sin el apoyo del ejército francés y de las tropas aliadas. Además, los comunistas estaban equivocados, eran víctimas de su propia propaganda: si algo no quería Stalin, era un alzamiento comunista en París que pusiera en peligro su alianza con Estados Unidos y Gran Bretaña, ahora que estaban todos en camino a Berlín.
El cuarto candado lo manejaban los aliados: ni Gran Bretaña, ni Estados Unidos querían a De Gaulle y mucho menos querían regalarle la gloria de Francia, que por otro lado merecía. Los aliados eran partidarios de que el territorio francés quedase en control del AMGOT (Allied Military Government of Occuppied Territories, o Gobierno Militar Aliado para los Territorios Ocupados. No era algo que De Gaulle fuera a permitir: salir de una ocupación para entrar en otra, no estaba en su visión de una Francia Libre. Compartía con los aliados el temor a que el comunismo se llevara los laureles de la victoria. Pero no iba a relegar su papel de salvador de Francia. Nombró al general Koenig al frente de las FFI y envió a Chaban-Delmas como su representante. Para evitar lo que juzgaba una trampa aliada, De Gaulle había hecho algo más: había viajado a Normandía, liberada en julio, y había nombrado allí a dos representantes de la Resistencia al frente de la administración civil de la zona, lo que dio por tierra con las esperanzas aliadas de gobernar territorio francés.
Del quinto candado tenía las llaves Adolf Hitler: había ordenado destruir París. Y no se hable más. Las órdenes, las primeras, las había recibido el 7 de agosto el general Dietrich von Choltitz, flamante comandante general del Gran París. Sin embargo, cuando llegó a la ciudad y se reunió con su antecesor, el general Hans von Boinenburg-Lengsfeld y con su jefe de Estado Mayor, coronel Karl von Unger, los dos lo convencieron con facilidad de que destruir París sería un acto inútil. Boinenburg y Unger eran miembros de la oposición a los nazis en el ejército; habían tomado parte del complot de Klaus von Staufenber para asesinar a Hitler en julio y habían eludido el cadalso en el que cayeron al menos siete mil opositores.
Todos los candados se destrabaron, como un fichero de dominó, uno tras otro, con el pedido y el alerta de Chaban-Delmas a Eisenhower, con la decisión aliada de marchar hacia París, con la coraje del FFI de lanzar una rebelión popular y armada, una huelga general y con el llamado a construir las barricadas; a todo se agregaba el envío de una fuerza blindada francesa a la vanguardia de las tropas americanas, la resignación aliada a que De Gaulle fuese el héroe de Francia y la decisión alemana de no sacrificar a sus tropas y no demoler la ciudad.
Combates en las calles
En plenos combates callejeros, el 20 de agosto, el cónsul de Suecia, Raoul Nordling, logró acordar una tregua que las dos partes aprovecharon para hacer lo suyo: los alemanes para iniciar la evacuación de la ciudad y el FFI para rearmarse. El 23, Hitler le recordó a von Choltitz que debía destruir París. El general alemán, con la complicidad de parte de los altos mandos de la Wehrmacht, en especial del general Hans Speidel que estaba en el cuartel general del Führer, mintió a Hitler, le dijo: “Haré saltar la Torre Eiffel, usaré sus vigas de hierro para obstruir el acceso a los puentes, que habrá destruido también”. No pensaba hacer nada de eso. Colocó cargas explosivas en los magníficos puentes de la ciudad, el Neuf, el D’Arts, el de Alejandro III, el del Alma, pero nunca dio la orden de detonarlas. Durante la tregua garantizada por Nordling, von Choltitz pactó un “combate de honor” para salvar las apariencias y evitar que Hitler acusara a sus generales de retirarse sin luchar. Sus tropas estaban diezmadas: la mayor parte de los soldados nazis habían viajado ya al norte de Francia para contener el aluvión aliado. Von Choltitz prometió que luego de ese combate de artificio, que de todos modos sería sangriento, sus tropas abandonarían la ciudad y los jefes militares se rendirían. El acuerdo contaba con una feroz negativa: la de los comunistas franceses.
El FFI no estaba en posición de oponerse a nada: no tenían municiones, los alemanes resistían con furia para que su retirada fuese menos deshonrosa y la ciudad todavía estaba en manos nazis. Fue entonces cuando De Gaulle, incansable en su esfuerzo de poner a Francia por encima de los intereses aliados, dio la orden de que una división blindada francesa avanzara sobre París. Conmovido, abrazó a quien había designado como jefe de esa fuerza, el general Philippe Leclerc, y le dijo: “Leclerc, es usted un hombre de suerte. Va a liberar París”.
Leclerc, que moriría en 1947 en un accidente de aviación, obedeció a De Gaulle y desobedeció a los mandos aliados, en especial a Eisenhower, y se puso al frente de la famosa “2DB”, la Segunda División Blindada que contaba entre sus fuerzas a la 9ª Compañía de Reconocimiento, otra unidad famosa conocida como “La Nueve”, al mando del capitán Raymond Dronne, un pelirrojo, fornido y de generosa barriga al que habían elegido porque era el único capaz de domar a los miembros de “La Nueve”, casi todos socialistas, comunistas y anarquistas españoles que habían combatido en la Guerra Civil de su país. Las tropas estaban al mando del comandante Joseph Putz, un voluntario de las Brigadas Internacionales en la guerra de España.
A mediodía del 24, “La Nueve” combatía con los alemanes cerca de Orly, que entonces era un pequeño aeródromo y no el aeropuerto internacional de hoy. Sorprendidos por el avance de Leclerc, los americanos lo buscaron con desesperación para ordenarle que se limitara a permanecer al lado de las fuerzas aliadas. Pero Leclerc no aparecía por ninguna parte. Estaba escurridizo porque no iba a respetar las órdenes de los generales estadounidenses y, además, temía que llegaran a París refuerzos alemanes. Al atardecer ordenó al mejor piloto de observación de su unidad que lanzara sobre París varias mochilas lastradas que en su interior llevaban un mensaje: “Tenez bon, nous arrivons! ¡Aguanten que ya llegamos!”. Pero el avance francés se demoraba: la gente salía a las rutas, a los caminos y a las calles a celebrar el paso de los tanques franceses. El general Leonard Gerow, que intentaba en vano controlar a Leclerc, se quejó ante su par, el general Omar Bradley: “Los franceses marchan a París a paso de baile”. No sabía que el 12 Regimiento de Infantería de la IV División del ejército americano también marchaba a paso de tortuga a causa de “unas ‘madmoiselles’ francesas locas de entusiasmo que se empeñan en besar a nuestros soldados”.
Leclerc encontró a Dronne en Fresnes, un pueblo del valle del Marne a unos veinticinco kilómetros de París: casi tenían ya la Torre Eiffel a la vista. Dronne se replegaba con su poderosa y combativa “La Nueve” y Leclerc lo cruzó mientras le sacudía la manga derecha de su camisa. El historiador Antony Beevor cita este diálogo:
Leclerc: -Dronne, ¿qué diablos hace aquí?
Dronne: -Mi general, cumplo órdenes de replegarme.
Leclerc: - Dronne, es necesario no cumplir órdenes idiotas. ¡Vaya a París y entre en la ciudad! ¡No deje que nada lo detenga! Tome la ruta que quiera y diga a los parisinos que no pierdan las esperanzas. Mañana por la mañana estará con ellos la División completa.
Después, según el historiador español Jesús Abenza, Leclerc arengó a las tropas: “Soldados de la Francia libre o combatientes extranjeros por la libertad de Francia. Esta División, que se ha cubierto de gloria en miles de acciones, debe ser la primera en entrar a París porque sé que no retrocederán y que tendrán en alta estima el honor de la División y el honor de las Fuerzas francesas libres. Ordeno, a la 9ª compañía de voluntarios extranjeros, de ir a la cabeza de las fuerzas y de ser los primeros en liberar París.”
A las siete y media de la tarde, “La Nueve” reanudó su marcha hacia París con quince vehículos, entre ellos algunos semiorugas que lucían estampados los nombres de batallas célebres de la Guerra Civil Española: “Madrid”, “Guadalajara”, “Brunete”. Una hora y media después, a las nueve de la noche, llegaron a la plaza del Hotel de Ville, la alcaldía de París. Las fuerzas se ubicaron en posición defensiva y Dronne trepó las escaleras para abrazar Georges Bidault, líder de la resistencia, que quiso dar un breve discurso y no pudo porque estaba transido por la emoción. Para entonces, repicaban las campanas de París; en las calles, bajo una tormenta leve de verano, la gente gritaba “Ils son là – Ya están aquí” y detrás de las puertas y ventanas cerradas de la ciudad, se escuchaba La Marsellesa.
En la Rue Rivoli, en el Hotel Meurice, frente a las Tullerías, el sitio que el comando nazi había elegido como cuartel general, Von Choltitz y sus hombres tomaban champán de la bodega del hotel cuando sonó el teléfono: era el general Speidel, desde Berlín, que quería saber cómo marchaban las cosas en París. Von Choltitz fue práctico: acercó el tubo a la ventana de su despacho. Speidel entendió enseguida y von Choltitz, que intuyó que no volvería a Alemania en mucho tiempo, le pidió a su par que cuidara de su familia.
Mientras tanto, en la noche, las batallas callejeras seguían: cerca de Notre Dame destellaban los edificios incendiados y, según escribió un cronista de aquellos días: “Las llamas subían más alto que las casas y todo estaba iluminado como en las grandes fiestas de los tiempos de paz”. El cronista era Jean Paul Sartre, autor de una crónica periodística histórica sobre la liberación de París. Editaba junto a Albert Camus, otro cronista callejero de esos días, el periódico “Combat!” que había salido a la calle, clandestino y fiel en los años de la resistencia.
El 25 amaneció soleado y claro, después de la niebla matinal, eco de la tormenta de la noche. Era el día de San Luis, patrón de Francia. En el suroeste de la ciudad, los parisinos, muchos no habían dormido, recibieron alborozados a las tanques comandados por el general francés Paul de Langlade, mientras que el comandante Putz entraba a la ciudad por la Porte d’Orleans y la Port d’Italie. Detrás de él llegabamn los blindados de Leclerc con Leclerc a la cabeza: salió a recibirlo Chaban-Delmas: el gaullismo en pleno. Juntos fueron a la Gare Montparnasse que Leclerc había elegido como puesto de mando de su división, cuartel general de sus tropas y símbolo de París liberado.
Todos los blindados tenían que detenerse cada vez que a los parisinos enloquecidos se les ocurría, pese al fuego en algunos momentos intenso de los francotiradores alemanes. Las muchachas saltaban a las torretas de los tanques para besar a los tripulantes, los hombres les ofrecían botellas de vino que habían esperado durante cuatro años el momento de celebrar la liberación. Una de las personas más besadas por las mujeres fue un muchacho que lucía el mismo equipo de combate y la boina negra del 501° Regimiento de Carros de Combate; era raro porque iba desarmado, ligero de equipaje y con las manos libres de toda carga pesada; las efusividades siguieron hasta que llegó la divertida alerta lanzada por los tanquistas: “¡Hey chicas! ¡No lo besen tanto! ¡Es nuestro capellán!”. Era el padre Roger Fouquet, que andaba con el alma estremecida por una escena reciente: había pasado por una casa bombardeada a la entrada de la ciudad, y había hallado a dos monjas arrodilladas junto a una mujer joven que acababa de dar a luz y que había muerto con el pecho atravesado por una esquirla de metralla. A su lado yacía en silencio el recién nacido.
Las tropas americanas del 38° Escuadrón de Reconocimiento y de la 4ª División de Infantería fueron los primeros aliados no franceses en llegar a París, a las siete y media y por el sur. También fueron recibidos con vítores, flores, besos y vino después de que los parisinos se quitaran de encima el primer interrogante: los tanques que llegaban, ¿eran alemanes o franceses? El general Leonard Gerow, entró a la ciudad a las nueve y media de la mañana y marchó a la estación de Montparnasse: era el cancerbero de Leclerc, a quien había perdido de vista la tarde anterior.
Lejos de Montparnasse, del otro lado del Sena, el izquierdo, y vecina al Arco de Triunfo, una multitud se agolpaba frente al Hotel Majestic, en la Avenue Kleber, para ver la rendición de las tropas alemanas de esa zona ante el general Langlade. Entre tanta gente, destacaban el actor Yves Montand y la cantante Edith Piaf, que, según Antony Beevor, impidió que un miembro de las FFI arrojara una granada a un camión repleto de prisioneros nazis.
A las once, y en manos del cónsul Nordling, llegó a von Choltitz un ultimátum que exigía la rendición de la ciudad a las doce y quince. Choltitz contestó que el honor de un oficial alemán le impedía rendirse sin luchar. A las doce y media, con el plazo ya vencido, Von Choltitz y su Estado Mayor se reunieron para almorzar juntos por última vez en el fastuoso comedor del Meurice. No lo hicieron, como siempre, frente a las ventanas que daban a Tullerías, sino en el fondo del salón: las ventanas eran atravesadas por las balas que llegaban desde los que habían sido los jardines del palacio real.
A la una y cuarto, con los tanques Sherman y la infantería americanos que avanzaba por la Rue Rivoli, el hotel se llenó de humo y del ruido de explosiones. Von Choltitz marchó a su despacho en el piso superior, junto al coronel von Unger. Antes de llegar a su oficina, se detuvo para disuadir de cualquier locura a un soldado apostado con su ametralladora en la elegante baranda de hierro forjado de la escalera: le dijo que se despreocupara, que pronto terminaría todo y podría volver a su casa sano y salvo. La infantería francesa y las FFI también corrían por la Rue Rivoli camino al hotel, escudados en las columnas de la recova y disparando sus armas; arrojaron granadas de humo al interior del hotel y entraron a fuego libre al mando del teniente Henri Kracher, que llegó enseguida al despacho de von Choltitz, junto al comandante Jean de la Horie, jefe del Estado Mayor de la unidad blindada francesa. Fue ante ellos, y ante unos soldados españoles miembros de “La Nueve”, que von Choltitz rindió a las tropas alemanas que ocupaban París.
Von Choltitz y el coronel Unger fueron llevados a la sala de billar de la Prefectura de Policía, frente a Notre Dame y del lado derecho del Sena, donde los esperaba Leclerc, que se había escapado de Montparnasse y del ojo vigilante del general Gerow, para obtener en persona y sin injerencia extranjera la rendición del general alemán. “Soy el general Leclerc. ¿Es usted el general von Choltitz?” El nazi asintió con la cabeza, respiraba con dificultad y se puso en la boca una pastilla para regular su ritmo cardíaco. Le aclaró a Leclerc que a su mando estaba la guarnición de París, y que su rendición no involucraba a otros focos de resistencia alemana que no podían ser declarados fuera de la ley si seguían en combate. Leclerc aceptó la condición sugerida por el alemán.
Todavía no estaba escrito el último acto entre los franceses. Fuera del salón de billar de la Prefectura de Policía de París y con los nazis a punto de firmar la rendición, protestaban a gritos el coronel Rol-Tanguy, jefe de las FFI y Kriegel Valrimont, otro líder comunista. Reclamaban el derecho de firmar, ellos y las FFI, el documento de la rendición. Charles Luizet, a quien De Gaulle ya había nombrado nuevo jefe de Policía de París, entró al salón y le contó todo a Chaban-Delmas, que logró convencer a Leclerc para que dejara pasar a Rol-Tanguy. Horas más tarde, cuando De Gaulle vio el documento de la rendición estalló de furia: no solo porque lo había firmado el jefe comunista, sino porque, con enorme astucia, Rol-Tanguy lo había hecho por encima de la firma de Leclerc.
De Gaulle tenía algo más que hacer esa tarde: debía convertirse en el líder de Francia antes de que los aliados recrearan el proyecto de un país regido por la fuerzas de ocupación. Fue al Hotel de Ville para encontrarse con Bidault y con el Consejo Nacional de la Resistencia. Una multitud lo esperaba en la gran plaza frente al ayuntamiento. Bidault y la Resistencia le sugirieron que aprovechara el momento para proclamar la República, pero De Gaulle se negó con un argumento que reivindicaba sus cuatro años de lucha, sus peleas de epopeya con Winston Churchill, su decisión de colocar siempre a Francia por encima de todo: “¿Por qué deberíamos proclamar la República? Nunca ha dejado de existir”. La otra república, la que había actuado bajo dominio del invasor alemán y que había encarnado el mariscal Philippe Petain en Vichy, era una aberración tal que no debía ser ni reconocida, ni tenida en cuenta. Lo que sí hizo De Gaulle fue algo más beneficioso para su ego, que era enorme, y para sus ambiciones políticas, que también lo eran: se proclamó presidente provisional de la República Francesa y dio por tierra con las intenciones aliadas de gobernar a Francia como a un país conquistado.
Después salió a las escalinatas del ayuntamiento, enfrentó a la multitud delirante, alto, con un andar deslucido y cansino, pero con cierto porte regio y dio uno de sus brillantes discursos para que el mundo supiera quién había liberado del yugo nazi a la sufrida París: “¡París ultrajada! ¡París destrozada! ¡París martirizada! Pero París ha sido liberada, liberada por ella misma, liberada por su pueblo, con la colaboración de los ejércitos de Francia, con el apoyo y la colaboración de toda Francia, de una Francia que lucha, de la única Francia, de la verdadera Francia, de la Francia eterna”.
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