En Brasil todavía se le llama “patricinhas” a las chicas lindas y correctas de familias aristocráticas por Patricia Leal, la morocha de sonrisa impecable que llenaba las páginas de sociales de las revistas y con la que el magnate minero Eike Batista planeaba en 1990 una fiesta de casamiento para 400 invitados entre lo más selecto de la jet carioca. Eike tenía entonces 37 años, pero ya era un dandy multimillonario y aventurero que se codeaba con estrellas internacionales como Don Johnson y Kurt Russell y ganaba campeonatos de motonáutica en todo el mundo. Tenía una fama bien ganada de Rey Midas brasileño desde que a los 21 amasó sus primeros US$6 millones comprando y vendiendo oro con su primera compañía, Autram Aurem.
Ya se había casado por Iglesia con Patricia en una pequeña ceremonia para los íntimos cuando conoció a la que en ese momento era considerada la mujer más deseada de Brasil. Luma de Oliveira era una modelo y reina del carnaval que había posado cinco veces desnuda para Playboy; voluptuosa y desfachatada, era también lo contrario de Patricia. Cuando le entregó a Eike la copa en una carrera que él mismo patrocinaba y, seductora, le dio un beso para la foto, el empresario, dicen las crónicas de aquel encuentro, quedó hipnotizado.
Después de Luma, ninguno de sus planes anteriores tuvo sentido para Eike. Faltaba una semana para la boda cuando entendió que no había necesidad de cumplir con las convenciones sociales que hasta ese momento resultaban parte de la construcción de su personaje: un self-made man con clase y la disciplina prusiana que decía haber heredado de su madre. Eran los noventa, y la fiesta que embriagaba a todo el planeta, era todavía más ostentosa en Río. Pero más que el signo de una época que Eike supo interpretar antes que nadie, la decisión de seguir su deseo era sobre todo un rasgo de la misma personalidad con la que surcaba mares en su lancha o se atrevía a invertir y multiplicar su dinero: el confort nunca es opción para un emprendedor.
Era primavera y Eike ni siquiera le dio muchas explicaciones a su prometida. Se fue con Luma a Nueva York mientras Patricia y el que iba a ser su suegro –nieto del Conde João Leopoldo Modesto Leal, que también había sido en su tiempo el hombre más rico y poderoso de Brasil– enfrentaban el escándalo y devolvían los regalos. Cuatro meses más tarde, en enero de 1991, el empresario y Luma se casaron por civil. La novia llevaba su corona y un vestido cortísimo, escotado y al cuerpo que mostraba tanto sus piernas perfectas de bailarina de escola como el incipiente embarazo de su primer hijo, Thor. Pronto se mudarían juntos a Barra da Tijuca, el barrio que en esos años comenzó a poblarse de nuevos ricos.
Era tan cierto que Eike pertenecía a ese grupo como que había crecido con todas las oportunidades de una familia acomodada. Nacido en Governador Valadares, Minas Gerais, el 3 de noviembre de 1956, es uno de los siete hijos de la alemana Jetta Fuhrken y el llamado “ingeniero de Brasil” Eliezer Batista, que fue dos veces presidente de la entonces compañía estatal Vale do Rio Doce y la llevó a estar entre las mayores mineras del mundo, además de ser Ministro de Minas y Energía en 1962 –durante la presidencia del trabalhista João Goulart– y Asuntos Estratégicos en 1992, con Fernando Collor de Mello, desde donde lideró el proceso de privatizaciones.
Eike pasó su infancia en Brasil, pero se mudó con su familia a Ginebra a los 9 años, después del golpe que depuso a Goulart en el 64. Se formó en Europa, entre Suiza, Bélgica y Alemania, donde hizo los primeros años de Ingeniería Metalúrgica en la Universidad Técnica de Aquisgrán. Cuando cumplió 18, sus padres regresaron a Brasil bajo la tibia apertura democrática de 1974. Más interesado en los negocios que en la vida académica, comenzó a vender seguros puerta a puerta para mantenerse solo. Fue una prueba de fuego: tenía que convencer cada vez a desconocidos que de por sí llevaban en su idiosincrasia la rigidez alemana.
Volvió a Brasil a los 20 años, hablando cinco idiomas y decidido a dedicarse al comercio de oro, cuyos secretos había aprendido en su casa desde chico; sabía por la misma razón que en los estados del interior se estaba viviendo una auténtica fiebre por ese metal precioso. No le importó abandonar sus estudios. Aunque siempre se jactó de haber comenzado “de la nada” –y sobre todo de no tener deudas con su padre, de quien dice que, “lejos de una ayuda fue un problema” para su carrera–, contaba con un activo invaluable: el capital social de años de relaciones y contactos de Eliezer.
Un año y medio más tarde ya era más rico que su padre y fundó una empresa dedicada de lleno a la extracción de oro, ignorando los rumores que señalaban que se había hecho millonario gracias a la información privilegiada que recibía de Eliezer. Mucho antes de que Elon Musk se fijara con la letra X, EBX fue la primera de las compañías en las que Eike la incluyó –detrás de sus iniciales–, convencido de que el signo de la multiplicación haría prosperar los negocios. Durante casi cuatro décadas la tautología le dio la razón.
Mientras se expandía fuera de Brasil e invertía en otros sectores energéticos –como el petróleo y el gas–, así como en logística, real estate y entretenimiento, aumentaba su fama de playboy. Con sólo 29 años, su empresa TVX Gold cotizaba en la Bolsa de Canadá y él lograba entrar en el mercado de capitales global. Ser joven, carioca y extraordinariamente rico era una fórmula que sólo podía resultar en lujo y riesgo. Se convirtió en el soltero codiciado de todas las fiestas de la élite brasileña, comenzó a coleccionar autos de alta gama y a correr –y ganar, a fuerza de perder cientos de miles de dólares en cada carrera– en competencias de motonáutica. Luma de Oliveira era el único trofeo que le faltaba.
En 1998, cuando ya tenían dos hijos –Olin nació en diciembre del 95–, Luma volvió a desfilar en el Sambódromo. De negro e imponente, se puso en el cuello una correa con incrustaciones de brillantes con el nombre de Eike. Fue un escándalo que sólo acrecentó la reputación del empresario: al mismo tiempo que Luma era acusada de sumisa por las organizaciones feministas que exigían que le quitaran el título de reina –y más cuando confesó en una nota que toda su ropa interior tenía bordadas las iniciales de su marido–, Eike le mostraba al mundo la medida de su potencia. Después de todo era el dueño de la mujer más sexy de su país.
Siempre tuvieron una relación pasional y tormentosa, donde era difícil ver quién tenía realmente más poder: Luma lo controlaba con sexo, Eike a ella con dinero. Pero aunque su mujer fuera tal vez su única debilidad, eventualmente, igual que en los negocios, él ganaba todas las pulseadas. En Tudo o nada, la biografía de Batista escrita por Malu Gaspar, la periodista cuenta que cuando en el 2000 a ella le ofrecieron volver a ser conejita y posar desnuda, Eike se lo impidió. Primero “intentó convencerla de que no era digno de una empresaria y madre de dos hijos mostrar cada parte de su cuerpo en una revista”. Después, pasó a la acción directa: “Intentó engordarla con chocolates y la chantajeó de todas las maneras”. Finalmente, Luma cedió para preservar su matrimonio.
Sin embargo no duró mucho: al año siguiente ella hizo una producción que la revista masculina tituló “La diosa de la lujuria” y él se llenó de rencor y de celos, además de culparla por el bullying que sufrían sus hijos en el colegio. Se separaron tres años más tarde, en 2004, con un divorcio que también fue escandaloso y millonario; según Malu Gaspar, le costó a Eike US$20 millones. Es una fortuna, pero para el magnate significaba apenas unas migajas: para entonces ya era dueño de más de US$20 mil millones en valores gracias a la operación de sus ocho minas de oro en Brasil y Canadá y de una mina de plata en Chile. Había triplicado el valor de sus empresas y ya no sólo era el empresario más rico de Brasil y de Sudamérica –sólo por debajo del mexicano Carlos Slim en Latinoamérica–, sino el séptimo más rico del mundo según el ranking de Forbes.
Había perdido a Luma, pero el mundo estaba a sus pies: ni los ejecutivos más sagaces del mundo se resistían a confiarle sus negocios. Con él todo era una apuesta de riesgo, pero era un riesgo demasiado sexy: Eike no sólo garantizaba que los inversores no tendrían pérdidas, sino que cortejaba a los grandes players con giras frenéticas por lo más exuberante y exclusivo de la cultura de su país. Mientras la avenida financiera Faria Lima en San Pablo se llenaba de pequeños inversionistas que hacían fila frente a los bancos para comprar sus proyectos, Eike se transformaba en la representación viviente de la pujanza de Brasil en plena era de los BRICS. Sin temor a los excesos, presumía de colaborar con Madonna en acciones benéficas, se paseaba con modelos a las que doblaba en edad y reconocía haberse sometido a varios retoques en la cara.
Basta un ejemplo para ver de cerca la táctica que terminó por desatar su caída, hace exactamente una década. A cargo de la minera Anglo American, Cynthia Carroll era considerada en 2008 una de las CEOs más duras y capaces en un mundo de varones. Eike le hizo el tour completo por las fiestas más top de Río y la convenció de pagar por las acciones de una mina de hierro mucho más de lo que valían. Carroll compró el proyecto en US$5000 millones, pero resultó un fracaso absoluto: las regulaciones y el precio creciente de la extracción impidieron siquiera que Anglo comenzara las operaciones en la mina. Le costó la carrera; acusada por sus colegas y por los medios de dejarse endulzar por el poder de convicción del Midas brasilero, Carroll tuvo que renunciar a su cargo en 2013.
Ese fue el año en el que las estimaciones de producción de su petrolera (OGX) se redujeron de 20.000 a 5.000 barriles de crudo diarios. Cuando el valor de mercado de su principal empresa se vino abajo, también lo hicieron las líneas de crédito de las que necesitaba para sostener sus negocios y seguirle garantizando a los inversores que –como mínimo– recuperarían su dinero. Durante toda su carrera –vertiginosa– había basado su expansión en esa confianza y en los riesgos que ya no podía correr. El resto fue puro efecto dominó: de buenas a primeras pasó de ostentar un capital de US$30.000 millones a sólo US$147 millones, y sumó deuda por US$900. Se sucedieron entonces las crónicas de su bancarrota y pasó de ser llamado “nuevo rico” a “nuevo pobre”.
Pero la caída fue incluso más allá, como si hubiera estado multiplicada por la misma X a la que se aferró desde sus inicios. La mecánica que desde un principio había usado con impunidad salió a la luz y fue acusado de usar información privilegiada para inducir la compra de acciones y manipular sus precios, de lavar dinero y manipular el mercado, Batista terminó por ser sentenciado a 30 años de prisión cuando se probó que había sobornado al gobernador de Río de Janeiro Sérgio Cabral para asegurarse contratos públicos, como parte de lo que se conoció como la operación Lava Jato.
En su declaración confesó haber contribuido en forma fraudulenta con varias campañas electorales mediante “donaciones” no declaradas que correspondían a comisiones ya acordadas por la adjudicación de contratos con empresas públicas. Una de esas campañas fue la que llevó a la reelección de la ex presidenta Dilma Rousseff en 2014. Pero después de un juicio largo y público que tuvo a su país en vilo, Eike apenas tuvo que cumplir con unos meses de condena antes de que la Corte Suprema ordenara su liberación.
Su carrera como Rey Midas y el gran proyecto –tan carioca– de convertirse en el hombre más rico del mundo, quedaron truncos. Hoy se conforma apenas con ser un influencer de emprendedorismo, un talento que no niegan ni siquiera sus más acérrimos detractores.
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