El hecho, insólito, ocurrió hace justo sesenta años. Para tomar dimensión del asombro y del absurdo, los más jóvenes deberían pensar en Lionel Messi. Imaginen al diez del Inter Miami y la selección argentina, pero en su época en el Barcelona, secuestrado por un grupo guerrillero en algún país sudamericano, mientras el torneo que debía incluirlo se sigue jugando sin él. Increíble, ¿no? Mejor no demos ideas. Se dice que la historia ocurre como tragedia y se repite como comedia; en este caso hablamos de un género difuso, tal vez de una comedia dramática con toques grotescos. El protagonista fue el argentino Alfredo Di Stéfano, estrella de River, Millonarios de Colombia (donde conoció a Ernesto Che Guevara) y, en aquel momento, en Real Madrid, con el que venía de ganar cinco Copas de Europa, desde 1956 hasta 1960.
El dislate comenzó el 24 de agosto de 1963 en el hotel Potomac de Caracas. El plantel del Real Madrid estaba en Venezuela para jugar el Mundialito de Clubes, torneo amistoso pero de gran prestigio, ese año con el Madrid, el Porto, el San Pablo y Millonarios. Poco antes de las seis de la mañana, sonó el teléfono de la habitación 216, donde dormían Di Stéfano y el uruguayo José Santamaría. Desde la recepción, el conserje le avisó al argentino que abajo lo esperaba un grupo de policías. Más aturdido que alarmado, Di Stéfano creyó que era una equivocación, se negó a bajar y cortó. Al rato golpearon la puerta. Al abrir, el futbolista -en aquel entonces el mejor del mundo- se encontró frente a un empleado del hotel y tres hombres que se identificaron como policías. Santamaría opinó que lo mejor era hablar con Agustín Domínguez Muñoz, al frente de la delegación. No hubo tiempo. Los desconocidos se llevaron a la Saeta Rubia.
Te puede interesar: La noche que Cuba no debía reír: la increíble historia del secuestro de Pepe Biondi por la guerrilla de Fidel Castro
Pinturas y ametralladoras
A punta de pistola, el grupo armado obligó a Di Stéfano a subirse a un auto. En viaje con rumbo desconocido, le comunicaron oficialmente que lo secuestraban. Le vendaron los ojos y le pusieron anteojos oscuros; el trayecto, de varias escalas, para despistar al secuestrado, incluyó un departamento, una casa de campo y finalmente un piso en el centro de la ciudad. A una de la tarde, a través de un vocero anónimo, las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN) se atribuyeron ante la prensa el golpe comando. Mientras tanto, los captores le pidieron a Di Stéfano que no entrara en pánico y le aseguraron que no le harían daño, salvo que no cumpliera sus órdenes. El futbolista, ya sin venda cubriendo sus ojos, se vio rodeado de falsos policías con ametralladoras, en un departamento colmado de cuadros. Seguía sin entender lo que ocurría. La noticia de su secuestro, aun en la era analógica, recorría velozmente el planeta.
Las pinturas eran de Paúl del Río, dueño de la casa, artista plástico y líder de los secuestradores. Era uno de los que había estado en el hotel fingiendo ser policía. Nacido en Cuba, era hijo de republicanos españoles anarquistas y se había sumado a la guerrilla latinoamericana en los 60. En Caracas se unió al Partido Comunista Venezolano (PCV) y al Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) Su nombre de guerra era Máximo Canales. La operación de secuestro de Di Stéfano se llamaba Julián Grimau, histórico dirigente comunista español fusilado por el franquismo el 20 de abril de ese año. El objetivo, propagandístico, era doble: protestar contra el gobierno venezolano de Rómulo Bentancourt y contra la dictadura española de Francisco Franco. Nadie pidió rescate por el futbolista.
Balacera, en la cabeza de La Saeta
Di Stéfano no estaba al tanto de las cuestiones políticas y creía que la promesa de no dañarlo era, apenas, la frase que se les dice a los secuestrados en los primeros instantes de cautiverio para que no pierdan la calma. Convencido de que la violencia estaba por desatarse, evaluó tirarse por una ventana. Aunque sus secuestradores no lo hubieran amenazado ni maltratado hasta el momento, temía que llegara la policía (verdadera, si es que había una verdadera y otra falsa) y se desatara una balacera. Para que lo liberaran, explicó que sus padres tenían problemas cardíacos y que la noticia podría matarlos. Del Río le repetía que no iban a herirlo ni matarlo. Pero el astro argentino no iba a calmarse en los casi tres días que duraría su cautiverio.
Al comando de células de MIR, Del Río/Canales venía de dar un golpe impactante: la toma en alta mar, en febrero de ese año, del carguero venezolano Anzoátegui. Y en 1964 iba a conmover a la prensa internacional con el secuestro de Michael Smolen, agregado militar de la Embajada de Estados Unidos en Caracas. Sin embargo, quedaría en la historia como el captor de Di Stéfano, un personaje al que los guerrilleros insurgentes no odiaban; al contrario, intentaban disimular la admiración, el respeto y la simpatía. Di Stéfano era una figura del deporte mundial que había llegado, por ejemplo, a la tapa de la revista “Time”.
Secuestrado VIP
Muchos años después de su secuestro, Di Stéfano contaría en el libro “Gracias, vieja”, de Alfredo Relaño y Enrique Ortego: “A las 15 horas pensé: ‘Alfredo, estás jodido’. A partir de entonces, dejé de sufrir. Mi destino no estaba en mis manos”. Hizo bien. La primera señal positiva fue el catering guerrillero. De entrada le ofrecieron perritos calientes (panchos), sandwiches y pizza, con gaseosa, jugos y cerveza. A continuación, un plato algo sofisticado para cautiverio: paella. Di Stéfano, que no había querido siquiera quitarse los zapatos o cambiarse de ropa, se negó a probarla. Después llegaron los juegos de mesa para matizar la espera (¿espera de qué?, se preguntaba el futbolista): naipes, dominó y ajedrez. Finalmente, más sorpresas: le ofrecieron cigarrillos, habanos y participar de apuestas en carreras de caballos; el turf era una de las aficiones de Di Stéfano.
El 25 de agosto, al día siguiente del secuestro, le permitieron escuchar por radio el partido Real Madrid-Porto, que se jugó con el astro, él, desaparecido, por iniciativa de Santiago Bernabéu, presidente del club español. A través del relato, Di Stéfano se enteró de que, tras su secuestro, la delegación entera se había trasladado a la embajada de España, donde estaba hospedada. Pensó en Sara, su esposa, desesperada en Madrid junto a sus hijos. Ser el mejor jugador del Real no lo ponía, esta vez, en una situación de privilegio; lo ponía más bien en el centro de una pesadilla que, con el tiempo, se revelaría menos dramática que absurda.
Te puede interesar: A 60 años del increíble “secuestro revolucionario” de Fangio en La Habana
Morir como un conejo
Al tercer día, los secuestradores le comunicaron que lo liberarían. Esta parte del plan incluía un cambio de vestuario y pelarlo. Pero La Saeta Rubia les imploró -antes muerto que sencillo- que no lo hicieran. Su argumento fue que le quedaba poco pelo y que, rubión, casi no se distinguía. Le pusieron, entonces, un sombrero. Di Stéfano pidió una pistola, por si tenía que defenderse en alguna balacera. Les dijo: ‘No quiero morir como un conejo’. Los captores, desde luego, no le dieron el arma, y le vendaron los ojos, como tres días antes. A las 2.45 pm del lunes 26 de agosto lo trasladaron hasta la calle Libertador con instrucciones y dinero para que tomara un taxi hasta la embajada española.
Apenas lo liberaron, en plena calle, Di Stéfano hizo un pique corto, sin precalentamiento, y se escondió detrás de un árbol. Temía que le aplicaran la ley de la fuga, que le dispararan por la espalda. Cuando nadie estuvo a la vista, tomó un taxi. Al llegar a la embajada, leyó un cartel que decía: ‘Abierto de 10 am a 2 pm’. Su reloj le indicaba que estaba pasado, que ya habían cerrado. Se prendió del timbre con desesperación; no lo soltó hasta que uno de los encargados del edificio le abrió. Tras la celebración por su regreso sano y salvo, se enteró de que debía jugar al día siguiente, contra el San Pablo: otra decisión de Bernabéu. Después tuvo que hacer un reconocimiento fotográfico de Canales y prestar declaración. No fue todo. Unas horas después, durante la conferencia de prensa para anunciar su liberación, detectó a dos de sus secuestradores mezclados con los periodistas.
Esa noche casi no durmió. “Pasé mucho más miedo que secuestrado. Trabé la puerta de mi habitación con una silla y no dejé pasar siquiera al ruido”. Al día siguiente jugó uno de los peores partidos de su vida y se fue al aeropuerto, donde un policía le guiñó un ojo y le dijo al oído: ‘Gracias, Alfredo, te portaste como un fenómeno’. Apenas despegó, Di Stéfano se tomó una gaseosa tras otra, lo que hacía siempre que sentía ansiedad. En medio de tantas y tantas jornadas de gloria futbolística, aquellos días temibles quedarían grabados en su mente hasta el fin de su vida, el 4 de julio de 2014, a los 88 años.
El loro que murió de frío
Del Río cayó detenido en 1971 y estuvo en prisión hasta 1974, cuando fue liberado por un plan de pacificación impulsado por el gobierno venezolano. Desde entonces, se dedicó de lleno a la pintura y la escultura. Le mandó a Di Stéfano uno de sus cuadros como regalo y hasta estuvo, en 2005, en la premiere mundial de “Real, la película”, documental dirigido por Borja Manso. Esa noche, la del reencuentro, Di Stéfano se negó a darle la mano ante los fotógrafos: quería evitar el show con su secuestro. Del Río, cercano a Hugo Chávez -con el que tuvo controversias-, fue algo así como el artista oficial del régimen bolivariano en Venezuela. El propio Chávez le encargó el diseño en madera del féretro en donde reposan desde 2011 los restos de Simón Bolívar, exhumados en 2010 y reubicados desde 2013 en un nuevo mausoleo. Del Río murió en 2015. Poco antes recordó que el secuestro a Di Stéfano había sido su operación “más sencilla y más famosa, sin muertos ni detenidos”.
Di Stéfano hizo también su aporte histórico, muchos años después del secuestro: “Llegué a perdonar a mi secuestradores: eran altruistas, gente con un ideal -declaró-. No puedo olvidarme; tengo en casa un cuadro firmado por uno de ellos (Del Río/Canales). Me lo regaló para resarcirme del sufrimiento. ¿Síndrome de Estocolmo? No, hasta ahí no llego. Fue todo muy extraño. Antes de volver de Venezuela, la embajadora me regaló un loro que decía chévere y más y más. Al subir al avión pedí el aire acondicionado al máximo, no dejaba de sudar del susto. El loro se enfrió y murió a los cuatro días en Madrid”.
Seguir leyendo: