El 23 de agosto de 2006, en la comisaría de Deutsch Wagram, Austria, la realidad superó -una vez más- a la ficción. Una chica de 18 años, de apariencia saludable, declaró: “Soy Natascha Kampusch, nacida el 17 de febrero de 1988″, y acto seguido contó, con coherencia, una historia que sonaba inverosímil. Era la nena que, ocho años y medio antes, el 2 de marzo de 1998, había desaparecido en el distrito vienés de Donaustadt, camino al colegio, tras haberse subido a la furgoneta blanca de un desconocido cuando tenía 10 años. Su secuestro conmovió al país, hasta que la indignación pública, siempre sobreactuada, fue diluyéndose con la espuma de los días. Ahora Natascha volvía, 3.096 días después, recién fugada del infierno, para narrarlo. Su captor, Wolfgang Priklopil, se suicidaba en ese mismo instante tirándose debajo de un tren. Tenía 44 años.
Sabine Freudenberger, la primera persona que entrevistó a Natascha en la comisaría. le hizo tres preguntas básicas: si el secuestrador la había violado, si había tenido cómplices y cómo se había educado como para explicarse tan bien. “Ella admitió que había tenido relaciones sexuales con él, pero dijo que lo había hecho voluntariamente -explicó Freudenberger, en aquel primer momento-. Y dijo que su captor le daba libros para que los leyera, videos y le permitía escuchar la radio. No tenía datos sobre posibles cómplices”. Después, la policía se comunicó con la madre y el padre de Natascha, Brigitte Simy y Ludwig Koch, divorciados antes del secuestro de su hija -a la vuelta de unas vacaciones con Koch-, e inició los estudios sobre la salud general y ginecológica de la joven. Los investigadores ignoraban, por ejemplo, si había estado embarazada de su captor, lo que quedó descartado.
Ocho años antes, la policía había interrogado a más de 700 dueños de vehículos similares al que se había subido la nena -por entonces de 10 años-, pero la inspección no condujo a nada. Priklopil había sido uno de los interrogados y su camioneta fue requisada, aunque nadie tomó la decisión de allanar su casa, lo que habría salvado de la nena del calvario. Una demostración -más- de que la ineficiencia no es sólo un fenómeno tercermundista. Priklopil, de 36 años, un misógino que había sufrido bullying en el colegio, no tenía antecedentes penales: en 1989 había comenzado a trabajar para una empresa alemana de telecomunicaciones, instalando líneas telefónicas en todo el país; en 1991 fue despedido. Vivía solo y no tenía pareja. “Jamás van a atraparme vivo”, le repetía a su víctima. Kampusch tuvo la última palabra: “Estaba claro que sólo uno de nosotros dos sobreviviría. Al final, fui yo”.
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La víctima, instrucciones de uso
En la casa de Priklopil -cuya personalidad superaba a la de los personajes más revulsivos de sus compatriotas Michael Haneke y Ulrich Seidl-, se encontró un escondite subterráneo, debajo de la cochera, de 2,5 metros de profundidad por 2,78 de largo y 1,81 de ancho. Dentro de la habitación/celda había una cama, unos estantes con libros infantiles y de adultos, una radio y un televisor, entre otros objetos. En esa cueva, en el barrio de Strasshof, afueras de Viena, Natascha había pasado los dos primeros años de cautiverio, sin salir, sin ver el sol. “Solo existía una persona que podía salvarme de la agobiante soledad: la misma que me había impuesto esa soledad”, razonó.
Años después, al tormento del encierro, Priklopil le sumó otras vejaciones. “Cuando cumplí 12 años y entré en la pubertad, su comportamiento cambió drásticamente. Comenzó a tratarme como si fuera sucia y repugnante. Me pateaba y me golpeaba; también me sometió a agresiones sexuales menores como parte de su acoso diario. Fue entonces cuando empezó a llevarme arriba, para hacer las tareas del hogar, como fregar los azulejos de su cocina, que nunca le parecían lo suficientemente limpios. Entonces, llenaba el fregadero, me hundía la cabeza y me apretaba la tráquea hasta que perdía el conocimiento”, narró ella en su libro “3096 días”, editado por Penguin.
Kampusch aclaró que “emocionalmente no sentía nada, como si abandonara mi cuerpo cada vez que él lo golpeaba, como si pudiera desdoblarme y ver a una chica de 12 años a la distancia”. Un día, después de mirarla pensativo durante un rato, Priklopil le dijo: “Qué ridículo que no vinieras con instrucciones de uso”. Natascha contó: “Cuando tenía 14 años, pasé la noche en la superficie por primera vez. Me quedé rígida de miedo en su cama mientras él se acostaba a mi lado y me ataba las muñecas a las suyas con unas esposas de plástico. No me permitió hacer ni un sonido. Cuando sentí su aliento en la nuca, traté de moverme lo menos posible. Mi espalda, que había sido golpeada hasta quedar morada, me dolía tanto que no podía acostarme sobre ella, y las esposas me cortaban la piel. Pero cuando me encadenaba a él en esas noches, que fueron muchas, no se trataba de sexo. El hombre que me golpeó y me encerró en el sótano tenía otra cosa en mente: simplemente quería algo para abrazar”.
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La mente de un sádico
Kampusch aportó más datos, tan oscuros como reveladores, que los profesionales de la salud mental y los guionistas de las grandes plataformas deberían tener en cuenta: “A los 15 años, yo pasaba mucho más tiempo arriba durante el día. Pero la paranoia de mi secuestrador hizo que no se relajara nunca. Me obligó a pararme y caminar a la misma distancia de él: un metro, ni más ni menos, de lo contrario dijo que explotaría. Si yo lloraba, amenazaba con dejarme en el calabozo en total oscuridad. Cada vez que mencionaba a mis padres, se enfurecía. ‘Soy tu familia. Ahora soy tu todo.Ya no tienes pasado. Yo te he creado’, repetía. Esperaba que yo asumiera el papel de la mujer sumisa que accede a todo. Según me di cuenta, su imagen de familia ideal estaba tomada de la década de los años 50: quería una mujercita trabajadora que siempre tuviera la cena lista a tiempo, que no contestara y que hiciera las tareas del hogar a la perfección”.
“’Soy tu rey y tú eres mi esclava. Siempre quise tener una esclava’, me explicaba. Hablaba a menudo y con admiración de Hitler. Decía: ‘Tenía razón al gasear a los judíos’. Una vez, me dijo que era uno de esos malvados dioses egipcios de la serie de televisión de ciencia ficción “Stargate”, que busca a hombres jóvenes como cuerpos anfitriones. Sospecho que realmente lo creía”, declaró Natascha. Otras de las obsesiones de Priklopil era la apariencia de la chica, cuyo cuerpo iba cambiando por la edad. La obligaba a rutinas que terminaron por darle el aspecto de una detenida de un campo de exterminio. “Solo mirate: eres gorda y fea”, la mortificó cuando tenía 12 años. Tiempo después, empezó a pelarla con una navaja y privarla de la alimentación, hasta que quedó escuálida.
Trabajos sin bombacha
A partir de que ella cumplió 15 años, la obligó a hacer las tareas domésticas semidesnuda, sin bombacha. Su teoría era que Natascha no intentaría escapar sin ropa, calva, con las costillas marcadas. Los trabajos forzados fueron cada vez más exigentes; los castigos, más extremos. Llegó a golpearla 200 veces en un día. Una tarde, para sorpresa de ella, le hizo cosquillas y le levantó las comisuras de los labios. Después, tal vez hablando para sí mismo, le dio la orden más delirante: “Volvé a ser normal. Lamento todo. ¿Qué puedo hacer para que vuelvas a ser normal?” Natascha, al borde la locura, pidió helados y pastillas de goma. Alguna vez llegó a golpearlo y recibió una golpiza feroz. Tres veces intentó suicidarse. Una mañana se colgó del cuello con una prendas que había atado para ahorcarse; otra, se clavó una aguja en las venas. Su captor la culpó, en cada uno de esos casos, de querer abandonarlo.
Hasta que, tras siete años de cautiverio, en los que ella se mantuvo informada acerca del mundo exterior -incluso escuchó hablar sobre su desaparición en un programa de radio- , Priklopil la llevó a dar un paseo en auto. A Natascha, el paisaje natural le parecía irreal, mucho más irreal que su prisión de pesadilla. Priklopil se detuvo en un bosque y le permitió bajarse del auto: ella sólo atinó a arrodillarse sobre agujas de pino y apoyar la frente contra el tronco. No ocurrió mucho más. Al volver, Natascha se sintió más triste que nunca. Y sin embargo, una luz de esperanza se abría: su secuestrador se estaba confiando. Poco después, la llevó a una pista de ski, donde a Natascha los demás le parecieron extraños, robóticos, como muñecos a cuerda. De alguna manera había naturalizado sus ocho años de brutal cautiverio.
Al margen del terror a escapar, Natascha sentía que Priklopil dependía tanto de ella como ella de él. Entre otras conductas esquizofrénicas, su secuestrador alternaba castigos con intentos por educarla. Hasta le festejó algunos cumpleaños. En cuanto a él, no mantenía contacto con mujeres ni hombres y vivía de la herencia del padre. “Durante muchos, muchos años, solo tuve a una persona cerca, y de ella dependía mi supervivencia. Es imposible borrar de tu memoria a alguien con quien has pasado ocho años y medio de tu vida”, declaró ella, tras haber recuperado -no sin traumas, obvio- la libertad. Los psiquiatras y psicólogos analizaron la posibilidad de que sufriera Síndrome de Estocolmo, pero ella se refería a su captor como “un criminal y una mala persona”. El 23 de agosto de 2006, mientras limpiaba el auto de él -un BMW 850i rojo- en el jardín de la casa, Natascha logró escaparse: corrió y corrió, hasta que se refugió en una casa de Strasshof, cuya dueña era una mujer de 71 años que le avisó a la policía. Priklopil la buscó desesperado a bordo de su auto. Ante la evidencia de que Natascha lo denunciaría, se mató tirándose a las vías del ferrocarril.
El afuera tan temido
La aparición de Kampusch provocó un tsunami periodístico con su correspondiente miserabilidad, a la que se sumaron haters de las redes antisociales: un castigo suplementario para la víctima. La Justicia le cedió la propiedad de la casa en donde había estado secuestrada y ella no la vendió bajo el argumento de que no quería que alguien la explotara como una especie de parque de diversiones del horror. Le sugirieron, además, que se cambiara la identidad. Respondió: “Me enfrenté a toda la basura psíquica y a las oscuras fantasías de Priklopil, no me dejé vencer. Pero algunos quieren ver en mí a alguien derrotado, a una persona rota que nunca más va a levantar cabeza, que siempre va a depender de la ayuda de los demás. Me niego a llevar ese estigma el resto de mi vida”.
Con desconfianza lógica -y fundamentada- hacia el resto del mundo, intentó retomar los vínculos con su familia, entablar amistades (“No es fácil, no tengo cimientos sobre el que construir, no he socializado con gente de mi edad”), terminar el colegio (lo hizo), viajar y aprender idiomas. Además probó distintas actividades: estudió joyería, tuvo un programa televisivo de entrevistas y escribió libros autobiográficos, como “3.096 días” y “Diez años de libertad”, en el que narró lo que sintió al visitar la tumba de su secuestrador. El aislamiento de años había sido terrible; la sobreexposición posterior, salvando las distancias, también. Mucha gente la reconfortó; otra, también mucha, la atacó bajo la suposición de que estaba lucrando con su historia. Como si fuera poco, se sucedieron las teorías conspirativas en torno de una red pedófila y, sobre todo, se la puso ante del batallón de fusilamiento de desconfiados que hablaron de “victimización”. Sobre este tipo de prejuicios no hace falta escribir/leer mucho: basta con salir a la calle o entrar a leer comentarios en las redes, dos actividades que Natascha tuvo vedadas durante su largo secuestro.
Epílogo inquietante
Otros de los efectos nocivos de la sobreexposición pública fue la atracción que causó en desequilibrados mentales. “Muchos locos con intenciones malsanas me escribían contenido inapropiado. Describían cosas que me querían hacer. Al final, mi madre consiguió una orden de alejamiento de uno de ellos. Por otra parte, se empezó a hablar públicamente de mi vida privada a través del periodismo sensacionalista. Se rumoreó varias veces que había encontrado mi primer amor. Nada de eso es cierto, y me complica ir a cualquier sitio con un hombre. Por el momento, las relaciones sentimentales no son importantes para mí”, declaró en 2017. En aquel entonces hacía terapia tres veces por semana y había sido diagnosticada con trastorno de estrés postraumático.
Amante del cine y la música -aprendió inglés escuchando música pop por la radio en su cuarto/celda-, Kampusch mostró también su perfil filantrópico: fundó un hospital infantil en Sri Lanka y trabajó con refugiados, entre otras ayudas sociales que prestó. Su experiencia pasada, aterradora, había expuesto -otra vez- que la inteligencia humana tiene un límite pero la maldad, la crueldad y la locura no. Cuando recuerda el martirio al que la sometió Priklopil y aquella casa del horror, repite que en aquel entonces prefería estar en el calabozo subterráneo que en la superficie con su captor. Entre otras heridas, Natascha cargaba con trastornos alimentarios. “Creo que está vinculado con que él me privaba de la comida. Engordé mucho, y este es un gran problema, más incluso que los mentales”, aseguró.
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