Cuando a 720 metros bajo tierra, encerrados en la mina San José, en Atacama, los 33 mineros escucharon el ruido de una perforadora y luego vieron emerger de la piedra la cabeza del trépano, el almanaque estaba clavado en el 22 de agosto de 2010 y llevaban 17 días atrapados por el derrumbe de un bloque de piedra de 180 metros de alto que pesa siete millones de kilos.
Uno de ellos empuñó un martillo y golpeó la punta que asomaba. Fueron golpes rítmicos, humanos, para que quienes los escucharan supieran que eran ellos, que los habían localizado. Inmediatamente después, otro de los mineros escribió una frase con un lápiz rojo sobre un papel blanco y lo colocó en una de las barras de la sonda. Decía: “Estamos bien en el refugio, los 33″.
Así se supo arriba que estaban vivos y así también ellos supieron que todavía los buscaban. Estaban débiles porque habían comido poco y nada, racionando alimentos que solo alcanzaban para dos días, pero aun tenían esperanzas.
No sabían que si todavía los estaban buscando se debía a la presión popular. Allí, aislados bajo las piedras, no se habían enterado de que el presidente de su país, Chile, Sebastián Piñera, pretendió darlos por muertos el 7 de agosto, apenas dos días después del derrumbe, para no gastar recursos en una tarea que consideraba inútil. Entonces quiso suspender la operación de rescate y ordenó levantar una cruz que los recordara. La reacción de los familiares y de la opinión pública lo obligaron a dar marcha atrás.
Cuando ese 22 de agosto se supo que estaban vivos, Piñera intentó una defensa que provocó otra ola de indignación: “¿Qué tal si no los encontrábamos en 17 días, en 20 días, en un mes, en dos meses? ¿Qué tal si los encontrábamos y estaban todos muertos?”. Así de fácil.
Nadie les dijo tampoco que pocas horas después de que los hubiesen localizado, uno de los propietarios de la mina en la que estaban atrapados, Alejandro Bohn, en lugar de alegrarse se apresuró a decir a un periodista de El Diario de Cooperativa que era “difícil” que la compañía pudiera pagarle los sueldos. Así de fácil también.
Nada de eso sabían y no imaginaron que, si bien los habían encontrado, todavía les esperaba un encierro de otros 52 días, comunicados con el exterior a través de un hueco de apenas 12 centímetros de diámetro, lo que llevaría la suma a un total de 69 días enterrados desde el derrumbe ocurrido el jueves 5 de agosto.
El derrumbe
Ese día, a las dos y media de la tarde, escucharon un estruendo seguido de una onda expansiva. En ese momento, eran 34 hombres debajo de la superficie, pero uno de ellos, Raúl Villegas, iba subiendo al volante de un camión y alcanzó a llegar a la boca de la mina.
Los otros 33 quedaron atrapados por el derrumbe provocado por un bloque de diorita de la altura de un rascacielos que se desprendió de la montaña y cayó atravesando los distintos niveles de la mina.
Afuera, el director de la mina, Carlos Pinilla, escucha el estruendo pero no se preocupa, piensa que es otra de las explosiones programadas dentro del socavón. Recién reacciona cuando suena el teléfono y alguien le dice: “¡Salga y mire la bocamina!”. Lo que ve lo espanta: es una nube de polvo que se le figura apocalíptica, más todavía por los crujidos que surgen de las entrañas de la tierra y no cesan.
Abajo, una vez superados el espanto y la sorpresa, los mineros ven que la rampa que lleva a la salida está bloqueada por una verdadera pared de piedra. Uno de ellos, Luis Urzúa, murmura una frase desesperada: “Parece la losa del sepulcro de Jesús”. Otro es mucho más prosaico: “La hemos cagado”, dice.
Poco después la noticia del derrumbe llegaría al pueblo y los familiares de los trabajadores de la mina comenzarían a congregarse en el lugar con una demanda única: “¡Rescátenlos!”.
El inicio de los trabajos de rescate demoró ocho horas. El primer intento fue llegar hasta la chimenea de ventilación de la mina, para que los mineros subieran hasta allí por una escalera de emergencia. No pudieron porque la empresa había dejado sin instalar un tramo.
De todos modos, se podía intentar a través de ese hueco por otros medios, pero esa posibilidad se esfumó la tarde del sábado 7, cuando un nuevo derrumbe cortó el acceso a la ventana de ventilación.
A partir de ese momento, para las autoridades de la mina y el presidente Sebastián Piñera, los 33 mineros estaban muertos. El mandatario ordenó detener las tareas de rescate y desató la ira de los familiares y del pueblo chileno.
Sobrevivir con casi nada
Para entonces, los hombres atrapados en el interior de la mina se habían dado cuenta de que demorarían en rescatarlos y decidieron racionar la poca comida que tenían.
Después del derrumbe, sin pensarlo, prácticamente saquearon el armario donde se guardaban los refrigerios: galletitas dulces y saladas, latas de atún, algunas botellas de agua. Eran alimentos para 48 horas y casi acabaron con todo.
El mediodía del sábado, el capataz Mario Sepúlveda ordenó el reparto de la comida. Tomó 33 vasos y puso una cucharadita de atún en cada uno de ellos antes de agregarles agua para fabricar una suerte de sopa. Para acompañar, le dio dos galletitas a cada minero.
“Es delicioso, buen provecho, que les dure”, les dijo. Con esas trescientas calorías, si quieren sobrevivir, debían aguantar hasta el día siguiente. En cuanto al agua, las botellas se acabaron pronto y empezaron a tomar la que encontraron en los sistemas de refrigeración de las máquinas. Estaba mezclada con aceite, pero era lo único disponible y también debieron racionarla.
Así sobrevivieron los 17 días siguientes. Para el 22 de agosto, muchos apenas si podían incorporarse, otros tenían temblores constantes y el desánimo era general.
El capataz Sepúlveda era uno de los que se mantenían más o menos enteros y trataba de dar ánimo, a veces con métodos que rozaban lo violento. Cuando vio que uno de sus compañeros, Claudio Yáñez, llevaba horas tirado en el piso, casi sin moverse, débil y entregado a lo que creía que era una muerte segura, caminó hasta él y lo amenazó.: “¡Eh, conchatumadre, levántate, porque si sigues tirado ahí te morirás y te comeremos!”. Le gritó.
El grito, que retumbó por todo el interior de la mina, no suena a chiste. Hace días que no tienen nada para comer.
La mayoría ya se había resignado a morir y fue entonces cuando escucharon el ruido del trépano y vieron emerger la punta metálica rompiendo la roca.
Uno de ellos, Carlos Mamani, se arrodilló frente al tubo metálico y rezó. “Sentí como si una mano hubiera atravesado la piedra y llegado hasta nosotros”, contará.
“¡Están vivos todos los huevones!”
Después del intento de suspender las operaciones de rescate y retroceder presionado por las protestas de los familiares, apoyadas por la opinión pública, el presidente Piñera había ordenado que se reanudaran, esta vez bajo la dirección del ingeniero André Sougarret y la coordinación del ministro de Minería, Laurence Golborne, utilizando maquinaria pesada de perforación.
El 22 de agosto, cuando escucharon los golpes rítmicos que transmitía el tuvo de perforación, los rescatistas fueron recuperando el trépano, tramo a tramo, en el último, después de lavarlo con agua, encontraron una marca roja.
-¿Eso estaba allí? – preguntó uno.
-¡No! – contestó el que operaba la maquinaria.
Revisaron más a fondo y encontraron varios papeles embarrados. Uno de ellos tenía escrito en rojo: “Estamos bien en el refugio, los 33″. Otro decía: “El trépano abrió brecha en el nivel 94″.
Se los dieron al ministro Golborne para que los leyera. “¡Están vivos todos los huevones!”, gritó y desató una explosión de vivas y aplausos.
52 días más
A partir de ese momento, empezaron a pasarles agua y alimentos por un agujero de 12 centímetros de diámetro. También medias elásticas, para facilitar la circulación de las piernas. Esto último provocó una pequeña rebelión. Las únicas disponibles eran color rosa, y varios de los mineros se negaron a ponérselas, pidiendo que les dieran medias de otro color. El médico Andrés Llarena zanjó la cuestión: “¡Pónganselas!”, les ordenó.
El racionamiento de la comida que les hicieron llegar también fue fundamental. Los médicos tenían claro que darles alimentos de golpe podía ser fatal, sus organismos, luego de un largo ayuno, seguramente no tenían los fosfatos ni el potasio suficientes para procesar los carbohidratos.
Pidieron asesoramiento a la NASA, desde donde les recomendaron que procedieran con “mucha frugalidad y lentitud”. Por eso, pese a las protestas de los hombres encerrados, los dos primeros días solo les hicieron llegar una bebida energética rica en potasio, fosfatos y vitamina B, con un valor de 500 calorías.
También decidieron darles una mala noticia, para no generar falsas expectativas: “No vamos a poder rescatarlos antes de Navidad”.
Por esos días, otro de los mineros, Víctor Segovia, escribió en su diario, escrito en uno de los cuadernos que le hicieron llegar: “Los ánimos están muy bajos. Antes de que llegara la ayuda había paz. Ahora, en vez de estar más unidos, no hacemos más que pelearnos y discutir… Ahora sé cómo se siente un animal en cautiverio, siempre dependiendo de una mano humana que lo alimenten”.
Poco a poco, las condiciones de encierro se hicieron más tolerables. El agujero se agrandó, pudieron comer sin estar racionados, lograron comunicarse con sus familias mediante una línea telefónica e incluso les hicieron llegar un cable de fibra óptica para que lo conectaran con una pequeña pantalla y ver los partidos de la selección chilena.
Se emocionaron cuando el equipo salió a la cancha con una camiseta que decía “Fuerza mineros”.
El rescate
El rescate llegó más de dos meses antes que lo calculado inicialmente. Para lograrlo, los rescatistas trabajaron sin descanso.
Luego de 33 días de perforaciones, una máquina perforadora Schramm T130 consiguió romper fondo y llegar al refugio y en las jornadas siguientes se “encamisó” el túnel a través del cual se sacaría a los hombres utilizando una cápsula con capacidad para una persona ideada por el ingeniero Alejandro Poblete Villablanca. La llamaron “Fénix”, como el ave que resurge de sus cenizas.
Yoni Barrios, el primero de los mineros rescatados, vio la luz -no del día sino de los reflectores instalados en la superficie- a las 0:10 del 13 de octubre. De allí en más, los demás fueron saliendo uno por uno, separados por lapsos de alrededor de una hora.
Afuera se había montado un operativo monumental para transmitir el espectáculo, con cámaras de televisión que transmitieron minuto a minuto, vía satélite, el suceso. Se calcula que fue uno de los acontecimientos mediáticos con mayor cobertura de la historia, con alrededor de 1.300 millones de espectadores que lo siguieron en vivo y en directo.
Hoy sigue siendo el mayor rescate exitoso de la historia de la minería mundial, sin que se lamentara un solo muerto.
Estafas, sueños y pesadillas
Mientras estuvieron atrapados en el fondo de la mina San José, los mineros recibieron todo tipo de promesas: desde pensiones vitalicias hasta viajes con sus familias a los complejos turísticos más sofisticados del planeta, pero una vez en la superficie, todas esas promesas quedaron en la nada.
No fue la única frustración que debieron vivir. Se escribieron libros y se hicieron documentales y películas de ficción con la tragedia que debieron vivir sin que recibieran nada a cambio.
“Nos ofrecieron grandes proyectos, pero esas cosas se hacen con abogados, uno solo no puede hacer nada, no tiene las facultades, y eso nos llevó a ser engañados, a quedar con las manos vacías. A diez años seguimos tratando de recuperar nuestra dignidad, nuestros derechos”, se quejó en 2020 uno de ellos, Luis Urzúa.
Los mineros cedieron sus derechos a los abogados Remberto Valdés y Fernando García, que negociaron los contratos para la realización de la película y de un libro y, finalmente, se quedaron con los derechos de la historia.
Recibidos como héroes, muchos de ellos se transformaron pronto en parias, porque ninguna otra empresa minera queso contratarlos por temor a que promovieran mayores exigencias en materia de seguridad.
“Los dueños o los gerentes de las empresas piensan que nosotros, los 33, vamos a ser una molestia, una pulga en la oreja por el tema de la seguridad, porque si no se cumplen las medidas, tenemos llegada con los medios de comunicación, con las autoridades… entonces eso nos juega en contra”, explicó al cumplirse diez años del rescate Omar Reygadas, que nunca volvió a bajar a una mina y trabaja como transportista.
Las secuelas psíquicas también los han dejado marcados para toda la vida. Luis Sepúlveda describió en una entrevista con la BBC sus sufrimientos, que son similares a los que aún hoy padecen sus compañeros.
“Despierto. Duermo poco. A veces me veo en la mina, tirado en el lugar donde estaba. Eso te pone mal. A veces me da miedo ir a acostarme, siento que no voy a despertar más”, contó.
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