Es una tarde de agosto, la hora de la siesta, Jésica saluda y habla bajito. Está sentada en el sillón de su casa, se la ve tranquila, y susurra porque desparramado entre un almohadón y su falda duerme Noah, su hijo, que está a punto de cumplir dos años. Hace dos años, sin embargo, Jésica no estaba así de tranquila.
Era agosto también cuando la llevaron de urgencia en ambulancia al sanatorio en el que iba a vivir la escena más dramática de su vida: el momento en el que ella, embarazada de siete meses y temblando del miedo, miró al médico a los ojos y le dijo la frase que ahora repite a Infobae:
—Doctor, salven a mi hijo, aunque yo me muera.
Lo que sigue es la historia de un niño al que tuvieron que hacer nacer para salvarlo, no sólo a él sino también a su mamá. Un bebé que llegó a pesar 830 gramos y que pasó los primeros 141 días de su vida oscilando entre la vida y la muerte. Mañana es el Día de la Niñez, y esta es la historia de un pequeño sobreviviente.
La emergencia
Jésica Reto y Juanjo, su pareja, llevaban ocho años juntos cuando decidieron buscar el embarazo. Habían formado una familia ensamblada junto a las dos hijas de él, y ahora que habían terminado de construir su casa parecía un buen momento para que ella también pudiera ser madre.
A diferencia de muchas parejas que tardan años en lograrlo y que en el camino pierden hasta la alegría, Jésica quedó embarazada rápidamente.
“Todo venía normal”, dice ella, y hace una media sonrisa irónica. Es que algo muy fuera de la idea de “lo normal” estaba por pasar.
La obstetra que controlaba su embarazo renunció cuando Jésica iba por el cuarto mes de gestación, por lo que tuvo que salir a buscar a otro médico. “Menos mal”, interrumpe Pury Graiño, la mamá de Jésica, y se suma a la entrevista. ¿Menos mal por qué?
“Porque el obstetra que encontramos fue el que le salvó la vida”.
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Jésica había tenido presión alta en la adolescencia, incluso la habían medicado. Tenía antecedentes (su papá y su abuelo eran hipertensos), “así que cuando el nuevo médico me hace todas las preguntas de rutina y escucha mis respuestas, levanta la mirada y me dice ‘¿cómo que no te medicaron?’”.
Si no se trata, la preeclampsia puede generar complicaciones graves, incluso mortales, tanto para la madre como para el bebé. Así que le hizo la orden, le pidió que hiciera reposo, que se controlara la presión y fue claro: “Si algún día la presión más baja llega a 10 te vas directo a la guardia”.
No pasó nada durante el quinto mes de gestación, tampoco durante el sexto. Hasta que un día, cuando recién había llegado a la semana 29 (un embarazo a término llega al menos a las 40 semanas), Jésica se tomó la presión. La baja estaba en 10.
“Me llamaron y la fui a buscar de raje”, dice Pury, la madre. “Ella no tenía síntomas, se sentía bien, y era plena pandemia, ir embarazada a una guardia parecía una locura. Así que me puteó, me dijo de todo, pero la convencí. Cuando llegó a la clínica ya no la dejaron salir”.
Era un embarazo de riesgo, así que la internaron para tratar de bajarle la presión. Jésica lloraba de miedo, embarazada y sola, porque el Covid todavía tenía las visitas restringidas.
“Dos días después -sigue Pury- el médico nos citó a mí y al marido de Jesy y nos dijo bien claro: ‘A pesar de toda la medicación que le dimos, no está bien. Yo voy por ella, no voy por la criatura’”.
El riesgo de estar embarazada con preeclampsia era enorme. Uno era que tuviera eclampsia, es decir, convulsiones, o que terminara en coma. “La preeclampsia puede dañar los riñones, el hígado, los pulmones, el corazón o los ojos, y causar un accidente cerebrovascular u otra lesión cerebral”, explican en la web de la prestigiosa Mayo Clinic, considerada la mejor del mundo.
Era lunes y jugaron la última carta. No funcionó. El martes el médico le dijo a Jésica “lo tenemos que hacer nacer ya”. Se suponía que faltaban dos meses para el parto así que Jésica se desesperó.
“Me dijo ‘corremos riesgo de que te agarren convulsiones en pleno parto, que te nos vayas, vos o la criatura. Tu vida está en riesgo, mi prioridad sos vos’”, cuenta ella. Fue atravesada por esa amenaza de derrumbe que le respondió: “Doctor, salven a mi hijo, aunque yo me muera”.
La madre y el marido de Jésica esperaban afuera, con doble barbijo y pánico hasta de contenerse con un abrazo. Así se enteraron de lo que Jésica acababa de pedir. Tenía 33 años, era mayor de edad, y aunque ahora parezca absurdo, tenía derecho a pedir lo que quisiera.
“Fue muy fuerte, lo peor es que era primeriza y adentro estaba sola”, recuerda Pury, y suspira. “Me acuerdo de la incertidumbre que sentí...no saber si tu hija está bien o no, si tu nieto nació vivo o se murió”.
Nacer
Noah nació el 24 de agosto de 2021 y fue directo a la neo. Pesaba 950 gramos, sus pulmones no habían terminado de madurar así que Jésica no pudo verlo. Al día siguiente bajó de peso. Cuando entró a conocerlo pesaba 830 gramos.
“Nadie decía ‘el bebé va a estar bien’, todo era un minuto a minuto”, dice Pury, que acababa de convertirse en abuela en esas circunstancias. La pandemia había tensado todavía más la situación, “no sabíamos qué era verdad y qué era mentira”. Después de unos días a Jésica le dieron el alta. “Nunca me voy a olvidar de la imagen de mi hija saliendo del sanatorio con los brazos vacíos”, sigue.
Pensaron que había logrado esquivar la eclampsia, pero no. Dos semanas después del nacimiento de Noah, Jésica se cayó de la cama y se golpeó la boca contra la mesita de luz. En el suelo y con la remera manchada de sangre, empezó a convulsionar.
Esperaron a la ambulancia pero como el sistema de salud ya estaba al límite decidieron cargarla en un auto y llevarla al sanatorio. Terminó internada en terapia intensiva, sin poder ir a ver a su hijo que peleaba en la neo por sobrevivir.
“Cuando pude verla en terapia -sigue su mamá- lo único que Jesy me pidió es que me ocupara del nene, que fuera a verlo, que preguntara cómo estaba. Y así conocí a mi nieto, así fue el impacto de conocer a mi nieto”.
Pury entró a la neo, le agarró la manito a Noah con dos dedos y le dijo: “Hola bebé, soy la abuela. Tu mamá está acá al lado, te está esperando, tenés que salir adelante. Dale flaquito, yo estoy con vos”.
En la neo empezaron a darle los partes médicos a la abuela, que de ahí se iba a la Terapia Intensiva, tocaba el timbre y le dictaba la información a quien le abriera para que se la transmitiera a Jésica. Ahora la abuela era el hilo que sostenía todo el linaje familiar.
“La conexión entre nosotros nació en ese momento, hoy la seguimos teniendo”, dice Pury emocionada. Dice la hija: “Sé que mi mamá movió cielo y tierra para que la dejaran estar con él. Se lo voy a agradecer toda mi vida”.
A Jésica le dieron el alta unos días después, pero Noah permaneció 141 días internado. Durante esos cuatro meses y medio tuvieron que llevarlo a un quirófano para pasarle una vía por el cuello: tres horas sin saber qué estaba pasando y en las que pensó que su hijo podía no soportar la anestesia.
Pero lo peor ocurrió en octubre, cuando hacía casi dos meses que estaba en cuidados intensivos. “Fui al horario de visita al que sólo podíamos entrar las madres. Tocamos el timbre pero nos dijeron que nadie podía entrar. No sabíamos qué había pasado y de repente me llamaron aparte a mí. Imaginate, cuando dijeron mi nombre se me vino el mundo abajo”.
Una enfermera se acercó y le dijo: “El doctor quiere hablar con vos”.
“El médico se acercó y me dijo: ‘Tuvo tres paros respiratorios. ¿Te soy sincero? No sé cómo está vivo’”.
Los estudios mostraron que el bebé tenía neumonía. Habían encontrado también un pequeño trombo en una de las aurículas del corazón. Lo sedaron para que no se quitara la máscara, así que Jésica ya no podía ni intentar darle la teta.
“¿Qué sentía yo? Que no daba más. Me vi muchas veces sin él, muchas veces pensé que se moría. Todos los que hasta ese momento me daban esperanzas ya no sabían qué decir, incluso mi marido”, dice ella.
“Noah estaba sedado, parecía que no estaba vivo, a veces yo no sabía para qué iba a verlo. Me hacía esas preguntas todo el tiempo ‘¿puede un bebé salir de esto?’”.
La respuesta era “sí, puede”.
A comienzos de 2022 Noah ya estaba tan bien que lo pasaron a una cuna. Dos semanas después le dieron el alta. Recién ahí, cuando ya tenía cuatro meses y medio, sus hermanas pudieron conocerlo y tocarlo por primera vez.
De todas las secuelas que podrían haberle quedado de la prematurez -desde ceguera hasta parálisis cerebral, entre otras- Noah no tuvo ninguna.
“Fue tanto que a veces siento que no es real”, se despide Jésica. “¿Te soy sincera? Ahora miro para abajo y lo veo acá durmiendo y no puedo creer que lo tengo acá conmigo”.
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