Lo encontraron el 18 de agosto de 1992, hace treinta y un años, metido en su bolsa de dormir, en el interior de un micro de los años 40, deteriorado y abandonado en una zona inhóspita de Alaska. Pesaba treinta kilos y estaba muerto desde al menos dos semanas. Una bolsa de huesos. En la puerta del micro desvencijado había una nota: “S.O.S., necesito que me ayuden. Estoy herido, moribundo y demasiado débil para salir de aquí a pie. Estoy completamente solo. No es una broma. Por Dios, le pido que se quede para salvarme. He salido a recoger bayas y volveré esta noche. Gracias. Chris McCandless. ¿Agosto?” Era agosto, el 12. El chico, tenía veinticuatro años, había perdido ya la noción del tiempo. Ese día, también escribió las que fueron sus últimas palabras en su diario de viaje. Arrancó la última página del libro Educación de un hombre errante, las memorias de Louis L’AMour que era un autor de novelitas del Oeste, y en el dorso escribió con extraña lucidez ante su muerte inminente: “He tenido una vida feliz y doy gracias al Señor. Adiós, bendiciones a todos”.
La causa oficial de la muerte de Chris McCandless revelada por la autopsia fue inanición. Murió de hambre, que es una de las más horribles muertes que puedan imaginarse: el cuerpo se devora a sí mismo, la piel se torna acartonada, se reseca como una hoja en otoño; antes del letargo, antes de que sea imposible distinguir ya el día de la noche, se padecen fuertes dolores intestinales y una devastadora debilidad; todas las fuerzas abandonan al ser humano ya incapaz de desabotonarse la ropa, de ponerse de pie, de limpiar el líquido viscoso que brota de la nariz, de la boca, de los ojos. Después se pierde la voluntad; luego la conciencia; por fin, la vida.
Eso le ocurrió a McCandless, un chico que había sido atleta, héroe deportivo de la secundaria, estudiante brillante, dueño de un futuro acaso luminoso que, sin embargo, un día dejó todo de lado y se convirtió en un ermitaño idealista que renegó de la sociedad que lo había formado. Mucho antes de que McCandless naciera, en marzo de 1845, el líder religioso americano Ellery Channing, un hombre que luchó contra la esclavitud y fue autor de una doctrina que basaba en la libertad toda espiritualidad auténtica, le dio un consejo al escritor, poeta y filósofo Henry David Thoreau, un estudioso de la naturaleza y su relación con la condición humana. Le dijo: “Vete. Construye una cabaña y empieza el gran proceso de devorarte a ti mismo: no veo otra alternativa para ti, ni otra esperanza”. Eso hizo Thoreau: el 4 de julio de 1845 se mudó a una pequeña cabaña que había construido en tierras de otro gran poeta, Ralph Emerson y vivió dos años. Escribió luego: “Fui a los bosques porque quería vivir solo, deliberadamente, para afrontar los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que tenía que enseñar y no descubrir, a la hora de la muerte, que no había vivido”. La historia, que parece anacrónica, no lo es: Thoreau fue el gran inspirador de la vida de Chris McCandless. Al menos, de la segunda parte de su vida breve.
La primera parte había empezado el 12 de febrero de 1968 en El Segundo, California. Chris era hijo de Walt McCandless, un especialista de la NASA en el equipamiento del sistema de radares para los transbordadores espaciales, todavía en embrión. Su madre, Wilhelmina “Billie” Johnson era la secretaria del especialista de la NASA y, más tarde, su socia en la exitosa compañía consultora de proyectos de alta tecnología. La pareja tenía otra hija, Carine, a la que Chris estuvo siempre muy unido. La infancia de Chris McCandless no fue fácil porque aquella familia feliz ocultaba un secreto, sucede en las mejores familias: los padres discutían a menudo, casi siempre frente a los hijos, llegaron a plantearse el divorcio y pusieron a los hijos en la alternativa de elegir con quién querían vivir.
Chris supo algo más a través de un amigo de la familia, algo que lo dejó devastado: su padre había tenido hijos con otra mujer antes de conocer a Wilhelmina y, además, seguía casado con aquella mujer. La historia hirió profundo a Chris. Sus profesores en la secundaria W.T. Woodson notaron siempre en él una fuerte voluntad que combinaba siempre con una gran resistencia física. Se destacó en atletismo. Fue capitán del equipo de velocistas a quienes instaba a correr “contra todas las fuerzas de la oscuridad, contra todo mal en el mundo, contra todo el odio”. Para el chico McCandless el atletismo no era un deporte, era un ejercicio espiritual.
Egresó de la secundaria en 1986 y entró en la Universidad de Emory para especializarse en Historia y Antropología. Fue un estudiante brillante, con un coeficiente superior a la media, que evidenció desde los primeros años cierto rechazo a la sociedad norteamericana que lo cobijaba, a su “materialismo vacío”, a sus honores dudosos. En su primer año en Emory le ofrecieron ser parte de una prestigiosa fraternidad local, Phi Beta Kappa, distinción que rechazó con una sentencia rigurosa: “Los honores y los títulos son irrelevantes”. Ya estaba influenciado por Thoreau, por las historias de Jack London, por las lecturas de las grandes novelas de León Tolstoi, de Fedor Dostoievsky, de Nikolái Gogol y de Boris Pasternak. Thoreau había impulsado en su época un movimiento nuevo, extremo, pacífico y no resignado que sostenía que el estado espiritual ideal se alcanzaba a través de la intuición personal más que gracias a una doctrina política o religiosa. Sus textos pegaron fuerte en la personalidad de Tolstoi que los había enviado a Mahatma Gandhi, en la India. Ambos estaban fascinados, y conmovidos, por la “desobediencia civil” que pregonaba Thoreau.
Esa desobediencia civil tenía una historia que, además de Tolstoi y de Gandhi, fue devorada por Chris McCandless porque contenía el espíritu de una rebeldía romántica, pura e inconmovible. Entre el 24 y el 25 de julio de 1846, Thoreau se había topado con el recaudador de impuestos local que le había exigido, como era su deber, el pago de seis años de impuestos atrasados. Thoreau se negó porque, entre otras cosas, estaba en contra de la esclavitud todavía en vigencia, y en contra de la guerra de su país contra México, que terminaría con la incorporación a Estados Unidos de más de la mitad del territorio mexicano. Fue a parar a la cárcel y liberado al día siguiente, bajo su protesta, porque un familiar, probablemente su tía, cortó por lo sano y pagó los impuestos adeudados. La experiencia marcó muy hondo al escritor que la sintetizó en una frase de aplastante rebeldía: “Ante un gobierno que encarcela injustamente a cualquiera, el hogar de un hombre honrado es la cárcel”.
En 1848 Thoreau dio una serie de conferencias sobre la desobediencia civil que lo encajonó en la personalidad de un individualismo ascético y virtuoso, un tanto extremo también: “Cualquier hombre que tenga más razón que sus prójimos, ya constituye una mayoría de uno”. Su idea, que expresaba que un gobierno no debe tener más poder que el que los ciudadanos estén dispuestos a cederle, lo llevó a proponer la abolición de toda forma de gobierno. Chris McCandless quedó encandilado con esas lecturas, tomó las enseñanzas de Thoreau como las de un guía espiritual y se dispuso a romper con la sociedad, a marcharse a lo desconocido y a dedicar gran parte de su tiempo a una solitaria contemplación para hallarse a sí mismo. Como el filósofo, Chris tampoco quería descubrir, a la hora de su muerte, que no había vivido.
Cuando se graduó en Emory, en 1990, donó los dólares que le quedaban de su fondo universitario, veinticuatro mil, a Oxfam, una confederación de organizaciones internacionales no gubernamentales que desarrollan tareas humanitarias en noventa países; abandonó su auto, cortó los lazos con su familia y se metió en los Estados Unidos profundos para vivir como un trashumante. Dejó su nombre de lado para usar uno nuevo, Alexander Supertramp, algo así como Alejandro Vagabundo, y durante dos años recorrió los estados de Dakota del Sur, Arizona y California; llegó incluso a entrar en México de manera clandestina: remó una canoa precaria a lo largo de la represa de Morelos, en el estado de Baja California, que había sido inaugurada en 1950. Estaba obsesionado con hallarse a sí mismo en la libertad más absoluta, frente a la naturaleza más salvaje y lejos de las convenciones sociales y las reglas materiales. Era un desobediente civil.
A lo largo de su viaje, el interior y el otro, trabajó en todo lo que pudo: fue peón agrícola, mozo de restaurantes, empleado en cadenas de comidas rápidas; ganó los dólares indispensables para una vida austera y hasta remota; tuvo etapas de sociabilidad con sus semejantes y meses en los que, sin dinero, vivió aislado de cualquier contacto humano y luchó incluso para hacerse de algo de comida. Aprendió a vivir de la naturaleza; comió raíces, hongos, setas, plantas; sobrevivió a varios peligros que lo jaquearon, uno de ellos, dice la leyenda, cuando un diluvio en el desierto del Mojave le destruyó un coche frágil y bamboleante que se había agenciado, y quedó a pie y a la intemperie. Corrió otro riesgo de vida cuando bajó en otra canoa incierta las aguas tempestuosas del río Colorado, camino al Golfo de California.
Sus pequeñas hazañas de vagabundo elemental le forjaron la personalidad; sintió orgullo de sobrevivir y seguir adelante casi sin experiencia y con herramientas, utensilios y armas elementales. Sus hazañas también le regalaron algo de soberbia, cierta inconsciencia ante los riesgos y un placer por el vértigo y el peligro que se habían impuesto a la cautela, a la previsión de eventuales e ingratas sorpresas, y le habían cauterizado cualquier reparo ante la irresponsabilidad y el descuido.
Durante años, el joven Chris había soñado llevar adelante una especie de “Odisea de Alaska”, como él mismo la había bautizado. Se trataba de vivir de la tierra, lejos de la civilización y en un territorio en verdad hostil, mientras dejaba reflejados en un diario de viaje su progreso físico y espiritual en su pugna con la naturaleza, que también era una provocación. En abril de 1992, cuando le quedaban sólo cuatro meses de vida, hizo dedo por todo el territorio del Yukón hasta llegar a Fairbanks, Alaska. Allí fue donde lo vieron vital por última vez. Lo recogió en la carretera Jim Gallien, que lo acercó hasta la “Stampede Trail”, o “Sendero de la estampida”, una ruta poco transitada, olvidada en los mapas, a unos ocho kilómetros de un pueblo llamado Healy, rodeado de una naturaleza hostil, cerrada y peligrosa.
La “Senda de la estampida” era en realidad un antiguo sendero minero que había vivido sus años de gloria en 1930, cuando los buscadores de riqueza se lanzaron a la búsqueda del antimonio que yacía en la cala de Stampede, bañada por el río Clearwater. Pero en 1992 aquel sendero de fortuna era un páramo desolado y peligroso. A Gallien le sorprendió la austera precariedad del equipo que cargaba Chris McCandless. También supo enseguida que era un muchacho inexperto para enfrentarse a los peligros y rigores de Alaska. Intentó convencerlo de que postergara su viaje y hasta se ofreció a llevarlo a Anchorage, a unos quinientos kilómetros de Fairbanks, para que pudiera comprar un equipamiento más adecuado y mejor dotado para la supervivencia. Pero el chico McCandless no quiso ninguna ayuda. Sólo aceptó de su generoso y preocupado nuevo amigo un par de botas viejas de caucho, dos latas de atún y una bolsa de maíz. Tampoco llevaba consigo dos elementos fundamentales de todo viajero: un mapa y una brújula. No importa cuáles caminos se quieran recorrer; da igual si se trata de senderos peligrosos y de naturaleza desbocada, o de las rutas sinuosas e igualmente poco conocidas del alma, mapa y brújula son siempre imprescindibles.
Después de caminar varios kilómetros por la Stampede Trail, McCandless encontró lo que vio como una salvación y en cambio sería su ataúd: un viejo colectivo abandonado, achacoso, destartalado, fabricado en los años 40, al que habían dejado en aquel sendero como prueba de la gloria de otros tiempos. Chris lo hizo su casa. Se empeñó entonces, una nueva prueba para su vida rebelde, en vivir con exclusividad de la tierra. Además de la bolsa de arroz, las dos latas de atún y las botas viejas de caucho, cargaba también un rifle Remington semiautomático, calibre 22, porque estaba determinado a cazar para vivir. Tampoco tenía experiencia como cazador, pero de todos modos capturó pequeños animales, pájaros, puercoespines, conejos; llegó incluso a matar a un alce, pero no pudo conservar su carne pese a haberla ahumado sobre ramas, como le habían enseñado en su viaje iniciático unos cazadores de Dakota del Sur.
Empezó entonces el drama del hambre, agudizado por la intensa actividad física que desarrollaba Chris día a día que contrastaba con la escasa alimentación que consumía. En julio de 1992, después de vivir varios meses en el abandonado autobús 142 que había sido del Fairbanks City Transit System, Chris decidió abandonarlo y buscar otro camino, una ruta de salida de aquella trampa. No pudo hacerlo. Dio con el río Teklanika, que había cruzado en abril, pero que ahora, con los deshielos del verano, estaba mucho más crecido.
De haber tenido un mapa a mano, hubiese sabido que a sólo cuatrocientos metros de su mal destino existía un dispositivo colgante de un cable de acero que permitía cruzar el río gracias a un sistema de poleas. Tampoco supo nunca que a unos doce kilómetros del autobús que había abandonado existían cabañas abastecidas con suministros de emergencia, como las que él mismo había hallado y utilizado en las inmediaciones del micro al que regresó y que fue su último hogar. El diario de su vida en la intemperie tiene entradas de distinto calibre e intensidad a lo largo de ciento trece días. Una de ellas, la del 30 de julio, es dramática. Dice: “Extremadamente débil, falta de agua, semilla…”.
La odisea de Chris fue recogida en un libro biográfico de Jon Krakauer Into the Wild, que se tradujo al español como “Hacia Rutas Salvajes”. Así se llama la película que glorifica a Chris, protagonizada por Emile Hirsch y dirigida por Sean Penn. Krakauer sostiene como una de las probables causas de la muerte de McCandless la equívoca relación entre su actividad física y su pobre alimentación. En la edición original de su obra, Krakauer afirmó que, en vez de inanición, como aseguraron los certificados de defunción, la muerte sorprendió a McCandless porque había comido semillas tóxicas, “Hedysarum alpinum”, conocidas como “Arveja Alpina” a las que habría confundido con semillas comestibles. Toma como evidencia la conmovida entrada del 30 de julio en el diario de Chris. Las pruebas de laboratorio demostraron que no había toxina alguna en el organismo de McCandless, lo que daba por tierra con esa hipótesis. En ediciones posteriores de su libro, Krakauer sostuvo que había sido un hongo “Rhizoctonia leguminicola”, un organismo patógeno del trébol rojo que se adhiere también a otras plantas, presente en las semillas que sí comió McCandless. Tampoco hay evidencia alguna que apoye esa teoría de Krakauer. La medicina forense sostiene que Chris murió por hambre.
El libro de Krakauer y la película de Penn desataron un fervor entusiasta hacia la figura de Chris McCandless y hacia sus ideales. El autobús 142 se convirtió en un objeto de culto y de peregrinaje en los montañistas, mochileros y excursionistas que querían reproducir en parte su odisea. En Alaska, la visión que tuvieron y tienen aún de McCandless es diferente. Lo juzgan como un arrogante y un imprudente. El guardaparque Peter Christian, del Alaskan Park, que soportó el aluvión de imitadores de Chris, escribió en su momento: “Aquí estamos siempre expuestos a lo que llamo el ‘Fenómeno McCandless’. Son casi siempre jóvenes los que vienen a Alaska para desafiarse a sí mismos contra un paisaje desierto, de acceso es difícil y con casi inexistentes posibilidades de rescate. (…) Pienso que lo que hizo McCandless fue tonto y desconsiderado. Empleó muy poco tiempo en aprender cómo era en realidad la vida salvaje aquí. Y, luego, llegó a Stampede Trail sin un mapa. De haberlo tenido, pudo haber salido de aquí sin dificultades”. Judith Kleinfeld, periodista del Anchorage Daily News, escribió también: “Muchos habitantes de Alaska reaccionaron con rabia frente a su estupidez. Dijeron que había que ser bastante idiota para morirse de inanición, en pleno verano, a cuarenta kilómetros de la carretera”.
El 18 de junio de 2020, el famoso 142 donde murió McCandless fue retirado de Stampede Trail. Había llegado allí en 1961 por medio de la Yutan Construction Company que debía asfaltar la carretera forestal. Los autobuses, que pertenecían al transporte público de Fairbanks, fueron usados para alojar a los operarios que construían aquella ruta: tenían literas y estufas de leña. Las obras se paralizaron en 1963 y todos los micros fueron retirados, menos el 142, al que dejaron para que sirviera como refugio para los cazadores de la zona y que, finalmente, dio albergue a Chris McCandless.
Según la Guardia Nacional de Alaska, que se encargó de enlazar al micro y alzarlo como a un bebé, colgado de un poderoso helicóptero Chinook, entre 2010 y 2019 dos excursionistas murieron ahogados en el río Teklanika, cuando intentaban llegar al santuario de Chris. Y al menos otras quince personas pusieron en peligro sus vidas y debieron ser rescatadas. Suficiente para dar por terminados los riesgosos peregrinajes a la zona.
La breve vida de Chris McCandless dejó un leve legado cultural, demasiado tenue para haber costado la vida que se llevó. Con las muertes jóvenes pasa eso: siempre se sabe quién era el que se fue, pero nunca se sabrá quién pudo ser. Tampoco es verdad esa bella sentencia poética que afirma que no se puede perder el que no sabe adónde va.
A menudo, la incertidumbre conduce a la tragedia.
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