“Me di cuenta de lo afortunada que soy de estar viva”. El mensaje tiene sólo dos semanas, la fecha de la última reinvención de Madonna, una impensada hasta hace poco, cuando parecía tener la fórmula de la eterna juventud y una energía inagotable para seguir bailando como en sus comienzos. Pero la infección bacteriana que la llevó a ser hospitalizada en terapia intensiva el 24 de junio último puso todo en suspenso, incluso la esperada gira global Celebration, una retrospectiva de sus cuatro décadas de reinado en la música pop.
La noticia alarmó a sus fans en todo el mundo el 28 de junio, cuando su manager histórico, Guy Oseary, compartió un comunicado donde informaba sobre la grave infección de la diva, que la había obligado a permanecer varios días en una unidad de cuidados intensivos. Unos días antes Madonna se había desvanecido en su casa tras varias semanas con fiebre y vómitos. Como estaba en medio de los ensayos para el tour que debió haber comenzado en Vancouver a mediados de julio, dejó pasar los síntomas. Tuvo suerte de salvarse.
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Ya fuera de peligro, agradeció a sus amigos y muy especialmente a sus seis hijos. Fueron “la mejor medicina”, aseguró, y dijo que cuando todo parecía estar mal, los chicos mostraron un costado desconocido y se convirtieron en su apoyo incondicional: “Nunca los había visto así”, aseguró. Enfocada en su salud, pudo mostrarse recuperada junto a tres de sus hijas –Stella (17), Estere y Mercy (10); tiene también a Lourdes (26), Rocco (23) y David Banda (17)– en el último concierto de Beyoncé en Nueva York. Queen B le dedicó esa noche un homenaje durante su show: en las pantallas de video gigantes se leía “reina madre Madonna”. Acababa de nacer de nuevo y no era la primera vez.
Quizá en estos días de incertidumbre afiebrada, forzada a un limbo de quietud tan ajeno a ella, la renacida reina madre repasó otra vez su trayectoria y se reencontró con esa que fue antes de los más de 300 millones de discos que la convirtieron en la artista femenina más vendida y mejor paga de todos los tiempos, antes de ser la solista que más recaudó en sus giras, antes de batir todos los récords de singles en el puesto número uno de las carteleras. Esa que fue antes de ser nombrada la mujer más importante de la música y de la historia de los videoclips, antes de entrar al Hall de la Fama y de ser coronada como la soberana indiscutida del pop. Antes de que se escribieran cientos de papers sobre su figura y de que le dedicaran cátedras académicas. Antes de que el mundo entero conociera a la cantante, compositora, actriz y bailarina como esa artista camaleónica, capaz de reinventarse siempre y de volver hasta de la muerte.
Madonna Louise Ciccone tenía apenas 37 dólares en el bolsillo y un sueño; una valija y las zapatillas de ballet cuando se inventó a sí misma por primera vez. Era julio de 1978, faltaba un mes para que cumpliera 20 años y aunque era una total desconocida, ya se presentaba en todas partes con ese único nombre, como las grandes divas. Pese a la isla de calor y cemento de aquel verano neoyorquino, estaba vestida con un largo abrigo de invierno.
La leyenda, que ella relataría desde entonces infinidad de veces, dice que ese viaje desde Michigan a Nueva York fue su primer vuelo en avión, y que el que hizo desde el aeropuerto de La Guardia a Manhattan fue su primer viaje en taxi: “No sabía a dónde ir, y le pedí al taxista que me llevara al centro de todo, así que me llevó a Times Square”. Llegar a la esquina más icónica del planeta le costó la mitad de la plata que tenía, pero no le importó. Fue amor a primera vista.
Mucho tiempo después, Christopher Ciccone, su hermano menor –tiene siete, contando a Anthony, el mayor, cuya muerte en febrero pasado fue el otro gran golpe que sufrió la diva este año–, diría que no es cierto que Madonna se hubiera embarcado sin dinero en la travesía que definió su vida: había ahorrado durante meses para cumplir su objetivo. No es difícil creer en su versión, mucho más consecuente con el perfil de la chica que encontró en el baile la disciplina que rechazaba en su casa y que aunque era la estudiante más aplicada de la escuela de danzas de la Universidad de Michigan –donde había sido becada gracias a la insistencia de su profesor y mentor, Christopher Flynn–, entendió que tener una carrera era más importante para ella que graduarse. Y que para lograrlo tenía que mudarse a Nueva York, epicentro de la era disco.
Había nacido en Bay City – “un pueblito oloroso al norte de Michigan”, lo llamó en una entrevista de 1987 para escándalo de autoridades y habitantes locales– el 16 de agosto de 1958 en una familia católica, conservadora y numerosa. El padre, Anthony Tony Ciccone, hijo de inmigrantes italianos, era ingeniero y diseñaba para Chrysler y General Motors. Por su trabajo se mudaron a Pontiac y a Rochester Hills, al norte de Detroit. La madre también se llamaba Madonna Louise. Nonnie, como le decían cariñosamente para distinguirlas, fue la primera hermana mujer después de Anthony y Martin. Enseguida la seguirían Paula, Christopher y Melanie.
La señora Ciccone tenía poco tiempo para otra cosa que no fuera la crianza de los chicos. Madonna siempre la recordó como una madre devota. Cuando estaba embarazada de Melanie le diagnosticaron cáncer de mama y sus hijos la vieron consumirse hasta su muerte, apenas unos meses después del nacimiento de la beba. Tenía sólo 30 años. La pequeña Nonnie tenía 5, pero esa muerte tan temprana marcó su carácter. Como le dijo en 1989 a la Rolling Stone: “Si mi mamá estuviera viva, yo sería otra persona. Yo sería una persona completamente distinta”. En una de sus primeras entrevistas en televisión, dijo también: “Cuando superé el dolor fue como si me propusiera, ‘De acá en más me voy a cuidar sola, voy a ser fuerte”.
Incluso siendo tan chiquita, por ser la mayor de las mujeres de la casa, Madonna se aferró a su padre y asumió un rol maternal con sus hermanos. Solo y con seis hijos a cargo, el hombre no tardó en volver a casarse con su ama de llaves, con quien tuvo a Jennifer y Mario. Fue otro golpe para la Reina del Pop, que tardó años en aceptar la unión. Chocaba con el padre y también con su madrastra, que insistía en vestir iguales a todas las hermanas. Fue uno de sus primeros actos de rebeldía: Madonna hacía todo lo posible para verse distinta. Cortaba las remeras, se subía más la pollera y se peinaba con moños y jopos o se ponía sombreros.
Era una de las mejores alumnas de su clase en los colegios confesionales St. Frederick’s y St. Andrew’s. También una de las de peor comportamiento, que neutralizaba a fuerza de buenas notas. En el recreo hacía acrobacias y dejaba que los chicos le vieran la bombacha. Uno de sus biógrafos, Mark Bego, dice que “nunca fue inocente”. Descubrió muy pronto el sexo y sabía cómo atraer a los varones. Siempre estaba de novia y fue porrista en la secundaria Rochester’s Adams aunque, como ella misma definió muchas veces “no era una chica normal, sino más bien solitaria. No me maquillaba ni me depilaba como el resto de mis compañeras. Siempre estaba buscando otra cosa, quería ser buena en algo, ser alguien”.
Esa búsqueda la resolvió con la danza. Todos sus hermanos tomaban clases de piano y música clásica, pero a ella le gustaban Stevie Wonder, The Supremes y Diana Ross. Convenció a su padre para que la anotara en una escuela de ballet. Así conoció a Flynn, su primer maestro, que encontró en Madonna a su alumna más dedicada. En su estudio y frente al espejo el rigor era parte de su entrenamiento diario. Y eso que afuera no acataba ninguna regla.
Fue Flynn el que intercedió para que siguiera con su carrera de bailarina en la Universidad de Michigan, donde él daba clases. Tenía tantas condiciones, que le dieron una beca total. Su compañera de cuarto en el campus contó hace años que, para entonces, Madonna ya se destacaba también por su estilo. “Era flaca, linda, inteligente. Usaba mucho delineador, pantalones ajustados y remeras baggy. Estudiaba hasta los sábados y era siempre la primera en llegar al aula. También me enseñó a robar en las tiendas disimulando detrás de nuestros bolsos de danza”, revela en uno de los tantos documentales que intentan contar la verdad sobre su ascenso y con los que la diva nunca está de acuerdo; el control estricto y personal de su biografía es parte de lo que la convirtió en estrella.
Cuando la universidad le quedó chica, Madonna armó una valija y partió a Nueva York. No a probar suerte, sino a demostrar que estaba de su lado. En Times Square y con un tapado de invierno en pleno verano sintió, como nunca –y como cantó mucho más tarde en I love New York (2005)–, que una ciudad podía hacerla feliz. La recién llegada caminó unas cuadras y descubrió que un hombre la seguía. En vez de asustarse –nada podía con ella–, se dio vuelta y lo saludó.
El desconocido le preguntó por qué caminaba sola, tan abrigada y con su valija. “Es que acabo de bajarme del avión”, explicó ella. “Bueno, ¿por qué no vas a tu casa a dejar tus cosas?”, quiso saber el hombre. “Porque no vivo en ningún lado”, respondió Madonna. Entonces la invitó a su casa. Cuando Bego la entrevistó para su libro, le aseguró que había pasado las primeras dos semanas en la gran manzana durmiendo en el sillón del living de ese extraño del que ni siquiera recordaba el nombre. “Tenía que encantar a la gente para que me diera cosas”, le dijo.
Pronto consiguió trabajo atendiendo en Dunkin Donuts y se mudó a un monoambiente infestado de cucarachas en un cuarto piso por escalera en Alphabet City, una zona del entonces peligroso Greenwich Village. Su novio de la época, el baterista Steve Bray, a quien había conocido en la universidad, contó que temía al visitarla: “Tenía miedo de que los junkies me mataran”.
Había comenzado a tomar clases en el Alvin Alley American Dance Theater y no tardó en sumarse a un grupo de danza contemporánea. Todo lo que ganaba lo invertía en formarse. En 1979 empezó a tomar clases con la prestigiosa coreógrafa Marina Graham y audicionó para entrar a la compañía de baile de su discípula, Pearl Lang. Fue seleccionada más por su presencia que por su talento, en el momento y el lugar más competitivos del mundo de la danza. Lang –que murió en 2009– la recordó en una entrevista “con su remera enorme que dejaba un hombro al descubierto. Era a la vez inocente y sexy, sobresalía del resto por eso”.
Una noche, cuando volvía al departamento del Greenwich después de un ensayo, dos tipos la amenazaron con un cuchillo y la forzaron a practicarles sexo oral. Años después le confesaría a Lucy O’Brien (Madonna: Like an Icon, 2007), que ese abuso “fue como probar el gusto de mi debilidad, me mostró que ni siquiera yo, que vivía haciendo el show de la chica fuerte, podía estar a salvo o protegerme a mí misma”. Nunca lo olvidó.
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En una fiesta en casa de su maestra, conoció al entonces artista callejero Norris Boroughs. En sus memorias –Mi Madonna: Mi amistad íntima con la chica de ojos azules recién llegada a Nueva York (2012)– él recuerda que esa noche, en una casa repleta de bailarines eximios, Madonna giraba en el centro por sobre todos ellos. Su relación comenzó en ese mismo instante. Boroughs, a su vez, le presentó al músico Dan Gilroy, que sería su siguiente novio. Él y su hermano Ed le enseñaron a tocar la batería y la guitarra y estaban armando juntos la banda The Breakfast Club, cuando Madonna fue elegida para viajar a París como corista y apoyo del artista disco francés Patrick Hernandez. En esa gira conoció también Túnez y Londres, donde aprovechó para sumar todo tipo de accesorios a su guardarropas.
A su regreso, se mudó con Gilroy a una sinagoga que también usaban como sala de ensayo. Pero Madonna ya no quería ser sólo la chica de la guitarra o la percusión, sino cantar y estar al frente de su propia banda. Lo de ella todavía no era una carrera musical, y hacía todo tipo de trabajos para mantenerse. En esa época posó desnuda por US$30 para el fotógrafo Martin Schreiber, que, después de que Madonna se hiciera famosa, las vendió a Playboy. También respondió a un aviso en el diario que decía: “Se busca mujer para película de bajo presupuesto. No se paga”. A certain sacrifice fue su primera participación cinematográfica y ya figuraraba en los créditos como Madonna, a secas. “No era nadie y ya se comportaba como una estrella”, recordó en una nota el director, Stephen Jon Lewicki.
Para 1980 había vuelto con su ex Steve Bray y formó con él la banda Emmy and the Emmys. Se fueron a vivir a una residencia en el Music Building, en el West Side. No tenían un peso y llegaron a pedir en la calle para comer, pero Madonna estaba decidida a triunfar y para eso había que sobrevivir de cualquier manera. La artista total en la que se convirtió, comenzaba a llamar la atención en sus actuaciones. Aunque su banda no tuviera un disco ni sonara en las radios, sus groupies empezaron a vestirse como ella y seguirla en cada show.
Los demos, sin embargo, no funcionaban. En 2001, Sotheby’s subastó la carta con la que el productor Jimmy Lerner la rechazó veinte años antes: “En mi opinión, la dirección es buena. Lo único que le falta a este proyecto es material”, le escribió. No podía saber que estaba frente a la futura chica material ni que el material que le faltaba al disco era ella misma. Pero en el siguiente intento, con Gotham Records, Madonna convenció a la productora y manager Camille Barbone –que tampoco estaba lo suficientemente impresionada por el demo– de que la escuchara en vivo antes de desestimarla. Esa tarde se presentó en la discográfica con tres breakdancers y vestida con tutú, campera de cuero, gorra marinera y anteojos wayfarer; se fue de ahí con un contrato firmado para que Barbone fuera su manager.
Pero el disco no se grababa, y ella seguía tocando puertas por su cuenta. Iba a los nightclubs de moda con su demo y convencía a los disc-jockeys de que lo pasaran. Cada vez que ella bailaba y cantaba sobre la pista, el éxito era rotundo. Un año después rompió con Barbone y por medio de su novio del momento, Mark Kemins, le hizo llegar un demo con tres canciones a Sire Records, una subsidiaria de Warner. Una de las canciones era Everybody, y el presidente de la compañía, el legendario Seymour Stein, la escuchó en la cama de hospital en la que se recuperaba de un infarto.
El productor entendió inmediatamente que lo que tenía en sus manos era uno de esos temas con destino de hit, de los que bailan las chicas de primaria y también sus abuelas. “Tal vez porque estaba convaleciente y encerrado en ese cuarto les pedí que vinieran al hospital. Necesitaba conocerla para entusiasmarme con algo”, contó Stein mucho tiempo después. Supo en cuanto la vio que tenía lo necesario y más también: Madonna era magnética.
Firmaron un contrato por dos singles con opción a un álbum por el que Madonna cobró US$5000, más otros mil por cada canción. Tanto Everybody como Burning up llegaron a la cima de las carteleras en pocos días. En una de sus primeras presentaciones televisivas, en 1982, Madonna dice: “Soy de Detroit y hago bailar a la gente”. Ya estaba en plena producción de su primer disco, que se editaría el 27 de julio de 1983, apenas con su nombre, nada menos. El de una santa pagana cantando contra el puritanismo y la hipocresía, lista para hacer historia en cada videoclip, y eso fue parte de su éxito: si a Madonna había que verla en vivo, la revolución de MTV haría el resto.
Acaban de cumplirse cuarenta años de aquella primera invención de Madonna y aunque no pudo celebrarla todavía como estaba previsto, no debe ser casualidad que haya nacido de nuevo. Después de todo, como dice la canción: una vez más vivió para contar el secreto.
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