Ominosos bloques de hormigón armado y construido dentro de un perímetro de 155 kilómetros, una altura variable entre los dos metros y medio y tres metros con sesenta centímetros -de acuerdo al riesgo de fuga de los sometidos habitantes, virtualmente prisioneros más que ciudadanos-, 309 torres de vigilancia con expertos tiradores vigilando día y noche, una barrera de tela metálica de un metro ochenta de altura y un tendido de alambre a ras del suelo, alambrada de púas, más de mil pastores alemanes entrenados en constante recorrida, barrera antivehículo -el clásico erizo checo de rieles de acero-, poderosos reflectores de búsqueda, caminos iluminados para los guardias y las patrullas militares, fosos y minas. Detrás de toda esta parafernalia, la oscuridad total, ya que los edificios y las viviendas contiguas quedaron deshabitadas.
La madrugada del 13 de agosto de 1961, 14 mil soldados de la entonces Unión Soviética, a lo largo de 58 kilómetros, levantaban en Berlín Este (Alemania Oriental) el mayor y más cruel símbolo de la Guerra Fría, un muro tan gris como fue la vida en ese punto del mundo después del fin de la segunda gran guerra: 1939–1945.
Dividida la Alemania derrotada en cuatro zonas, cada una a cargo de los países aliados vencedores, la emblemática Berlín, partida en dos por ese muro y por dos formas tajantes de política y de filosofía, fue un trágico y candente bifronte: libertad y dictadura.
Tan solo las medidas del muro fueron una asfixiante prueba del régimen comunista encarnado en la mitad Este, la República Democrática Alemana (RDA) y su mayor hipocresía: la alusión a la democracia.
El objetivo del muro nunca fue ocultado por el gobierno comunista de la RDA: “Impedir que elementos fascistas escapen hacia la zona occidental de Berlín”. La larga, tensa y trágica desesperación de miles de habitantes del Este por huir de una pesadilla de control absoluto sobre sus vidas: espionaje, persecución de disidentes y sospechosos, frío insoportable en los edificios de departamentos semidestruidos durante la guerra, atraso tecnológico, autos vetustos (por caso, el Lada, un tosco producto de la URSS), y vigilancia y castigo contra toda manifestación intelectual que fuera considerada “disidente”: es decir… libre.
En cuanto a los intentos de fuga de los muchos que buscaron burlar el muro, la orden fue “tirar a matar”. Muro que Occidente llamó Telón de Acero, Cortina de Hierro, Muro de la Vergüenza, el Oriente soviético, Muro de Protección Antifascista. Una broma pesada…
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¿Razón de la sinrazón del muro? Entre 1949 y 1961, años de frontera abierta entre las dos alemanias, más de tres millones de almas abandonaron la RDA. Entre ellos, no sólo alemanes; también polacos y checos, en su mayoría jóvenes de sólida y libre formación intelectual, y críticos del sistema comunista y su economía: una perpetua amenaza y una mala influencia.
Sin embargo, el muro no pudo detener otro tipo de filtraciones, más allá de los poquísimos que pudieron vencerlo. Cerca de 50 mil trabajadores de Berlín Este trabajaban y vivían en Berlín Oeste, pero su situación les concedía pase libre rigurosamente controlado-, y sacaban buen rédito de los bajos precios reinantes en la RDA, propios de una economía ficticia y sin reconocimiento en el mundo libre, salvo cuando se trataba de dólares.
Pero a partir de agosto de 1961, por orden de la magistratura de la Berlín comunista, esos trabajadores, los “grenzgänger”, debieron pagar el alquiler en marcos de la RFA (República Federal de Alemania): dinero real y de mercado. Un castigo parcial, porque compraban alimentos básicos y algunos productos de lujo en el mercado negro: un marco de Alemania libre igual a cuatro de Alemania cautiva.
Desde luego, la decisión de levantar un muro divisorio fue negado tenazmente por la RDA. El 15 de junio de 1961, durante una conferencia de prensa internacional en la Alemania comunista, la periodista Annamarie Doherr le preguntó a Walter Ulbricht, presidente del Consejo de Estado, si era cierto que su país planeaba separar físicamente las dos zonas. La respuesta fue una obra maestra de la falacia universal: “Según su pregunta, hay hombres en la RDA que quisieran que movilizáramos a nuestros trabajadores de la construcción para erigir un muro… No lo creo, puesto que esos trabajadores emplean todas sus fuerzas para construir casas. ¡Nadie tiene intención de erigir un muro!”.
Dato clave. Antes de ese episodio, nadie había pronunciado la palabra “muro”. Ulbritch la inauguró, y su negativa fue una confirmación: dos meses después, habló el hormigón armado.
Mientras el muro era levantado a velocidad febril, tropas soviéticas armadas hasta los dientes se apostaron para repeler un posible ataque militar de la Alemania libre.
Toda circulación de vehículos fue congelada. Las líneas del ferrocarril elevado y del subterráneo que unían las dos zonas siguieron funcionando, pero bajo la prohibición de no parar en las estaciones orientales. Que, abandonadas, fueron en adelante oscuros y solitarios fantasmas.
La obediencia de los soldados constructores fue total, bajo amenaza de fusilamiento ante cualquier intento de deserción. Pero el régimen no pudo impedir que, en adelante, y hasta septiembre del mismo año 61, huyeran 400 civiles, y quedara como testimonio la famosa fotografía del policía de fronteras Conrad Schumann saltando sobre la alambrada y ganando la calle.
Cuatro días después de terminada la obra principal, el 16 de agosto, el alcalde Willy Brandt protestó oficialmente contra esa tropelía amurallada y reunió a 300 mil berlineses occidentales para protestar fuertemente, sin éxito alguno.
En cuanto a dos líderes occidentales, el presidente John Kennedy y el primer ministro británico Harold Macmillan, reaccionaron de modo liviano. El primero dijo: “El muro fue una solución poco elegante, pero mil veces preferible a la guerra”. Y el segundo, deslizó: “Alemania del Este detiene el flujo de refugiados y se atrinchera tras un grueso telón de acero. No se trata de nada ilegal”.
Pero la sombra de otra guerra no tardó. El 27 de octubre, apenas a dos meses del nacimiento del muro, se enfrentaron tropas soviéticas y norteamericanas en el famoso Checkpoint Charlie (Punto de Control Charlie), protagonista de intercambio de prisioneros de ambos bandos y de varias películas.
Como toros furiosos, diez carros de combate de cada bandera en la línea fronteriza se amenazaron durante horas, pero sin atacarse, y al día siguiente les llegó la orden de retirada.
En realidad, el matafuegos fue el peligro de que el episodio desatara una guerra atómica. Como sucedería un año después, en doce días de octubre, con la crisis de los misiles instalados por la URSS en la Cuba de Fidel Castro.
Pocas fueron las aperturas de esa barrera donde corrió mucha sangre de fugitivos. Una, a finales de 1963, permitió que unos 100 mil berlineses del Oeste celebraran el fin de año con sus parientes del otro lado. Pero nunca cesó el discurso comunista: “El Muro de Protección Antifascista es inamovible porque protege a la RDA contra la inmigración, la infiltración, el espionaje, el sabotaje, el contrabando, las ventas y la agresión de los occidentales”. En realidad, casi una confesión del mayor de sus pecados: la brutal dictadura que generaba todo lo que condenaba. Y su contrapartida: las mil y una maneras de escapar.
Al nacer 1963, el acróbata Horst Klein, de la RDA, avanzó con sus manos aferradas a un cable de alta tensión ya sin corriente, en desuso, tendido entre dos edificios de cada sector, a 18 metros de altura sobre los guardias, y se arrojó sobre Berlín libre. Lo mismo, con variantes y éxito, hicieron los amigos Michael Becker y Holger Behtke.
El tornero Heinz Meixner le quitó el parabrisas a su convertible, aceleró, y pudo pasar debajo de una de las barreras… con su madre oculta en el maletero.
El maquinista Harry Deterlin, en diciembre de 1961, en lugar de frenar en las barreras de control, gritó “¡este es el tren de la libertad!”, aceleró, y llegó al otro lado con sus treinta pasajeros.
Otros modos, distintas suertes... Un globo aerostático de aire caliente improvisado con sábanas viejas, un túnel cavado durante tres semanas, en un avión ultraligero, con alas plegables y una hélice unida a un motor de auto, un motor de auto y toda forma del ingenio humano cuando busca la libertad.
Esos intentos, y los de muchos otros que no lo lograron y murieron al pie de las piedras grises, endurecieron a los matones de la RDA, que llevaron el muro de sus 58 kilómetros iniciales a más de 120. Fue el llamado Muro de la Cuarta Generación, empezó a ser construido en 1975, redobló sus soldados, sus tiradores, sus alarmas, sus trampas mortales (eléctricas y mecánicas: balazos), y detrás de esa grisura siguió, como pudo -o como le dejaron- la vida cotidiana.
Con trabajadores casi esclavizados, con intelectuales creando en la clandestinidad y deslizando -peligrosamente- algún testimonio hacia el mundo de enfrente, con una tecnología que en el lado Oeste se renovaba a cada paso, pero que en el lado Este ni siquiera se sospechaba.
Viviendo solo con el más fuerte de los sentimientos junto con el amor: la esperanza de la libertad.
* El artículo original fue escrito por el periodista Alfredo Serra y publicado el 18 de agosto de 2020.
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