Usó su cinturón para colgarse. El informe de la oficina del sheriff del condado de Marin, cerca de la bahía de San Francisco, California, reveló que Robin Williams había sido hallado en su casa, “medio suspendido en el aire con un cinturón enganchado a la parte superior de un armario”. Tenía sesenta y tres años y ya no podía más. Lo había confesado a su mujer con turbada incredulidad: “Ya no soy yo. No sé qué me pasa, pero ya no soy yo”.
El tipo que había hecho reír a medio mundo, el imprevisto, el zafado, el gran imitador, el maestro de la improvisación, el genio de la lámpara del humor, había decidido decir basta y matarse el 11 de agosto de 2014, hace nueve años, con la convicción de haber perdido la batalla, su larga lucha, contra sus males: la depresión, el alcohol, la cocaína. No era así. Le habían diagnosticado Parkinson. Pero tampoco era Parkinson. Era un mal extraño, inasible, casi extravagante que definió tres días después de su muerte, su mujer, Susan Schneider: reveló que Williams padecía “demencia con cuerpos de Lewy”.
Tres meses después, un informe forense basado en la autopsia de Williams confirmó el diagnóstico y, más tarde, la revista Lewy Body Journal echó algo de luz sobre ese mal. Es una demencia progresiva que desarrolla síntomas similares a los de la enfermedad de Parkinson y un grave deterioro cognitivo. Schneider dijo a la revista People que era verdad que su marido luchaba contra la depresión en el momento de su muerte. “Pero no fue la depresión lo que mató a Robin. La depresión fue uno de los cincuenta síntomas de su mal. Y era un síntoma pequeño”.
La demencia con cuerpos de Lewy se da por una acumulación de placas de proteínas en ciertas zonas del cerebro: son los “cuerpos de Lewy”. Son esas placas las que hacen que el cerebro no funcione bien, o deje de funcionar como lo hacía, y desatan cambios de humor, ansiedad, depresión, miedo, problemas de sueño, paranoia, deterioro de los movimientos: es una enfermedad degenerativa que te arrasa, te deshace como un huracán metido en un balde con agua.
El doctor Bruce Miller, director del Centro de la Memoria y el Envejecimiento de la Universidad de California, reveló en un documental sobre la vida de Williams que en verdad se trata de una enfermedad devastadora. En su caso, dijo, era el más agresivo que había visto en su carrera: todo su cerebro estaba afectado. El médico estaba sorprendido de que el actor hubiese sido capaz de caminar hasta el final de sus días. “Los cerebros excepcionalmente brillantes suelen resistir mucho mejor las enfermedades degenerativas”, dijo en una especie de homenaje a Williams.
En el instante de fatal luminosidad, en el momento de elegir el cinturón y el armario, Williams filmaba una película, “Una noche en el museo 3 – El secreto de la tumba”, que se había convertido en una experiencia aterradora para él. Tenía serias dificultades para recordar una sola línea del guion y ya no saltaban a su boca las memorables improvisaciones con las que reemplazaba su falta de memoria, o con las que decidía darle un giro a lo que habían escrito los guionistas. A propósito de esto, la leyenda dice que en la película “Good Will Hunting – En busca del destino” se ve una escena fantástica que protagoniza Williams con Matt Damon (que era el autor del guion junto a Ben Affleck, por el que ganaron un Oscar en 1997). Williams es el psicoanalista de Damon, un joven brillante, y en medio del diálogo Williams empezó a improvisar su papel y habló de las flatulencias que solía despedir su mujer. Quien quiera ver un leve gesto de sorpresa en Damon, primerísimos planos de ambos actores, puede hacerlo. Williams sigue en su improvisación y revela que su mujer despertó a ambos una noche con el ruido de una de sus ventosidades. Y que ella preguntó al psicoanalista: “¿Fuiste vos?” Y el tipo dice: “Sí, fui yo… No me atreví a decirle la verdad…” Ambos personajes ríen a carcajadas.
Pero ese genio de lo repentino había abandonado a Williams en 2014, cuando sus médicos y él mismo pensaban que luchaba contra el Parkinson. Cheri Minns, maquilladora de “Una noche en el Museo 3″, reveló: “Robin lloraba en mis brazos al final de cada día. Era algo horrible. Yo no sabía qué le pasaba. Dije a su gente: ‘Soy una maquilladora. No tengo la capacidad de lidiar con lo que le pasa…”.
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Schneider reveló luego de la muerte de su marido que el deterioro de Williams había caído como el rayo sobre su vida: todo se vino abajo en tres años. En 2011 debutó en Broadway con “Bengal Tiger at the Baghdad Zoo – El tigre de Bengala en el Zoo de Baghdad”, una obra del dramaturgo americano Rajiv Joseph ambientada durante la invasión de Estados Unidos a Irak. Fue, dijo Schneider, una temporada completa, cinco meses con dos funciones diarias y cientos de líneas para recordar que Robin había actuado con la calidad profesional de siempre. “Tres años más tarde, Robin estaba perdiendo la cabeza, era incapaz de recodar algo y de controlar su ansiedad”.
Williams que era consciente de su talento y de su carrera, también lo era de cómo había sido su vida que presentía vecina al final: “No sé cuánto valor tengo en este universo. Pero sé que he hecho a algunas personas más felices de lo que habrían sido sin mí. Y, mientras sepa eso, soy tan rico como siempre quise ser”.
Hizo reír, mucho, a mucha gente, en todo el mundo y en años difíciles. Ronda a menudo una especie de psicología de potrero que gusta discurrir sobre la tristeza del payaso, el drama de quien debe hacer reír y otras tonterías por el estilo, a quienes la vida de Robin Williams le cae pintada. No serán estas líneas las apologéticas de esa tendencia. Sí es cierto que, por alguna extraña razón, los actores dramáticos siempre están mejor vistos que los grandes cómicos. Que esa ecuación la resuelvan en Hollywood. Williams fue un gran actor, un gran comediante y un tipo de finísima sensibilidad que en parte dio vuelta y media con el estilo que reinaba hasta su irrupción en el cine junto a otros talentos como él, John Belushi, Billy Cristal por citar sólo a dos.
Había nacido el 21 de octubre de 1951 en Chicago. Era hijo de un ejecutivo de la industria automotriz en los años de esplendor de la mano de obra americana y en los años en los que esa ciudad de Illinois y la cercana Detroit, en Michigan eran abanderadas del esplendor estadounidense de la posguerra. Su madre Laurie Williams, era modelo y Robin y sus dos hermanos varones Robert Todd y McLaurin Smith crecieron en una familia de buen pasar y sin grandes conflictos, excepción hecha del poco tiempo que los padres pasaban con sus chicos.
Robin no tenía interés alguno en ser actor. Fue en 1967, cuando la familia se mudó a Marina County, California, cuando descubrió una insospechada vocación teatral que volteó sus expectativas de estudiar ciencias políticas. Se fue a New York para estudiar en la prestigiosas Juilliard School donde conoció, y se hizo amigo, a Christopher Reeve, el Superman de los años 70 bajo la dirección de Richard Donner.
Volvió a California decidido a ser actor cómico. Empezó en la calle y en algunos clubes nocturnos con sus números de stand up al estilo del ídolo que había sido Lenny Bruce. En 1978 se presentó a un casting para encarar un papel de extraterrestre en la exitosa serie “Happy Days-Días felices”, que llegó a las once temporadas desde su primer capítulo en 1974. El día de la prueba, pidieron a Williams que se sentara y él enfrentó la silla, se arrodilló y apoyó la frente donde debería haber apoyado el trasero. Le dieron el papel, que sería el embrión del gran éxito inicial de Williams: “Mork y Mindy”. En esa serie, Williams también era un extraterrestre que, cuando le pedían que se sentara, se paraba de cabeza, con la espalda contra las paredes. También bebía agua desde el dedo índice hundido en un vaso.
El extraterrestre Mork, del planeta Ork, junto a la paciente Mindy (Pam Dawber), se convirtió en fenómeno. Su saludo, mano extendida, separados los dedos índice y medio del anular y el meñique y el legendario “Nano, nano…” recorrieron el mundo atados a las reflexiones telepáticas de Mork, en el final de cada programa, con el todopoderoso Orson, a quien rendía cuentas de su aprendizaje en la Tierra. Le pagaron muy bien, siguió con sus espectáculos unipersonales y empezó a consumir cocaína para soportar horas y horas de trabajo, para manejar, o intentar manejar, un éxito veloz y enorme y también porque, como reveló el propio Williams cuando habló con sinceridad de sus adicciones, en algunos clubes nocturnos en los que actuaba le pagaban con cocaína.
Se casó en 1978 con Valerie Velardi. Una tragedia y el nacimiento de su primer hijo, Zachary Pim, el 11 de abril de 1983 lo impulsaron por primera vez a intentar dejar su adicción a la cocaína. El 5 de marzo de 1982 su amigo John Belushi, amigo de juventud y de andanzas en Chicago, murió de una sobredosis de morfina casi en presencia de Wiliams y de Robert De Niro, durante una fiesta en el Chateau Marmont de Los Ángeles. Decidió dedicarse de lleno al cine, ya había logrado en 1980 un éxito modesto con “Popeye”, de Robert Altman, y en 1987 filma “Buenos días, Vietnam”, de Barry Levinson, para dar vida a un locutor inconformista de la radio de las fuerzas armadas americanas en Vietnam que le valió su primera candidatura al Oscar.
Dos años después fue el profesor John Keating, muy poco convencional, inspirador y movilizador de sus alumnos, en aquella joya de Peter Weir que fue “La sociedad de los poetas muertos”. En una escuela conservadora y elitista, Keating impulsaba a sus alumnos a romper sus libros y a aprovechar el instante, a vivir el día con un consejo, que el profesor daba en latín y que parecía dirigido al propio Robin Williams en crisis con sus adicciones: “Carpe diem”.
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En 1990 filmó junto a Robert De Niro una película premonitoria: “Despertares”, de Penny Marshall, en el que el médico Malcom Sayer (Williams) decide probar una nueva droga para el Parkinson en uno de sus pacientes, Leonard Lowe (De Niro).
Entre el resto de sus éxitos cinematográficos figuran “La Jaula de las locas”, “Patch Adams”, con aquel médico que sostenía su terapia de la risa, el Peter Pan abogado de “Hook”, el film de Steven Spielberg, “Mrs. Doubtfire – “Papá por siempre” y “En busca del destino”, que le valió el Oscar en 1997.
Era un tipo irreverente, zafado, con una capacidad notable para la imitación, guardaba mil voces en la garganta; era indomable y casi irrespetuoso: sólo que le quedaba todo muy bien. Hacía chistes pesados sobre sexo, homosexuales, matrimonios, mujeres, mafiosos y santos de los altares; tal vez hoy no podría ni abrir la boca, pero entonces no podía cerrarla. Era miembro de la iglesia Episcopal pero le gustaba definirse como “un chicaguense protestante, episcopalista-católico light: los mismos ritos, mitad de la culpa”.
Bromeaba sobre lo que le daba la gana, no tenía filtro alguno y bajo el filo de su humor caían desde sus colegas, eran famosas sus imitaciones de Sylvester Stallone y de John Wayne, hasta los presidentes y ex presidentes de su país. En plena guerra del Golfo, en 1991, visitó al exitoso “Show de Johnny Carson” e imaginó un diálogo entre el presidente George Bush y el líder iraquí Saddam Hussein, en el que Bush le decía: “Vos devolvé Kuwait y nosotros te damos New Jersey”. Decía que la tan famosa y respetable Madre Teresa de Calcuta: “Está por sacar un nuevo perfume: Compasión”. Era crudelísimo con él mismo. Decía que la cocaína que consumía era “la caspa del diablo”; hablaba sin reserva alguna de su adicción al alcohol: “Hay cosas que te aterrorizan cuando bebes. Como las llamadas lagunas mentales. Yo tuve unas terribles (...) Es como si tu cerebro se fuera de vacaciones. Como si te dijera: ‘Mira, estás a punto de tener sexo con una cabra… yo ya me voy ¿entiendes? No sé cómo saldrá, pero ¡buena suerte! Te dejo el pene encendido y pase lo que pase es tu problema”. Los actores de “Friends”, esa serie épica y vigente porque habla de tres cosas inherentes al ser humano, el amor, la amistad y cierta locura, vieron llegar a Williams y a Billy Cristal al tradicional café de sus encuentros. Los dos recién llegados se instalaron en una punta del sillón preferido de la banda de amigos y, en tres minutos, deshilaron un manifiesto sobre la fidelidad disparatado, desopilante, irrepetible. Talento puro.
Williams era también un tipo solidario, de hacer contribuciones en silencio o de poner como condición de un contrato de trabajo para un show especial, que la compañía que lo contrataba hiciera lo propio con gente sin trabajo. Cuando su amigo Christopher Reeve quedó paralizado después de caer de un caballo en un concurso ecuestre, Williams fue a visitarlo en el papel de un extravagante médico ruso empeñado en practicarle a cualquier precio una colonoscopía al pobre Reeve, que rió con ganas y por primera vez después de su accidente.
Después de separarse de su primera mujer, se casó en 1989 con Marsha Garces, la niñera de su hijo que ya estaba embarazada de Robin. Tuvieron a Zelda Rae en 1989 y a Cody Alan en 1991; se separaron en marzo de 2008: Garces pidió el divorcio por “diferencias irreconciliables”. En noviembre de 2006 se había internado por primera vez en un centro de rehabilitación de alcohólicos de Oregón. Parecía recuperado cinco años después, en 2011, el año de su casamiento con Schneider, cuando participó del documental de la BBC para Discovery Channel “¿Cómo funcionan las drogas?” El alcohol nunca lo dejó, ni Robin pudo dejar nunca al alcohol.
Su matrimonio flamante vivió signado por el inicio de la demencia con cuerpos de Lewy que afectó su cerebro. El extrovertido Robin tornó cerrado y reservado. Sin embargo, sus vecinos del pueblo de Tiburón, en el condado de Marin, dijeron siempre que Williams, que daba señales de arrastrar una pesada carga, nunca dejó de ser amable y sociable.
El sábado anterior al lunes de su muerte. Williams fue a una reunión de Alcohólicos Anónimos: “Ya había pasado por rehabilitación y estaba completamente sobrio en la reunión”, aseguró a The Sun su colega Argus Hamilton, uno de los habituales en las actividades del grupo. Fue su mujer quien lo vio por última vez con vida, el domingo a las diez y media de la noche. Dadas las dificultades de Robin para conciliar el sueño, dormían en habitaciones separadas.
El lunes por la mañana, Susan salió hacia el pueblo cerca de las diez y media de la mañana: pensó que Robin dormía. Fue la asistente de Williams, Rebecca Erwin Spencer quien se alarmó porque Robin no salía de su habitación. Spencer era, además de asistente, una gran amiga de Williams. Vivía en San Francisco y se mudó muy cerca de Tiburón cuando Robin fue a vivir allí.
Rebeca entonces abrió la puerta del dormitorio de Robin, lo vio y supo que el telón de aquella vida había caído para siempre.
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