Un club nocturno de Los Ángeles. Oscuridad, poco más de treinta personas y el humo de los cigarrillos formando nubes azules entre el techo y las mesas. En el escenario una buena cantante góspel que no había tenido suerte en el salto al pop. En las mesas están más preocupados por sus asuntos que por lo que pasa ahí arriba: conquistas, alguna pelea conyugal, negocios que se cierran frente a un vaso de whisky. Una adolescente deja la parte de atrás del escenario, el sitio de los coristas, y da unos pasos hacia el frente cuando la cantante, su madre, la invita a cantar. Toma el micrófono y acompañada por un piano no demasiado enfático comienza con Greatest Love Of All, un tema compuesto varios antes para la biopic de Muhammad Ali que protagonizó él mismo y que George Benson había ubicado en el top 10 del ranking R&B. Nadie de los presentes recordaba la canción que, en su momento, había pasado bastante desapercibida. Excepto un hombre sentado, adrede, en una de las últimas mesas; quería que la falta de luz lo protegiese. Lo que la adolescente desconocía era que ese hombre era el que había encargado, una década antes, que compusieran la canción para la banda sonora de la película. La versión original del tema parecía una buena balada de Stevie Wonder (lo cual, se sabe, constituye un gran elogio). La joven la recuperaba y la llevaba hasta alturas inimaginables. Su voz al frente, la pasión de los 20 años y una sabiduría ancestral que parecía acompañarla en el escenario y habitar en sus cuerdas vocales.
Apenas escuchó la primera estrofa, el hombre, Clive Davis, pope de la industria musical, supo que tenía una nueva joya para su exclusivo catálogo de descubrimientos en el que figuraban Bruce Springsteen, Janis Joplin, Santana y Aerosmith, entre otros. Supo que esa chica tenía un don, un talento único. Supo, por supuesto, que Whitney Houston sería una estrella. Esa misma noche, en el apretado camarín del club, le hizo firmar un contrato con Arista Records, su sello discográfico.
Clive Davis no tuvo que esperar a que saliera el primer disco para comprobar su acierto. Lo invitaron a uno de los programas más vistos de la televisión norteamericana, The Merv Griffin Show. Aceptó con una condición: que una vez finalizada la entrevista, el número musical (habitual en cada noche) fuera su nueva artista, la chica de 20 años que estaba grabando su primer disco.
Esa noche Whitney Houston apareció por primera vez en televisión. Los hombres descubiertos, una casaca azul metalizado, un pantalón negro amplio, el pelo afro, corto y apretado. Apenas la cámara la enfoca, empieza a cantar. La voz tenue, el volumen algo bajo, casi tímido, las manos delante del pecho, apretadas. La canción es Home, de la versión fílmica del Mago de Oz con Liza Minelli y Michael Jackson. Pero pasados los primeros versos ocurre el milagro: la joven se olvida del marco, de los millones de personas viéndola en sus casas, de las cámaras. La voz se proyecta, ella se suelta y en el estudio y en cada hogar presencian el nacimiento de una diva de la canción. La actuación es memorable. Uno de los grandes debuts de la historia.
Whitney Houston fue una de las reinas del pop de los 80. Sus rivales en esos años eran pesos pesados. Madonna, Prince, Michael Jackson. Pero esta chica con sus dos primeros discos arrolló con los récords. Su voz era prodigiosa, un instrumento natural perfecto. Pero era mucho más que eso. Parecía saberlo todo. El entrenamiento que había recibido de su madre había sido eficaz. Tenía presencia escénica, simpatía, bailaba. A su don (sobre) natural le añadía una técnica depurada. No era un talento salvaje. Podía llegar a cualquier nota y mantenerla por el tiempo que fuera necesario. Era el crossover que el mercado y el público esperaban. Estaba el sentimiento del soul, la fuerza del R&B, la ligereza y la alegría del pop.
Apenas apareció los especialistas la ubicaron en las grandes ligas, con los intérpretes incomparables. Sinatra, Aretha Franklin, Ella Fitzgerald. Whitney Houston, con su voz magnética, jugaba en esa liga, la Liga de la Justicia.
La aparición fue fulgurante. Su primer disco llegó al número uno de los rankings y fue la primera cantante femenina en tener siete singles número uno consecutivos en el chart de Billboard: Saving all my love for you, How will I know, Greatest love of all, I’m gonna dance with somebody, Didn’t we almost have it all, So emotional, Where do broken hearts go. Una seguidilla impecable y asombrosa.
Hubo otros éxitos. Y la llegada del cine. El suceso de taquilla y la locura que provocó su versión de I Will Always Love You que volvió a quebrar records de venta y de permanencia en la cima de los charts.
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Después llegó la caída. Terrible, constante, dolorosa y pública. Whitney y su talento (o su genio) se fueron deshaciendo a la vista del público. Los problemas conyugales, la adicción a las drogas, las malas decisiones. Y una muerte prematura pero previsible a los 48 años.
Cuando un artista muere, los fans expresan su dolor en las redes sociales. Los que ya hicieron su carrera, los que son vencidos sólo por los años y por la vejez, son despedidos con la gratitud de la compañía y la emoción que sus creaciones proporcionaron durante décadas. Los que mueren antes, los que no llegan a viejos provocan otro tipo de dolor. El dolor de lo inconcluso, dolor incrementado por la sensación de obra inacabada, de que todavía tenían mucho para dar, de que se perdieron canciones, libros o películas que ya nunca más serán, que sólo ellos podían poner en el mundo. La sensación es de pérdida irreparable, de que lo que no ocurrió ya nadie lo podrá crear. Con Whitney, a pesar de que murió muy joven, a los 48 años, eso no sucedió. Sobrevolaba la convicción de que ya no tenía nada para dar, que su don se había disuelto en la maraña de drogas y desidia, que se había dado por vencida hacía muchísimo tiempo.
Hacía dos décadas que su carrera artística no conocía el éxito que la había acompañado en sus primeros años. Su caída, previsible, pública y muchas veces morbosamente acompañada por la prensa y el público, había durado dos dolorosas décadas.
Su madre era Cissy Houston, cantante gospel, de una técnica exquisita, con experiencia en el mundo del soul, había hecho coros para Aretha Franklin, Gladys Knight y otras divas de la música negra. Su prima era Dionne Warwick. Y sus madrinas eran nada menos que Aretha Franklin y Darlene Love.
En una de las primeras entrevistas televisivas, el conductor del show luego de enumerar todas estas conexiones familiares, le preguntó a Whitney: “¿Y tu abuelo quién es? ¿Duke Ellington?”.
Pero Whitney era mucho más que este linaje perfecto. Había cantado en su iglesia desde muy chica, había acompañado a la madre en muchas de sus presentaciones y hasta la había reemplazado en alguna oportunidad. Cissy Houston quiso que su hija terminara el colegio antes de encarar una carrera artística. Al salir del colegio Whitney comenzó a dar shows en pequeños clubes nocturnos. La voz se corrió muy rápido y los cazatalentos comenzaron a seguirla noche a noche. Hasta que llegó Clive Davis.
La experiencia de la madre en el mundo del espectáculo hizo que no se precipitaran. Cissy, exigente, quería para su hija todo el éxito que ella no pudo vivir (el éxito en ese mundo se vive, se inscribe en el cuerpo).
Después de los dos primeros álbumes parecía que todo lo que cantaba se convertía en oro. Antes del Super Bowl de 1991 interpretó Star Spangled Banner, el himno norteamericano. Fue una actuación conmocionante. La versión se editó como single y llegó a estar top 20.
Al año siguiente incursionó en el cine por primera vez. El guardaespaldas se convertiría en un éxito global que, aunque parezca mentira, superó con creces el que había conseguido con sus primeros discos.
La película no es gran cosa. Una historia convencional protagonizada por dos figuras fuertes como Whitney y Kevin Costner. La historia de amor interracial en el mainstream, el beso final con descenso del avión a último momento tienen su impacto. Pero el punto de quiebre es la canción principal del film. Un viejo tema country de Dolly Parton que Costner sugirió al enterarse de que el tema elegido originalmente, What becomes of the broken hearted, un cover de una gran balada soulera cantada por Jimmy Ruffin había sido seleccionado como tema principal de la película Tomates verdes fritos.
También se le atribuye al actor la mejor decisión de producción musical de los primeros noventa: la ausencia de producción, de máquinas y de acompañamiento. El productor de la banda sonora, David Foster, pensó que era una pésima idea y un suicidio comercial. “¿Qué radio pasaría una canción en la que los primeros 45 segundos son a capella?”, argumentó con cierta lógica. Sin embargo, Costner y Houston insistieron. Apenas tuvo que cantar una sola vez para que Foster y todos los que estaban en el estudio asumieran que la única versión posible del tema era esa. La voz perfecta, desnuda, al frente, con toda la pericia técnica realzándola.
La canción y el álbum batieron récords de ventas. Fue un éxito global descomunal. Fue el último gran éxito de Whitney.
En los premios Soul Train de 1989 conoció al que sería su esposo, el cantante Bobby Brown. Ex integrante de New Edition, Brown tenía gran éxito como solista en ese tiempo con su tema My prerrogative. Chico malo, provocador, algo soez. A partir de esa noche no se separarían por años. La relación fue tempestuosa y ambos terminaron perdidos en las drogas y en las peleas permanentes. Las carreras artísticas de los dos no volvieron a conocer el esplendor.
Muchos culpan de la caída de Whitney a Bobby Brown. Otros responsabilizan a su madre y a la competencia sorda entre ambas. También figuran en la lista de causas alegadas: la salida de Clive Davis de Arista, las malas compañías, un padre con alma de gigoló, un abuso sexual sufrido en manos de su prima Dee Dee Warwick o la cercanía de Robyn Crawford.
Las causas, culpables y justificaciones se amontonan. Lo cierto es que esos 20 años de excesos, dependencia de las drogas, papelones, incumplimientos y coqueteo con la desgracia le pertenecen a Whitney.
Whitney se convirtió en habitué de las portadas de la prensa amarilla. Las peleas con Bobby Brown, los arrestos e infidelidades de este, los shows erráticos, las funciones suspendidas, los discos mediocres, las entrevistas televisivas desafiantes, la voz que pierde brillo y se va apagando.
En el medio de ese aquelarre de gritos, violencia familiar, insania y drogas crecía Bobbi Kristina, la hija del matrimonio. Ella también tuvo un final trágico y, debido a su edad, mucho más terrible. Bobbi Kristina, a los 22 años, fue hallada inconsciente en la bañera de su casa con una sobredosis de drogas. Igual que su madre. Murió en 2015 luego de estar seis meses en coma. Hay un eslabón más en esta historia trágica. En Año Nuevo de 2020 murió de una sobredosis Nick Gordon, hijo del corazón de Whitney y novio de Bobbi durante muchos años.
Fue como si los jóvenes fueran alpinistas que iban atados a otro que, por encima de ellos, guiaba la escalada por la ladera escarpada; al despeñarse el de adelante, fue inevitable que poco después arrastrara a los que estaban debajo.
La conducta errática de Whitney en sus últimos largos años tuvo millones de testigos. Tuvo que suspender apariciones en los Oscar, en la inducción al Salón de la Fama del Rock de Clive Davis y cancelar decenas de conciertos. Algún tabloide sacó en tapa una foto escalofriante del baño de la estrella: derruido, con restos de drogas en diversos platos, la suciedad y el abandono en cada rincón.
Durante la grabación de la banda de sonido de Waiting to exhale tuvo que ser internada de urgencia por una sobredosis. Varios tratamientos de rehabilitación fracasaron. Se vanaglorió ante la periodista Dianne Sawyer de que ella no se drogaba con crack porque eso era “cosa de pobres”.
La maquinaría intentó seguir funcionando. Le organizaron giras con las que no pudo cumplir. Shows en los que su estado era lamentable y su voz parecía haberse ido para siempre, un graznido triste y ronco, desganado y desafinado. Como si fuera una parodia triste de lo que había sido.
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Atardecer del 12 de febrero de 2012. Hotel Beverly Hills. Víspera de la entrega de los Grammy. Una mujer, la asistente de Whitney, ingresa a la habitación. Hacía un rato que no podía comunicarse por teléfono con ella. Al abrir la puerta, la asustó el silencio. Intentó engañarse, trató, en ese breve segundo, de creer que la cantante estaba durmiendo una tardía siesta.
Apenas sintió el agua quemándole los tobillos y las pantorrillas, al ingresar al living , supo que todo finalmente había terminado. No sintió angustia, ni se desesperó. Una agria resignación recorrió su cuerpo, un dolor sordo.
Mientras caminaba hacia el baño -de ahí provenía el agua que ya alcanzaba los diez centímetros por sobre la alfombra- creyó estar viviendo un déjà vu. Sólo que esto no había sucedido antes, no al menos con estas consecuencias irreversibles. Pero cada noche, cuando la estrella dejaba de estar a su cuidado, la asistente imaginaba que su siguiente día laboral sería como estaba siendo este.
Al abrir la puerta del baño, una pequeña ola de agua hirviendo la salpicó hasta el borde de los muslos.
En el jacuzzi rebalsado, boca abajo, flotaba el cuerpo desnudo de Whitney Houston. Sin vida.
La asistente llamó, sin desesperación, sin levantar la voz, apenas con algunas lágrimas atragantadas a la recepción del hotel. Avisó que se trataba de una emergencia. Dudó entre pedir que acudiera la policía o una ambulancia. “Vengan rápido, por favor”, pidió. “Creo que Whitney Houston está muerta”.
Cuando los paramédicos y la policía subieron a la habitación del cuarto piso en la que se alojaba la estrella de la canción, encontraron rastros, en cada metro cuadrado del departamento, que hicieron innecesario esperar la autopsia y el informe toxicológico para averiguar cuáles fueron las causas de la muerte.
Un plato con una sustancia en polvo de color blanco, marihuana, una cuchara quemada con restos que parecían haber sido de metanfetaminas, dos decenas de frascos con medicinas legales (calmantes, relajantes musculares, Xanax y otros).
Hoy Whitney Houston hubiera cumplido 60 años.
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