La escena, a primera vista, parece obra del guionista de una película de terror clase B, ambientada en la Primera Guerra Mundial y protagonizada por soldados rusos convertidos en zombies por obra de un gas siniestro: “Cuando los alemanes se acercaron a las trincheras, una espesa niebla de color verdoso los golpeó. La vista era aterradora: los soldados rusos cargaron a bayoneta con la cara envuelta en harapos, con una tos terrible, escupiendo literalmente trozos de pulmón ensangrentados. Eran poco más de 60 personas. Pero causaron tal horror en el enemigo que la infantería alemana se retiró entre pisotones”.
Sin embargo, el relato del periodista Vladimir Voronov dista mucho de ser una obra de ficción y describe un enfrentamiento casi olvidado de la gran guerra europea, la batalla de Osowiec, en el actual territorio de Polonia, por entonces parte del imperio ruso.
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Ocurrió el 6 de agosto de 1915 – exactamente 30 años antes de que Estados Unidos arrojara la bomba atómica sobre Hiroshima – y también se la conoce por otro nombre que bien podría ser el título de esa película de zombies, “El ataque de los hombres muertos”.
Fue una de las primeras batallas en que los alemanes utilizaron gases tóxicos como arma de guerra para vencer un enclave defensivo que parecía inexpugnable. Pero si bien el gas – una mezcla de cloro y bromo - cumplió con su cometido de envenenar a la mayoría de los defensores también se convirtió en la razón principal por la cual una victoria segura se convirtió en derrota.
Un punto estratégico
La fortaleza de Osowiec fue construida a finales del siglo 19 en un punto de acceso estratégico cerca del río Biebrza, en lo que hoy es Polonia, a unos 50 kilómetros de Prusia Oriental, a lo largo de la importante línea ferroviaria de Bialystok a Königsberg, que además atravesaba la fortaleza.
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Esa cercanía con la frontera y el control que significaba sobre una de las pocas líneas ferroviarias de la región hizo que el alto mando alemán la considerada un objetivo estratégico. Si no podían tomarla o destruirla, el avance alemán hacia el norte de Polonia sería imposible.
Los alemanes habían intentado tomar la fortaleza en septiembre de 1914 y de nuevo en febrero de 1915. Con ese segundo ataque, aunque fracasado, habían dañado severamente gran parte de las defensas con fuertes bombardeos, pero el anillo defensivo principal se había mantenido el tiempo suficiente para que los contraataques rusos obligaran a los atacantes a retirarse.
En el verano de 1915, el ejército del Kaiser estaba decidido a intentarlo de nuevo. La ofensiva al mando de August von Mackensen había desequilibrado gran parte de las fuerzas rusas en el Frente Oriental, y los ejércitos alemanes y austrohúngaros avanzaron en un amplio frente hacia el este.
Era una oportunidad para tomar Polonia en un ataque frontal, por lo que el alto mando alemán ordenó al mariscal Paul von Hindenburg que lanzara la ofensiva. Para tener éxito era indispensable tomar la fortaleza, a cuyo asedio se destinaron 12 batallones de infantería y 30 piezas de artillería pesado, una fuerza formidable para la época.
Los defensores rusos, al mando del teniente general Brzhozovsky eran unos 500 hombres del 226º Regimiento de Infantería Zemlyansky, apoyados por varios cientos de milicianos. Para defender la posición, se atrincheraron en varias líneas de defensas y reductos, tratando de ofrecer a la artillería alemana la menor cantidad de blancos posibles.
Para los primeros días de agosto, el bombardeo había agrietado buena parte de los muros de la fortaleza, pero para tomarla era necesario entrar con la infantería, que quedaría expuesta a las ametralladoras de los defensores.
Fue entonces cuando los alemanes decidieron utilizar gas tóxico para acabar con la resistencia.
El ataque con gas
El gas como arma de guerra era algo novedoso. En 1914 los franceses habían utilizado gases lacrimógenos, pero los primeros realmente venenosos los lanzaron los alemanes sobre Bolimov.
Los primeros resultados fueron devastadores, porque además de contar con el gas, los alemanes tenían máscaras antigás para evitar sus efectos. Los rusos no las tenían, por lo que se esperaba que la mayoría de los defensores – si no todos – muriera al aspirar la letal mezcla de bromo y cloro. Los alemanes solo debían esperar que hubiera vientos favorables para lanzar el ataque.
A las cuatro de la mañana del 6 de agosto, cuando los artilleros alemanes ya habían reemplazado los proyectiles tradicionales por bombonas de gas, los vientos finalmente cambiaron y comenzó el bombardeo.
A medida que las bombonas caían sobre las líneas rusas, un smog verdoso empezó a formar una verdadera nube mortal. Mientras que el bromo actuaba como un irritante respiratorio, el cloro atacó el sistema respiratorio. El cloro se adhirió a la humedad en el aire, convirtiéndolo en ácido clorhídrico, que luego mordió las membranas y la carne de los pulmones, disolviendo agresivamente el tejido blando.
“El gas se estancó en el bosque y cerca de las zanjas de agua […]. Toda la vegetación en la fortaleza y en las inmediaciones a lo largo del camino que recorrió el gas fue destruida, las hojas de los árboles se volvieron amarillas, se enroscaron y se cayeron, la hierba se volvió negra y los pétalos de las flores volaron. Todos los objetos de cobre del puente de la fortaleza (partes de herramientas y proyectiles, lavabos, tanques, etc.) acabaron cubiertos con una gruesa capa verde de óxido de cloro. Los alimentos almacenados sin cierre hermético: carne, aceite, manteca de cerdo, verduras… resultaron envenenados e inadecuados para el consumo. El gas demostró ser un arma poderosa de destrucción y podía competir libremente con bombas de alto poder”, escribiría años después uno de los sobrevivientes, el oficial Aleksandrovich Khmelkov, que se convertiría en un gran estudioso de la historia de las fortificaciones rusas.
Los defensores se ahogaban con su propia sangre, ya que a cada inspiración el gas destruía sus pulmones. Incapaces de respirar, muchos murieron tosiendo bultos sangrientos de sus propios pulmones. Además, empezaron a sangrar por los ojos y la nariz por efecto de la mezcla sobre la piel y las membranas.
En un intento desesperado por contrarrestar los efectos de la nube mortal que los envolvía, algunos soldados atinaron a mojar sus ropas con agua o con su propia orina para cubrirse las cabezas y las caras.
Poco después de iniciado el ataque, en la fortaleza sólo quedaban entre setenta y cien soldados vivos, envueltos con ropas ensangrentadas y la piel quemada.
Los disparos desde la fortaleza cesaron y los alemanes solo debían esperar a que el gas se disipara para entrar con la infantería y tomar el bastión.
El ataque de los hombres muertos
Avanzaron con cerca de dos mil hombres y, a medida que traspasaban las primeras trincheras, solo encontraban hombres muertos, terriblemente desfigurados por los efectos del gas sobre la piel y los últimos y agónicos esfuerzos por respirar.
Sin embargo, cuando ya casi estaban a las puertas de la fortaleza, las ametralladoras empezaron a disparar. Sorprendidos, los alemanes buscaron refugio para contestar el fuego, pero ninguno podía imaginar lo que siguió.
Un grupo de hombres con las ropas rasgadas y los cuerpos ensangrentados, con partes en carne viva, salieron del interior y, a medida que les disparaban, avanzaban con las bayonetas caladas. Algunos cojeaban, otros se arrastraban, todos gritaban de rabia y de dolor.
Encabezaba el ataque el subteniente Vladimir Kotlinsky, el oficial con mayor rango que había sobrevivido al gas.
Ese contraataque a cargo de verdaderos zombies cayó como un mazazo sobre los atacantes alemanes, muy superiores en número pero nada preparados para enfrentar esa escena de terror.
Muchos quedaron paralizados, la mayoría comenzó a retroceder en medio de un tumulto en que muchos cayeron y fueron pisoteados por los que venían detrás; otros quedaron clavados en los alambres de púas de las trincheras.
El impacto de ese contraataque a cargo de menos de un centenar de hombres casi destruidos no duró mucho, pero fue decisivo. El desordenado retroceso de los alemanes horrorizados dio tiempo a la llegada de tropas rusas de refuerzo.
A las 11 de la mañana – apenas siete horas después de que los alemanes lanzaran la primera bombona con gas – los rusos habían recuperado la fortaleza y el resto de las defensas.
Un gas letal y una canción
Muchos de los “muertos vivos” que participaron del contraataque – entre ellos, el subteniente Vladimir Kotlinsky - morirían horas o días después por los devastadores efectos del gas sobre sus cuerpos.
La investigación histórica sobre la cantidad de ataques con gas alemanes en el Frente Oriental durante la Primera Guerra Mundial es poco precisa, pero la mayoría de los estudiosos está de acuerdo en que los rusos sufrieron más que cualquier otra nación bajo los efectos de armas químicas.
Se estima que alrededor de medio millón de soldados fueron afectados por gases letales, de los cuales murieron alrededor de 66.000.
Con el paso de los años, los relatos sobre “el ataque de los hombres muertos” se fueron distorsionando con todo tipo de leyendas, al punto de terminar confundiendo los mitos con los hechos.
También dio lugar a películas y libros, así como a una canción del grupo sueco Sabaton que dice:
“Confusión en el frente / Las fuerzas de Wilhem (están) a la caza / Al este un trueno / Es un ataque de los caídos / Han estado enfrentándose a gas venenoso / Siete mil cargan en masa / Cambia la marea del ataque / Y fuerza al enemigo a retroceder / Y ahí es cuando los muertos marchan otra vez”.
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