Fue un lugar especial, algo que no volvió a suceder en la historia. Alguien, en un cálculo muy errado, creyó que sería una instalación científica acotada, con media docena de especialistas, algunos técnicos y unos cuantos soldados que brindaran seguridad. Muy pronto, la realidad se impuso. Necesitaban viviendas, laboratorios de altísima complejidad (algunos todavía no inventados), galpones para el aprovisionamiento, escuelas, despensas, hospitales, una nursery, bibliotecas y hasta lugares de esparcimiento. Cerca del final de la Segunda Guerra, llegaron a vivir cuatro mil científicos y dos mil militares.
Los Álamos fue la ciudad en la que se diseñó y construyó la bomba atómica, la sede del Proyecto Manhattan. Un sitio que en menos de dos años pasó de ser una escuela perdida a la vera de un cañón despoblado, a una pequeña ciudad en la que se resguardaba el secreto militar más importante de la historia.
Fue una experiencia que no tiene parangón en la historia contemporánea. Una ciudad que se creó de la nada y en la que el promedio de edad era de 25 años. Nunca convivieron durante tanto tiempo tantos (futuros) ganadores de Premios Nobel. Debe haber sido la mayor concentración de genio y coeficiente intelectual de la historia. También fue uno de los sitios en el que el secreto, la tensión, las persecuciones y las insatisfacciones sobrevolaban siempre, tenían una presencia física y hasta aplastante.
Tan inusual era la situación que en sus memorias de ese par de años en Los Álamos, Bernice Brode, esposa de un físico y que realizó tareas técnicas dentro del Proyecto Manhattan, escribió: “No teníamos inválidos, ni familia política, ni desempleados, ni ricos ociosos, ni pobres”. Era una comunidad muy diferente a las otras. Aislada y en una carrera alocada por llegar a un objetivo: la creación de la bomba atómica.
Cuando Estados Unidos puso en marcha la creación de la bomba atómica, eligió dos líderes para el proyecto. Uno militar, el Gral. Leslie Groves; el otro, el jefe científico, Robert Oppenheimer, un hombre que se aproximaba a los 40 años, enjuto, reconcentrado, brillante, desconcertante, ambicioso y carismático.
Lo primero que debieron determinar fue el sitio en el que trabajarían. Alguien propuso Nuevo México. Parecía una buena idea. Estaba apartado, podrían trabajar sin ser molestados y en especial sin llamar la atención, sin ser observados o descubiertos.
Fueron a visitar Jémez Springs. Lo desecharon. Oppenheimer propuso un lugar cercano, a menos de 60 kilómetros de allí. Él conocía muy bien la zona. Había pasado muchos años de su infancia y adolescencia paseando y andando a caballo entre las montañas y los cañones. Al llegar a Los Álamos, el jefe militar, el Gral. Groves estuvo de acuerdo y decidieron que allí se instalarían. Estaban a más de 2.500 mts de altura, los accesos no eran sencillos y los circundaban montañas majestuosas.
Antes de la confirmación definitiva hubo algunas dudas. La propuesta de instalarse en un edificio de la Universidad de Chicago ganó fuerza. Los argumentos parecían consistentes. Chicago era una ciudad a la que cualquiera de los posibles convocados se mudaría, las instalaciones científicas eran impecables, había bibliotecas vastísimas, el aprovisionamiento no constituiría un inconveniente y sería muy sencillo conseguir los operarios y técnicos necesarios: sopladores de vidrios, ingenieros, los que arreglaban y manipulaban los equipos.
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Pero se impuso el argumento de seguridad nacional: no podía filtrarse el secreto, nadie debía saber qué se tramaba, cuál era el verdadero fin del Proyecto Manhattan.
Oppenheimer debió salir por todo Estados Unidos para reclutar a los mejores científicos, entre los que se encontraban por ejemplo Enrico Fermi y un jovencísimo Richard Feynman. Eran pocos los que aceptaban mudarse al medio de la nada. Y muchos menos solos. Oppenheimer debió librar otra batalla: convencer a las autoridades de que si los físicos y químicos no podían viajar e instalarse con sus familias no podrían convocar a los mejores. Los Álamos, de a poco, se convertía en una comunidad.
Había que construir viviendas y brindar servicios. Las casas eran muy sencillas, frugales. Los solteros vivían en barracas o en habitaciones pequeñas. Las familias contaban con casas con dos o tres habitaciones. También había más de doscientas caravanas o casas rodantes. Los muebles eran iguales para todos. Teléfonos (casi) no había: las comunicaciones estaban muy limitadas. Las líneas telefónicas eran muy escasas y estaban en la oficina de los principales directores. La correspondencia era abierta y revisada. Nada de lo que pasaba allí podía filtrarse. Temían que alguien pasara información codificada a los nazis o a los soviéticos. El perímetro del lugar estaba cerrado con paredones y alambres de púa.
Richard Feynman, enfant terrible, con el ánimo de divertirse mantenía correspondencia cifrada con su esposa (que estaba internada en un hospital cercano recuperándose de una tuberculosis) con un código falso e inventado por ellos, sólo para desorientar a los pesquisas que leían cada una de sus cartas. Una tarde descubrió un hueco en un alambrado y encontró una manera de molestar. Salía por la puerta principal saludando a los guardias y entraba por el agujero. Repetía la operación varias veces hasta enloquecer a los guardias que pideiron a las autoridades que lo sancionaran.
El sitio no era lujoso; a veces ni siquiera era cómodo. El aislamiento empeoraba todo. Era un ambiente espartano. A veces, por la lejanía, tardaban demasiado en llegar algunas mercaderías. O por las restricciones en épocas de guerra no había luz o agua. La comida, en ocasiones, no era variada ni de gran calidad. Lo mejor, coinciden muchos de los que vivieron allí, era la belleza del paisaje, aunque en invierno la nieve dificultara todo.
Las tareas para hacer funcionar el lugar eran muchísimas, también los materiales necesarios tanto para cumplir con el fin científico como para asegurar el desenvolvimiento de la vida cotidiana.
Los que lo conocían de antes suponían que Robert Oppenheimer no tenía las dotes para llevar adelante tal empresa. Nadie dudaba de su inteligencia ni de su capacidad técnica pero se necesitaban condiciones de liderazgo, empatía y organización que no había demostrado. Era demasiado excéntrico y despreocupado de lo mundano.
En su extraordinaria biografía ganadora del Pulitzer, Prometeo Americano (Debate), Kai Bird y Edward Sherwin muestran cómo se fue dando esa transformación en Oppenheimer hasta convertirse en un líder confiable y admirado. Capaz de preocuparse por un mínimo detalle técnico o de que el hijo de un empleado cuente con una adecuada asistencia médica.
Esa metamorfosis incluyó adaptarse a los tiempos exiguos, a las presiones (y no trasladarlas a sus empleados) y a manejar un presupuesto enorme (tanto habían subestimado los cálculos que habían calculado, durante el primer año, una inversión de 300.000 dólares que al final se convirtieron en 7 millones de dólares). También debía lidiar con las intromisiones del poder militar y con la paranoia de la infiltración soviética.
Era una situación novedosa para él y para cualquier científico de fuste, el reverso de lo que estaban acostumbrados. En su trabajo cotidiano casi nunca estaban urgidos, apurados por los plazos aunque su presupuesto siempre era muy escaso. En Los Álamos era al revés: los tiempos eran apretados, los plazos los acogotaban pero el dinero y los recursos que disponían eran casi infinitos.
En poco tiempo tuvieron todo aquello que necesitaron. Laboratorios, maquinaria, operarios, bibliotecas. El área técnica llegó a tener 37 edificios y hasta una planta de depuración de plutonio.
Entre los científicos que fueron convocados había dos posturas. Algunos decidieron no participar porque no querían que la culminación de 300 años de física fuera un arma de destrucción masiva. Oppenheimer expresaba la otra vertiente: debían desarrollar un arma militar de relevancia para frenar a los nazis.
El temor siempre latente era que los nazis, que habían empezado dos años antes que los norteamericanos las investigaciones, desarrollaron la bomba atómica antes que ellos. Uno de los planes que manejaron los norteamericanos fue secuestrar a Heinsenberg, el físico brillante que encabezaba el proyecto nazi (otro plan alternativo a la bomba atómica fue propuesto por Enrico Fermi: envenenar con productos radiactivos la comida de los alemanes y matar 500.000 en un breve lapso).
Los físicos trabajaban todo el día. Oppenheimer decidió que los laboratorios estuvieran abiertos las 24 horas. Nadie cumplía horarios. No había relojes en las paredes de las instalaciones. A los militares los desesperaba no poder tener un registro de quiénes se presentaban y quiénes no, de cuánto tiempo trabajaban o siquiera de cuándo llegarían al laboratorio. Recién para fines de 1944, cuando ya eran miles los que trabajaban, Oppenheimer aceptó que se controlaran los turnos.
El choque entre los hombres de ciencias y los militares eran frecuentes. La mentalidad marcial de los generales no comprendía el espíritu libre de los científicos ni sus formas. Al principio, Oppenheimer movilizado por el patriotismo y por el orgullo algo infantil de vestir un uniforme, quiso que todos los científicos utilizaran trajes militares; él mismo lo hizo durante un tiempo. Sus colegas se negaron y la idea quedó descartada.
Sin embargo, el verdadero problema era la falta de libertad de los científicos y las sospechas permanentes de ser doble agentes, de que alguien pasaba información a los soviéticos. Los interrogatorios eran constantes, la correspondencia era violada, no podían hablar con nadie que no viviera en Los Álamos. Otro principio que impuso el mando militar fue el de la compartimentación de la información: en un inicio eran pocos los físicos que sabían cuál era el proyecto final. Pero las conversaciones apasionadas entre ellos, los intercambios de ideas y de conocimientos, eran indispensables para avanzar. Sin permiso, organizaron ateneos semanales en los que se ponían al día con los avances y aportaban soluciones y planteaban objeciones técnicas. Las mentes más brillantes de su tiempo encerradas pensando un mismo tema: eso que para otros hubiera sido una situación ideal fue motivo de consternación para los mandos norteamericanos. También existieron problemas porque algunos dejaron papeles importantes en sus mesas de trabajo al finalizar la jornada y eso podía ser aprovechado por algún espía que transmitiera la información.
Oppenheimer solía decir que no le preocupaba que se supiera lo que estaban haciendo: era demasiado complejo para que un solo hombre lo pudiera transmitir (y también para que del otro lado lo pudieran entender). El verdadero riesgo, decía, estaba en que supieran todos los recursos que estaban dedicando y la calidad de los físicos que trabajaban con él. Si eso se conocía cualquiera hubiera deducido que el asunto iba en serio.
La situación era dual. Por un lado la opresión de la lejanía y el aislamiento. Por el otro la efervescencia intelectual de esa cofradía de genios empujando el límite de la ciencia, casi olvidando durante el desarrollo de la bomba toda discusión ética. Algún Premio Nobel posterior escribió que en Los Álamos “encontró el espíritu de Atenas, de Platón, de la República ideal”. Lo definió también como una época dorada.
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No todo era trabajo. Había cine, funciones de teatro en las que actuaban ellos mismos y hasta una radio. Los sábados había fiestas con muchos tragos y baile. Los domingos eran los días de excursión por las montañas ya fuera a pie o a caballo. Cada tanto, cada varias semanas, podían salir en grupos pequeños de compras a Santa Fe, una ciudad cercana.
Lois Hempelmann, pionero de la radiología y uno de los científicos de Los Álamos contó en sus memorias: “Al principio, todos la pasábamos muy bien, pero con el tiempo las cosas se crisparon y la gente se cansó, se pusieron nerviosos e irritables, ya no era tan divertido. Lo hacíamos todo juntos. Los compañeros de trabajo eran tus compañeros de juerga. Te invitaban a comer y no tenías ganas, tampoco otra cosa que hacer. Así que si ellos salían, veían tu auto en la puerta, las luces del living prendidas. Sabían que te habías quedado en tu casa. Ahí se sabía todo”.
En el primer año hubo más de 80 nacimientos en Los Álamos. No había demasiado para hacer. A Groves, cuentan Bird y Sherwin en Promoteo Americano, no le gustó está proliferación de bebés y fue con el reclamo a Oppenheimer que le respondió que dentro de sus variadas funciones no se encontraba la de inspector de la tasa de natalidad.
Kitty, su esposa, también quedó embarazada de una niña a la que llamaron Katherine.
La vida en Los Álamos era difícil para las mujeres. Fueron muy pocas las contratadas como científicas. Había varias que se dedicaban a labores de cocina, limpieza y maestranza. Las esposas de los científicos, muchas de ellas universitarias, debieron conformarse con puestos part-time (alguien debía ocuparse de los hijos) como asistentes, secretarias, técnicas o para registrar datos. La soledad, la falta de posibilidades de crecimiento y hasta la falta de opciones para relacionarse y distraerse hicieron mella en su ánimo. El exceso de martinis, el puerpéreo, el aburrimiento, y la depresión eran las consecuencias más habituales.
Kitty, la esposa de Oppenheimer, tuvo una profunda depresión. Debió pedir permiso para salir de Los Álamos a los pocos meses de dar a luz a Katherine. Fue a lo de su madre. La bebé quedó a cargo de una familia que había perdido hacía poco un embarazo. Estuvo meses con ellos. Oppenheimer apenas la visitaba. Un día les propuso que la adoptaran. La mujer se negó, le dijo que la chica tenía a sus dos padres, que ella podía seguir cuidándola, pero que la chica necesitaba a sus papás. Oppenheimer dijo que la sentía una extraña, que se sentía incapaz de quererla. La mujer argumentó que muchos padres construyen el vínculo con la cercanía, con la convivencia. “Yo no soy de los que crean vínculos”, respondió Oppenheimer.
En la actualidad en Los Álamos funciona un laboratorio de altísima complejidad. Hasta el fin de la Guerra fría se dedicó al desarrollo de armas sofisticadas y poderosas. En las últimas décadas se especializó en seguridad, nanotecnología, exploración espacial, medicina, fusión nuclear y energías renovables.
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