Lo inspiró Perry Rhodan, una revista de ciencia ficción que consumió en su infancia. Las aventuras de un hombre a bordo de una nave espacial en exploración interplanetaria le enseñó que podía salvar el mundo con un vuelo. Lo maduró cuando descubrió con pesar que Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos, y Mijail Gorbachov, secretario general del partido comunista de la Unión Soviética, no lo habían podido lograr. Asumió que era su turno de interceder. La crisis política global dependía de él -y, en la cosmovisión de entonces, de cada uno de los habitantes del mundo-. Tenía que hacer lo que hacía Rhodan en los cómics y lo que no habían podido hacer los líderes en una cumbre de Reikiavik, capital de Islandia, el 11 de octubre de 1986.
Se subió a un avión. Atravesó temerario la cortina de hierro, se infiltró en el espacio aéreo soviético, humilló la seguridad de una de las naciones más celosas de su territorialidad, aterrizó en la Plaza Roja de Moscú, a la vera del Kremlin, entre multitudes sorprendidas que lo recibieron con una cálida bienvenida. Lo intuyeron piloto amigo. No lo era exactamente. Fue la aventura de Mathias Rust, la “hazaña” de un alemán no oriental que burló el cielo más vigilado del mundo y transgredió leyes internacionales para que reine la paz y, en su naif intento por el armisticio, casi desata un conflicto bilateral.
Había nacido en Uetersen, una ciudad perteneciente a Hamburgo, sobre la ladera este de Alemania, a comienzos de la década del sesenta. Había leído en su infancia las historias ficcionadas de un astronauta inmortal que descubre tecnología de avanzada en otro planeta, había distinguido con desconsuelo el fracaso de la duodécima reunión entre los hombres más poderosos del mundo en la sala parca de una recóndita y neutral área de Islandia. Desde el primer minuto de las cuatro horas y media de charla se percibía el desencuentro de dos posiciones antagónicas. No se selló la paz ese día de 1986.
Lo que procuró ser un esfuerzo por acortar la belicosidad y apaciguar las diferencias en materia armamentística fue apenas un corto paso en el desmantelamiento de la arquitectura de la Guerra Fría. Rust, que siguió con atención la contienda desde el televisor de su casa, no lo entendió así. “Yo esperaba mucho de ese encuentro y sufrí una gran decepción al ver que del mismo no había salido nada”, contó.
En 1985, un año antes de la cumbre de Reikiavik, un paseo en avioneta con su padre por las nubes de Hamburgo había sembrado su deseo de anotarse en la escuela de piloto de avionetas del aeroclub de la ciudad. El 11 de mayo de 1987, un año después de la cumbre de Reikiavik y del surgimiento de su angustia política, había sumado apenas cincuenta horas de vuelo cuando en la localidad de Wedel alquiló una avioneta Reims-Cessna F172P Skyhawk II (con matrícula D-ECJB) que había sido modificada para tener depósitos adicionales de combustible en vez de butacas traseras. Dos días después despegó con destino a los países del norte de Europa. El motivo que argumentó era creíble: sumar tiempo de vuelo para obtener la licencia de piloto profesional.
Se detuvo en las Islas Shetland en el norte del Reino Unido, durmió esa noche ahí. Voló hacia las Islas Feroe, donde descansó la segunda noche. Pasó por la capital de Islandia, donde se había dispensado el desarme de las potencias. Descendió en Bergen, Noruega, antes de recalar en la capital finlandesa, Helsinki, el 25 de mayo de 1987. Se dedicó tres días a moldear una idea que venía masticando. Tenía apenas 19 años. Su madre lo había descripto como “un chico tranquilo con pasión por volar”. Era más que eso: un joven intrépido, un idealista algo ingenuo, un entusiasta de la paz. Sentía que debía estrechar los lazos que Reagan y Gorbachov no habían podido. Sentía que debía contribuir a la humanidad con un acto insolente que nunca nadie había intentado.
Rust estaba nervioso. Se decía que el espacio aéreo soviético era infranqueable. El alemán quizás sabía que 269 personas, entre pasajeros y tripulantes, se habían muerto cinco años atrás luego de que un vuelo civil de Corea del Sur se extraviara sobre territorio comunista. No había contemplaciones ni conmiseraciones. El plan del joven piloto implicaba penetrar la cortina de hierro, hundirse en las narices soviéticas, aterrizar en el corazón del régimen y pedir hablar con el secretario general del partido. Tan osado como utópico e irreverente.
Despegó la mañana del 28 de mayo. A las autoridades del centro de control de tráfico aéreo en Helsinki les dijo que partiría rumbo a Estocolmo, Suecia. “Tomé la decisión final una media hora después de la salida. Cambié la dirección en 170 grados y me dirigí directamente hacia Moscú”, relató, según consigna la BBC. La avioneta de Rust había virado de dirección hasta desvanecerse en el radar. La desaparición de la avioneta parió una alarma. Una mancha de aceite en el mar confundió a la guardia costera, que activó una operación de rescate. Pero el piloto alemán no se había estrellado: su plan -no menos suicida- era descender en la Plaza Roja de Moscú.
Apareció en los radares soviéticos a las 14:29. Intentaron contactarlo sin suerte. Sobrevolando Estonia, un avión de guerra MiG se acercó hasta su posición: la defensa aérea le asignó el código de objetivo de combate 8255. “Pasó por mi lado izquierdo, tan cerca que pude ver a los dos pilotos sentados en la cabina y vi, por supuesto, la estrella roja del ala de la nave”, recordó. Él tenía una bandera alemana en el estabilizador vertical de su cola. Rust temió por su vida y tragó saliva. El caza no lo cazó.
Estuvo en la mira de tres baterías de misiles tierra-aire, que nunca obtuvieron la autorización para disparar. Habían pasado horas de un accidente aéreo que contribuyó, afortunadamente, a su gesta. El Cessna podía ser un avión de rescate o, mismo, un vuelo de entrenamiento de pilotos locales. Volaba bajo persiguiendo una vía ferroviaria que lo orientara hacia la capital. Aparecía y desaparecía de los radares. Las bases de seguimiento no compartían información y la burocracia del mecanismo militar demoraba las intervenciones. El sistema antiaéreo y antimisil no estaba preparado para contrarrestar la ofensa de un adolescente en su aeronave. Lo salvó la suerte: las casualidades, los malos entendidos y las falencias de una seguridad aérea no tan robusta como se creía lo guiaron a destino.
“Aún no puedo creer que sobreviviera. Había calculado que tan solo tenía un 50% de probabilidades de éxito”, confesó. Recorrió 750 kilómetros sobre territorio soviético hasta vislumbrar la Plaza Roja en el horizonte. Ahora debía aterrizar para cometer su acto de paz. “Tuve que aguantar -reconoció en diálogo con DW-. Volé tres veces cerca del suelo para que la gente se retirase de mi pista de aterrizaje. Pero no funcionó. Así que tuve que aterrizar sobre el puente que está cerca de la Plaza Roja”.
Sobrevoló a diez metros de la cabeza de los curiosos que lo veían como si fuese una exhibición aeronáutica. No interpretaron sus giros y se quedaron impávidos. Debió descender en el puente ubicado sobre el río Moscova y carretear hasta la Plaza Roja, frente a la Catedral de San Basilio. Eran las siete de la tarde del 28 de mayo de 1987. Había viajado durante siete horas y media desde Helsinki. De la aeronave bajó un joven de 19 años de 1,87 metros de altura. Lo recibieron con aplausos y cordialidad.
“Todo era alegría -contó-. Tuve la suerte de que un muchacho hablara inglés. Pude comunicarme con la gente. Me preguntaron de dónde venía. Les dije que desde Alemania. ‘Desde Alemania Oriental…’, me respondieron. ‘No, desde Alemania Occidental’, les dije. Les expliqué que venía en misión de paz porque quería hablar con Gorbachov para construir un puente imaginario entre el este y el oeste”.
No pudo hablar con Gorbachov ni entregar unos folletos que tenía en su avioneta. Su plan pacifista no proyectaba mucho más que el mero acto, que de por sí ya era suficiente. Hablaba de trazar un acercamiento entre Oriente y Occidente y “mostrar que mucha gente en Europa quería mejorar las relaciones entre nuestros mundos”. “Creo que todos los seres humanos en este planeta son responsables de lograr algunos avances y yo estaba buscando una oportunidad para hacer mi parte en ello”, dijo después.
El desborde y la incredulidad fueron tales que las autoridades demoraron dos horas en arrestarlo. Los espectadores creyeron rápido sus buenas intenciones. Pero él tenía que convencer a las fuerzas soviéticas de que no formaba parte de una ofensiva financiada por gobiernos extranjeros. El 2 de septiembre un juez lo condenó a cuatro años de trabajos forzados en un campo de internado. Rust se declaró culpable de vandalismo, de violar las leyes aéreas internacionales y de cruzar ilegalmente la frontera de la Unión Soviética. Finlandia le multó con 100.000 dólares por haber alterado el plan de vuelo y obligarlos a desplegar un dispositivo de rescate. Finalmente cumplió parte de su condena en la prisión de Lefortovo, en Moscú. “Fue muy duro tener 19 años y permanecer encerrado por 23 horas al día. Tuve muchas dificultades con la comida y perdí mucho peso”, recordó.
Su vida fue prenda de negociación. Tuvo un éxito corto su odisea pacifista: consiguió que Reagan y Gorbachov se pusieran de acuerdo cuando a catorce meses de su condena, el 3 de agosto de 1988, lo liberaron. Había vencido la diplomacia. El jurado lo había encontrado inofensivo. En el juicio, expresó: “No soy un espía ni un hombre de negocios ni un aventurero. Viajé hasta aquí por motivos personales. Mejor dicho, volé hasta aquí”. Pasó 437 días detenido. A la Guerra Fría aún le quedaban tres años de vida hasta la disolución de la URSS.
Wolfgang Akunow fue el traductor que lo acompañó en el proceso judicial. Desde un principio percibió un rasgo de farsa, un velo poco serio al tratamiento del caso. “Tenía la impresión de que Rust sabía que no podía pasarle nada malo”, dijo a la cadena alemana DW en 2012. Su versión fomenta una teoría conspirativa. El aterrizaje de Rust en las narices soviéticas le sirvió a Gorbachov para justificar una maniobra política que tenía resistencia interna: purgar los estamentos militares, más precisamente a quienes obstaculizaban sus planes de reforma. El primero en ser desplazado fue el ministro de Defensa. El segundo, el jefe de los servicios de defensa aérea. Más de doscientas personas perdieron su puesto por el vuelo temerario del adolescente alemán, quien luego presumió de los efectos de su gesta: “Le permití a Gorbachov llevar a cabo su Perestroika y su Glasnost con mucha mayor rapidez de lo que lo habría hecho sin mí”. Los historiadores no coinciden con la valoración presuntuosa de Rust: saben que igual lo hubiese hecho.
“Lo que saqué de provecho de este vuelo es que me demostró que cuando uno está convencido de algo es posible conseguirlo”, consignó el alemán. Pero su vida no siguió como la de un pacifista empedernido: a su regreso a Alemania, apuñaló a una compañera de trabajo en un hospital donde cumplía horas de trabajo comunitario. Lo volvieron a condenar, esta vez por agresión: le cayó una pena de treinta meses que cumplió por la mitad. Dijo haber sido víctima de robos, estafas e intentos de homicidio. Volvió a Moscú, cuando ya no a la URSS, como vendedor de zapatos. Fue jugador profesional de póker, instructor de yoga y analista financiero. Sigue siendo el recuerdo de aquel joven utópico que cruzó el telón de acero de la Guerra Fría para bregar por la paz.
Seguir leyendo: