El escritor y librero argentino Luis Mey cuenta en “Diario de un librero” (Interzona) que una vez un cliente le preguntó: “¿Tenés el último libro de Ana Frank? El Diario me encantó”. La anécdota demuestra ignorancia y también conocimiento. ¿Pero qué tipo de conocimiento? En estos días, una noticia causó indignación y repudio: en un local de comidas rápidas de Rafaela, Santa Fe, Argentina, se vendía la hamburguesa “Ana Frank” con papas “Adolf”. La banalización del mal, aunque no vamos a mezclar conceptos de Hannah Arendt con mercaderes inescrupulosos. Por este tipo de barbaridades, y porque el fantasma de la ultraderecha recorre Occidente, conviene recordar vida, martirio y legado de Ana Frank. Hoy se cumplen 79 años desde aquel 4 de agosto de 1944 en que la detuvieron en la casona de Ámsterdam -ciudad ocupada por los nazis-, donde llevaba más de dos años escondida y donde efectivamente (des)escribió, desde su prisma adolescente, el genocidio nazi.
Una década antes, con Hitler recién llegado al poder, Edith Frank, su madre, de familia judía alemana, había emigrado a los Países Bajos: el antisemitismo en Alemania era agobiante. Se instaló en un barrio del sur de Ámsterdam con sus dos hijas pequeñas, Margot y Annelies Marie, Ana, nacida el 12 de junio de 1929. Otto, marido de Edith y padre de las nenas, que había sido teniente del Ejército alemán durante la Primera Guerra y ahora era empresario, se les unió después. En Ámsterdam, creó una compañía dedicada al comercio de la pectina, sustancia para preparar mermeladas. El 10 de mayo de 1940, en plena Segunda Guerra, ocurrió el infierno tan temido: el ejército alemán atacó y ocupó Países Bajos; las tropas neerlandesas se rindieron y la Reina Guillermina se exilió en Londres. Otto y Edith ya no podían ocultarles a sus hijas el peligro que corrían.
Te puede interesar: Ana Frank: la joven que nació dos veces, los nazis la asesinaron cuando tenía 15 años y un diario íntimo la volvió inmortal
El 12 de junio de 1942, Ana cumplió 13 años: le regalaron un cuaderno a cuadros rojos y blancos que había visto en una vidriera. Imposible adivinar que iba a convertirse en un ícono testimonial de la barbarie en el siglo XX. El 5 de julio de 1942, la familia recibió el aviso de que Margot, tres años mayor que Ana, debía presentarse “a trabajar” en Alemania. Trabajar era, claro, un eufemismo cínico: Otto y Edith decidieron esconderse y pasar a la clandestinidad. Al día siguiente, se instalaron en la parte trasera de la casona de Prinsengracht 263, donde funcionaba la empresa familiar, y empezaron a acondicionar el escondite. Los Van Pels, matrimonio con un hijo, amigos de los Frank, se sumaron el 13 de julio y, más tarde, Fritz Pfeffer. Ana escribía sobre el encierro, la convivencia forzada y sus sensaciones en esa especie de exilio interior forzado por el nazismo.
Una terrible mañana soleada
La efeméride nos lleva a la elipsis y la elipsis, al 4 de agosto de 1944, un viernes soleado y cálido en Ámsterdam, 760 días después del inicio del encierro. Entre las 10.30 y las 11 de la mañana, un grupo de agentes holandeses comandado por Karl Josef Silberbauer, suboficial austríaco con rango de SS, irrumpió en Prisengracht 263, donde hoy funciona el Museo/Casa Ana Frank. Silberbauer habló con Williem van Maaren, empleado de la empresa, que les señaló la planta alta, en donde estaban las oficinas. Ni Van Maaren ni la mayoría de los empleados conocían, supuestamente, la existencia de la “Casa de atrás”. Los ocho escondidos contaban con la protección de seis personas. Una de ellas, Miep Gies, empleada de la empresa, nacida en Viena, alzó la vista y se encontró frente al caño de la pistola de uno de los nazis. Luego, fueron por Victor Kugler, otro protector, director de la compañía, al que obligaron a mostrarles el edificio entero.
Te puede interesar: Los días de Ana Frank en “la casa de atrás”: el horror del nazismo, el primer amor y su muerte en un campo de exterminio
Kugler narró aquel momento angustiante: “La policía subió al cuarto de almacenamiento en la casa delantera y preguntó qué había en esas cajas, bolsas y bolsos. Tuve que abrir todo. Me decía a mí mismo: ‘Ojalá que sólo sea una revisión de rutina de la casa, ojalá que termine pronto’”. Pero no. La requisa era a fondo y agresiva. El punto más dramático fue cuando encontraron la estantería giratoria, entrada secreta a la llamada Casa de atrás. Otto recordaría el instante en que fueron descubiertos tras más de dos años de clandestinidad: “Me encontraba en la parte de los Van Pels, con Peter, ayudándolo con sus tareas escolares. De repente, alguien subió corriendo por las escaleras y, cuando se abrió la puerta, un hombre estaba parado justo frente a nosotros con una pistola en la mano. Mi esposa, mis hijas y los Van Pels estaban parados abajo con sus manos en alto”.
Peter, de 17 años, el hijo de los Van Pels, era el único que tenía habitación propia, estaba enamorado de Ana. Habían tenido escarceos adolescentes: besos y caricias, en el cuarto de él y en la buhardilla. Luego, Ana tomó cierta distancia. En todo caso, no les quedaba mucho tiempo de vida. Él iba a morir en mayo de 1945 en el campo de concentración de Mauthausen, a los 18 años, tras haber pasado por Auschwitz.
El diario del piso al escritorio
Silberbauer les pidió a los ocho habitantes de la Casa de atrás que entregaran sus pertenencias: tomó el maletín de Otto, en donde estaba el Diario de Ana, y lo vació a los sacudones para llenarlo con objetos valiosos -qué mayor valor que el Diario de Ana Frank, que él mismo había tirado al piso-; después ordenó arrestar también a los protectores de los detenidos: Kugler y Johannes Kleiman fueron trasladados a una casa de detención en la calle Amstelveenseweg. Silberbauer le exigió a Otto que diera nombres. El padre de Ana respondió que llevaban 25 meses encerrados y que no tenían información del mundo exterior. Los ocho refugiados fueron llevados a la comisaría de Euteroestraat y luego a un centro de detención en la calle Weteringschans.
El operativo terminó, tras dos horas y pico de tensión extrema, cerca de las 13. Miep Gies dejó pasar un tiempo prudencial, se aseguró de que no hubiera nadie cerca, y entró en la Casa de atrás con Bep Voskuijl, otra protectora. “Encontramos los papeles del diario de Ana dispersos en el piso, los recogimos y los llevamos a la oficina: los guardé en la cajonera de mi escritorio”, contó Gies, que por supuesto figuraba en esos mismos diarios. Ana, por ejemplo, había escrito: “Miep parece un verdadero burro de carga, siempre llevando y trayendo cosas. Casi todos los días encuentra verduras en alguna parte y trae todo en grandes bolsas colgadas en su bicicleta”. La esperanza de Gies, salvadora de los textos, era devolvérselos a Ana cuando volvieran a verse, lo que no ocurriría nunca.
El 5 de mayo de 1945 los Países Bajos fueron liberados de la ocupación nazi. Otto, que había pasado por campos de exterminio, volvió a la casa a principios de junio. Miep y su esposo Jan le pidieron que se quedara con ellos, y así fue durante siete años. En julio, cuando tuvieron evidencias de que Ana había muerto en el campo de concentración Bergen-Belsen, Miep le entregó el Diario a Otto, que lo publicó en 1947. Recién entonces, por insistencia del padre de Ana Frank, Miep leyó los textos que habían estado en su escritorio. “Me alegré de no haber leído los textos después del arresto. Si lo hubiera hecho, habría tenido que quemarlos, porque eran demasiado peligrosos para la gente que Ana mencionaba”, dijo.
Ana, muerte y legado
Tras el paso por el Departamento de policía y la prisión de Ámsterdam, los ocho detenidos fueron llevados al campo de tránsito Westerbork, hasta que los nazis los trasladaron a Auschwitz-Birkenau, el 2 de septiembre de 1944. El viaje en un tren para ganado, en condiciones infrahumanas, con miles de prisioneros hacinados, sin comida, casi sin agua, con un barril como inodoro, duró tres días. Cuando llegaron a Auschwitz, los médicos nazis decidieron quiénes realizarían trabajos forzados y quiénes serían asesinados: 350 recién llegados fueron directamente a las cámaras de gas. Ana, su hermana y su madre terminaron en el campo de trabajo para mujeres; Otto, en el campamento de hombres. En noviembre de 1944, las dos chicas fueron trasladadas otra vez: al campo de tormentos de Bergen-Belsen, donde las condiciones generales eran atroces y el frío, insoportable. Ambas murieron en febrero de 1945 -primero Margot- de fiebre tifoidea, enfermedad que se contrae por una bacteria transmitida a través de alimentos y agua contaminados. Ana tenía 15 años.
Se considera que el “Diario de Ana Frank” tiene cuatro versiones principales. La original, sin cortes; la revisada por Ana, tras haber escuchado por la radio, el 29 de marzo de 1944, que Gerrit Bolkestein, un miembro del gobierno holandés en el exilio, tenía la intención de convertir cartas y diarios en documentos históricos (Ana decidió reescribir sus textos desde otra perspectiva e incluso convertirlos en novela); la del libro que Otto publicó el 25 de junio de 1947 -con tirada de 3.036 ejemplares-, omitiendo ciertos pasajes sobre la sexualidad de la adolescente y detalles de las disputas y enconos familiares; y la versión revisada, ampliada y organizada por el escritor alemán Mirjam Pressler, con los pasajes suprimidos por el padre de Ana.
En los Estados Unidos, el diario escrito entre el 12 de junio de 1942 y el 1 de agosto de 1944, fue rechazado por quince grandes editores hasta su publicación en 1952. Alfred A. Knopf justificó su bajada de pulgar a la edición diciendo que se trataba apenas del monótono registro de disputas familiares típicas, trivialidades y emociones de adolescentes: su voracidad comercial y, tal vez, la cercanía temporal de los hechos no le permitían evaluar el valor histórico. El ensayista francés Robert Faurisson publicó un libro titulado “El diario de Ana Frank: ¿es auténtico?”. Uf. Y eso que nos limitamos a mencionar a gente nacida en los países triunfadores en la Segunda Guerra. Sin embargo, el “Diario de Ana Frank”, admirado por figuras notables como Nelson Mandela y el escritor Philip Roth, fue un éxito en todo el mundo. Y en los Estados Unidos se mantuvo en la lista de los más vendidos durante 20 semanas y fue también best seller.
La esquiva verdad
En 1958, para refutar a los negacionistas que sostenían que el “Diario de Ana Frank” era falso, Simon Wiesenthal, investigador y cazador de nazis, comenzó la búsqueda del hombre que la había detenido. El nombre de Silberbauer había sonado en 1948, cuando se buscó la pista de las detenciones de agosto de 1944. Wiesenthal dio con Silberbauer en octubre de 1963, quien admitió que había detenido a Ana Frank, aunque dijo no recordar quién había hecho la denuncia. Segun él, sus superiores le habían indicado que la información provenía de una fuente fiable. Julius Dettmann, el hombre que había manejado los datos, se había suicidado después de la guerra. Silberbauer, considerado apenas un esbirro de los nazis, murió en 1972. Esa línea de investigación quedaba clausurada.
Apenas terminada la Segunda Guerra, Otto Frank intentó averiguar quién había sido el delator. Desde entonces hasta hoy, se sucedieron hipótesis sobre supuestos traidores, pero ninguna quedó demostrada. Una mujer de la empresa de los Frank, Van Maaren, el empleado que había recibido a Silberbauer en Prinsengracht 263, y otras personas, como Tonny Ahlers, Lena Hartog y Ansvan Dijk, fueron sospechadas de delación, pero sin pruebas concretas. La supuesta traición a Ana Frank y su familia, la que condujo a la trágica mañana del 4 de agosto de 1944, sigue siendo materia de debates, especulaciones y misterios. El valor histórico del “Diario de Ana Frank”, en cambio, está fuera de debate y aumenta con el correr del tiempo.
Seguir leyendo: