“No tengo prejuicios: odio a todo el mundo”, disparó alguna vez el líder y cantante de Metallica, James Alan Hetfield, que hoy cumple 60 años. La tribuna thrash metal -variante más agresiva del heavy metal- le pedía excesos y él cumplía hasta en sus declaraciones, aunque tenía más razones para el odio irrestricto. Nacido el 3 de agosto de 1963 en Downey, California, en el seno de una familia fanática de una secta, su padre, Virgil, era camionero y su madre, Cynthia, cantante de ópera (lógico que el hijo les saliera músico heavy metal). A los 16 años, James ya conocía la desolación. Virgil los había abandonado cuando él tenía 13, sin dejar siquiera una nota. Cynthia, que sostuvo la mentira de que su marido estaba de viaje, murió tres años después por un cáncer que se negó a tratarse. Ciencia Cristiana, pseudorreligión fundada por Mary Baker Edy en el siglo XIX, se lo impedía. “Dios arreglará cualquier cosa que te enferme”, aseguraba Cynthia, hasta que comprobó que no.
Ya adulto, convertido en estrella, su hijo explicó: “La Ciencia Cristiana es una religión en la que básicamente no creés en los médicos, Pudimos ver cómo se marchitaba mi madre mientras ella no estaba interesada en saber lo que tenía. Fue muy duro”. La música iba a redimirlo como cantante, guitarrista y compositor, pero no del todo. “Soy malvado, soy odioso, no me gusta la gente. Sólo sobre el escenario consigo pasar de ser un trozo de mierda a ser el rey de la mierda. Mis problemas son una fuente de energía de la que me alimento, porque da para grandes canciones. El precio es alto”. Una de esas canciones fue, por ejemplo, The God That Failed (El dios que falló). “El título es un poco duro para la gente que cree que Metallica ataca a la religión. Pero nació de mis creencias y de mi infancia y no pueden negármelo. La música es una terapia para mí”, explicó Hetfield.
Bullying y hard rock
El ciego fanatismo de sus padres lo condenó a padecimientos anímicos y físicos. James sufría de migrañas que le taladraban la cabeza, pero los analgésicos más comunes le estaban vedados. La escuela también era un tormento. “Durante ciertas materias tenía que abandonar las clases. Se suponía que yo no podía aprender sobre el cuerpo humano porque ya tenía un escudo para el alma y no necesitaba aprender todo eso porque nunca iría al médico. Mis compañeros me preguntaban por qué tenía que dejar el aula y yo tenía que explicarles en qué consistía mi religión. Cuando estás en la escuela querés estar con amigos y hacer cosas con ellos. En mi caso, me hacían sentir que no era de este mundo”.
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Aprender a tocar una guitarra -una SG Gibson usada que compró en un venta de garaje, con la ayuda de su madre- fue el único paliativo. El 12 de julio de 1978 vio en vivo a AC/DC con Aerosmith y supo que ese sería su destino. “Para mí, todo el mundo era enemigo, pero la música nunca me mentiría ni me abandonaría”. Ya huérfano -o mitad huérfano, mitad abandonado- se mudó con un medio hermano paterno a La Brea, Los Ángeles, y formó parte de bandas alternativas como Obsessions, Syrinx, Phantom Lord y Leather Charm. “Era una forma de alejarme de mi jodida familia y de mi jodido pasado”.
Trabajó como portero de un colegio y como empleado de una fábrica de calcomanías, donde imaginaba canciones durante la hora libre para el almuerzo; tarareaba riffs que registraba en un grabador. Un compañero de trabajo le aconsejó que se abriera camino en la fábrica, pero James sólo tenía el plan de ser músico. En 1981 empezó a acercarse a su objetivo, un objetivo que iba a superar largamente: fundó Metallica junto con el baterista Lars Ulrich. Luego se sumaron el guitarrista Dave Mustaine y el bajista Ron McGovney, que serían sustituidos más adelante -a causa del alcoholismo desbocado y las actitudes violentas- por Kirk Hammett y Cliff Burton. Burton iba a morir en 1986, a los 24 años, durante una gira por Suecia, aplastado por el micro de Metallica. Otro momento perturbador en la vida de Hetfield, que fue el que encontró el cadáver.
Pero antes, a comienzos de los 80, en especial durante la grabación de sus tres primeros discos, la banda fue consolidándose en el subgénero thrash. “Cuando sos joven sólo querés que te escuchen, y se nos ocurrió que si tocábamos más fuerte, más alto que todos los demás, nos escucharían”, dijo Hetfield. Fuera de lo musical, la revista Newsweek los describió como “feos, malolientes y desagradables”, lo que bastó para que se ganaran las devoción de amplios sectores juveniles, los mismos que admiran a Charles Bukoswki sin haberlo leído. Como fuera, y más allá de los juicios de valor, Metallica iba en camino a convertirse en una de las bandas de hard rock más importantes de la historia.
Legado etílico
A James le había quedado, al menos, un legado paterno: el alcoholismo. El resto de la banda estaba, en este rubro, a su nivel. En 1985, durante la gira de promoción del disco Ride The Lightning, Metallica comenzó a ser llamada “Alcohólica” (Alcoholic), apodo del que sus miembros se apropiaron con orgullo, al punto de que se imprimieron remeras con esa palabra. Jon Zazula, dueño de Megaforce Records, recordó que tras la firma del primer contrato los miembros de Metallica metieron sus pertenencias en un camión de mudanzas y viajaron desde California hasta Nueva Jersey. Como no tenían dónde dormir, el productor les ofreció alojarlos en la casa. Un error que casi le cuesta el matrimonio. De entrada, los músicos le vaciaron el minibar tomando del pico de las botellas. Luego, le vomitaron todos los ambientes. Marsha, esposa de Zazula, le dio el ultimátum: o ellos o yo.
En los hoteles se comportaban distinto. Peor. Hetfield narró un episodio compartido con Joey Vera, bajista de Armored Saint. “Estábamos bebiendo mucho y tirando botellas por la ventana de la habitación. Hacían un ruido divertido al estallar contra el suelo. Cuando me aburrí, tiré la campera de cuero de Joey, que cayó en una pileta. Fuimos a buscarla; al volver, nos quedamos atrapados en el ascensor durante media hora. Al salir, en el décimo piso, yo estaba con tanta bronca que agarré un matafuego y empecé a rociar a todos lo que pasaban”. Los que recibieron los chorros de bicarbonato de sodio y ácido sulfúrico la sacaron barata. Los músicos de Metallica estaban más acostumbrados a demoler hoteles, camarines y camionetas -en las que se trasladaban- a batazos, palazos o lo que tuvieran a mano. A veces ni distinguían quién era quién. “Una vez vimos unas putas, pero cuando nos acercamos nos dimos cuenta de que era Mötley Crüe”, recordó Hetfield.
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Destrucción y autodestrucción
El delirium tremens les salía caro. “Destrozábamos camarines porque era lo que se esperaba de nosotros. Luego te llegaba la factura. Cuando terminamos la gira, teníamos que pagar lo roto y no teníamos plata. Una vez, nos empeñamos en meter la comida de un catering por la ventilación de nuestro trailer y, como no cabía, decidimos hacer boquetes y terminamos destruyendo todo. El promotor nos dijo que había tenido problemas similares con Sid Vicious y Keith Moon y yo pensé: qué cool. Pero luego recordé que ambos estaban muertos, así que quizás el asunto no era tan cool. Estaba claro que tenía que solucionar mis mierdas”. En 1986, con la muerte de Burton tras un vuelco del micro de Metallica, Hetfield reemplazó el duelo por la fórmula conocida: “Bebí, bebí más, bebí hasta que el dolor se fue. Era muy hermético, no confiaba en nadie. Intentaba llenar un hueco y no hacía más que profundizarlo”. Alguna vez, por error, subió al escenario sobrio y sintió algo “horrible”: que tocaba y cantaba mejor.
El 8 de agosto de 1992 estuvo a punto de morir a lo bonzo. Durante un show que daban en el Estadio Olímpico de Montreal, Canadá, con Guns N’ Roses, un lengüetazo de fuego -parte de la pirotecnia escenográfica- le quemó parte del cuerpo. “Fue durante la canción Fade To Black. Yo estaba tocando la guitarra y unas llamas de colores comenzaron a salir del piso. Estaba un poco confundido y no sabía para dónde ir. Caminé hacia adelante y hacia atrás. El encargado de ese efecto especial, no vio dónde estaba y soltó una enorme llama justo debajo de mi pies. Cerré los ojos y me di vuelta. Me había quemado todo el brazo izquierdo, la mano hasta el hueso, parte de mi cara y de mi espalda. Nunca había sentido un dolor así en mi vida”. Lo llevaron de urgencia a un hospital, en donde lo atendieron por las quemaduras de segundo y tercer grado; mientras, los fanáticos comenzaron a destruir el estadio y las zonas aledañas: quemaron autos y saquearon negocios.
La esposa exorcista
Una vez recuperado, Hetfield se tatuó cuatro cartas de póker -un as de pica, un nueve de diamantes, un seis de corazones y un tres de trébol- con llamaradas sobre los bordes superiores. Los naipes evocaban el año de nacimiento, 1963; el fuego, el modo en que pensó que iba a morir. Debajo, en cursiva, se tatuó la inscripción “Carpe Diem”, frase latina que aconseja vivir y disfrutar el presente. Lo logró durante una etapa: cuando se puso de novio con la vestuarista de la banda, la argentina Francesca Tomasi, una mujer que lo ayudó a luchar contra sus adicciones le transmitió otra, benigna, la de tomar mate. En los shows era común que el músico hiciera chirriar su bombilla con las mejillas chupadas, disfrutando de la yerba argentina.
En 1997 se casaron. En los años siguientes, tuvieron tres hijos: Cali Tee (1998), Castor Virgil (2000) y Marcella (2002). Hetfield sintió que tenía nuevas responsabilidades y motivos de orgullo. “Mi bebé me trae cervezas y sólo tiene cuatro años. Soy un papá orgulloso”, declaró, mientras se le caía la baba. En 2001 viajó a cazar osos a Siberia -la caza junto con la mecánica automotriz son sus hobbies-, justo cuando Castor cumplía años. Cuando James volvió, Francesca lo echó de la casa. Él, entonces, empezó a tomar conciencia. En una entrevista con la revista Playboy, dijo: “Tengo muchos días perdidos. Empecé terapia y descubrí mucha oscuridad dentro de mí. Me tomé más de un año sin beber: el cielo seguía ahí, pero la vida era menos divertida. Entendí que beber es parte de mí. Pero sé hasta dónde llegar; además no puedo estar con resaca frente a mis hijos; que me digan: ‘Papá, andate a la mierda, levantate del sofá’. Bueno, ellos todavía no saben decir eso. Hoy diría que no soy alcohólico pero, ya sabés, todos los alcohólicos dicen que no son alcohólicos”.
Final abierto
En 2019, antes de la reclusión pandémica colectiva, Hetfield se recluyó en un centro para adictos. En 2020 se divorció de Francesca. Ahora, a los 60, intenta volver con todo lo que le queda, a él y a Metallica. “A medida que envejecemos, nos encantaría seguir tocando en todos los lugares en los que hemos estado antes, pero es casi imposible mantener el ritmo que tuvimos, digamos, en los años 90. Salíamos durante meses y llevábamos un vida a puro vértigo. Somos muy autocríticos y duros con nosotros mismos y tenemos estándares muy altos, así que nos encargamos de todos los aspectos para llevar el mejor espectáculo visual y sonoramente a la gente que disfruta de nuestra música y continúa viniendo a vernos en vivo”, dijo.
La banda -una de las cuatro más grandes de thrash metal, junto con Megadeth, Slayer y Anthrax- lleva editados once discos de estudio y nueve Grammys ganados, entre muchos otros premios. El último álbum, 72 Seasons fue lanzado el 14 de abril de 2023. La máquina metálica sigue sonando, mientras su frontman sigue luchando contra sus demonios, contra sí mismo.
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