¿Se puede escribir algo novedoso sobre el Holocausto? ¿Hay todavía datos sin descubrir? ¿Se pueden encontrar nuevas aristas sin caer en el negacionismo? El historiador francés Florent Brayard responde con contundencia a esas preguntas. En su libro Auschwitz: Investigación sobre un complot nazi publicado por Arpa y distribuido por Riverside Agency brinda datos, teorías y conclusiones que asombran y que vienen a refrescar el debate sobre la Solución Final.
Brayard sostiene que Hitler, Himmler, Heydrich y unos pocos jerarcas nazis más, que no llegaban a la decena, ocultaron al resto de los líderes nazis y a la población durante un largo tiempo la puesta en marcha de la Solución Final tal como la conocemos, es decir el plan de exterminio absoluto de toda la población judía de Europa. Fue información que le escatimó, un secreto, que mantuvo por más de un año aún con alguien tan cercano y fiel como Joseph Goebbels.
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¿El sucesor del Führer?
Reinhard Heydrich fue uno de los más temibles hombres del Tercer Reich. Obediente, violento y cruel, su ambición asesina no conoció límites. Se convirtió en un engranaje vital de la barbarie nazi. Le decían La Bestia Rubia, El Carnicero de Praga, El Verdugo y varios apelativos del mismo tenor.
Adolf Hitler confiaba en él; le encargaba las peores tareas. Y él las cumplía con exactitud. Era un tecnócrata criminal. Nada lo amedrentaba. Se lo considera el responsable directo de más de un millón de asesinatos. Fue el creador de las Einsatzgruppen. Por ejemplo, La Noche de los Cristales Rotos y La Noche de los Cuchillos Largos llevan su firma. Muchos creían que, por su juventud y su osadía, era el mejor candidato para suceder al Führer.
El 31 de julio de 1941, Reinhard Heydrich recibió la orden de Göring de preparar la Solución Final para la Cuestión Judía. Se sabe que los nazis eran cultores del eufemismo. No solían llamar las cosas por su nombre. Las bautizaban con nombres fastuosos o las camuflaban en anodinas denominaciones administrativas. Es un método utilizado con frecuencia por los regímenes totalitarios como si lo que no se nombrara no tuviera existencia real.
Göring le pidió por escrito que preparara “un plan global de medidas organizativas prácticas y financieras para la ejecución de la solución final que se le pretende dar al problema judío”. Décadas más tarde, Adolf Eichmann sostuvo que Göring sólo firmó el texto, que fue Heydrich quien lo escribió, quien se dio la orden a sí mismo.
Este texto, el documento T/179, pergeñado por Göring y Heydrich, dos de los hombres más cercanos a Hitler, dos nazis recalcitrantes y convencidos, capaces de todo, no indica el inicio de la matanza de judíos por parte del Tercer Reich, ni que ese fuera el primer paso administrativo dado.
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La persecución a los judíos se inició en 1933. Fue progresiva y veloz. Las leyes raciales, los saqueos, la pérdida de derechos. Los asesinatos en el frente europeo también se habían iniciado bastante antes de este documento. Los crímenes en masa se habían dado desde el mismo momento en que comenzó la invasión a la Unión Soviética. Sin embargo, este documento más que sentar las bases de lo que vendría a continuación, tuvo el fin de posicionarse mejor en una interna del poder. Fue emitido para bloquear la intromisión de Alfred Rosenberg en la cuestión. Rosenberg había sido nombrado Ministro del Reich para los territorios Ocupados del Este. De esta manera, tras la intervención de Göring y Heydrich, las SS (es decir, ellos) seguían siendo los que decidían sobre la eliminación de los judíos en el Este.
El siguiente gran hito en la cronología del Holocausto es la Conferencia de Wannsee, en enero de 1942. Allí Heydrich y Eichmann comunicaron entre eufemismos y fórmulas vagas, las bases administrativas de la Solución Final. Pero no, de acuerdo a este libro, tal como la entendemos en la actualidad. Ellos, todavía, se referían a la extinción de los judíos y no a su inmediato exterminio.
Según Brayard, Hitler y Himmler recién tres meses después decidieron que la eliminación debía ser total e inmediata. Es decir la etapa de las cámaras de gas y los campos de exterminio, fábricas directas de muerte. Y que ese plan de exterminio definitivo fue durante un tiempo largo, más de un año, un secreto, casi una conspiración entre algunos jerarcas nazis, que decidieron no exponerlo abiertamente al resto.
El secreto sobre la Solución Final
El excluido más sorprendente, según el autor, fue el Ministro de Propaganda y absoluto fanático hitleriano, Joseph Goebbels. En sus diarios no hace mención al tema hasta muy avanzado el tiempo. La investigación exhaustiva de sus papeles privados no da a entender que tuviera conocimiento. Algunos investigadores le hacen al historiador francés una objeción: sostienen que Goebbels escribía su diario con el fin de publicarlo, que ese era su deseo, darlo a conocer. Y que eso podría haber hecho que algunas de las cuestiones, en especial las más escabrosas, las haya escamoteado y que haya cincelado algunos episodios a su conveniencia, alejándose de la verdad, para quedar mejor ante sus eventuales lectores y ante la historia.
En este punto habría que hacer una diferenciación, una aclaración imprescindible. Lo que Brayard sostiene no es que recién en este punto comienzan las matanzas indiscriminadas. Habían comenzado con los judíos del este mucho antes. Las deportaciones hasta ese momento se hacían sin la voluntad expresa de la eliminación inmediata, sino con el remoto final de la extinción. La muerte era el final casi seguro de los que eran deportados debido al trabajo esclavo y a las condiciones paupérrimas de vida e higiene. Los que sabían de las deportaciones suponían (o estaban seguros) que el destino final de los prisioneros era la muerte en la mayoría de los casos. Los otros líderes nazis y el resto de los oficiales, los no informados de este plan, ya avanzada la guerra sabían que los judíos occidentales también morirían, sabían que la deportación en algún momento produciría la muerte de ellos. Pero lo que desconocían era que el plan era la eliminación directa e inmediata. En Wannsee, Heydrich había sido claro: las que sobrevivieran a lo que ellos llamaban “Traslados”, al trabajo forzado y a las inhumanas condiciones sanitarias, no vivirían más en ningún territorio bajo dominio alemán, serían erradicados definitivamente.
El plan siempre fue que en el largo plazo los judíos no vivieran más en dominios nazis y que se extinguieran. Las elites nazis y muchos de los alemanes estaban de acuerdo con eso, sin importarles los métodos empleados. En esa línea iban los planes originales de Hitler, no sólo con las leyes raciales y las persecuciones, sino con el proyecto de crear un estado sionista en Madagascar y con la esterilización de los judíos, lo que traería aparejado en dos generaciones más su desaparición como raza.
Brayard insiste, para no ser mal interpretado, que lo que él afirma es válido para Auschwitz, Treblinka y los campos en suelo alemán. No para los de Europa Oriental en los que la matanza siguió el patrón que se suele describir: las ejecuciones en masa en el este se conocían vastamente y hasta se las miraba con fruición. Los soldados las comentaban en las cartas, sacaban fotos, y las noticias aparecían en la prensa como éxitos y avances en la guerra. En cambio sobre Sobibor, Treblinka o Auschwitz nunca hubo comunicaciones oficiales, ni se habló abiertamente de ellos.
Según el autor francés, Hitler mantuvo oculta esta parte de su plan pese a sus convicciones. Él estaba persuadido de que había que exterminar a los judíos; la ley del más fuerte, que sobrevivieron los más adaptados, una especie de darwinismo social. Cualquier crítica que se le hiciera al respecto, cualquier pedido de recato o al menos de discreción era rechazado con una de sus frases más recurrentes: “Nada de sentimentalismo”.
Pero hubo un hecho que lo hizo recalcular respecto a la difusión de sus planes. Un tiempo antes habían lanzado la Operación T4, que era ni más ni menos una operación para eliminar a los enfermos mentales. Hubo decenas de miles de asesinados. Algunos creen que fueron alrededor de 70.000. La Operación T se puso en marcha en secreto, pero más de un año y medio después, dada su magnitud, lo que en algún momento fueron rumores se convirtió en certeza y en una noticia que era imposible de negar. Hubo marchas, manifestaciones en contrario de algunos obispos influyentes, cartas y protestas públicas. A mediados de 1941 debieron suspender la operación (al menos oficialmente). Para Hitler eso era un indicio, casi una prueba, de que la moral nazi todavía no había triunfado, no se había instalado definitivamente en la población y que aún quedaban resabios de la moral judeocristiana.
El temor de Hitler era que con los judíos alemanes y los de Europa Occidental sucediera lo mismo. O que la reacción todavía fuera peor. Que si los vecinos (vivían en la misma cuadra, compartían vida cotidiana, vestían igual, hablaban el mismo idioma) fueron llevados a ser exterminados las protestas podían replicarse o agravarse. Pero, finalmente, cuando fue evidente lo que ocurría, cuando el exterminio quedó al desnudo, nada sucedió.
Entre los que debían saber de este plan de eliminación veloz y drástico debía estar Albert Speer, el ministro de armamento. Speer debía saber si iba a contar con mano de obra esclava o no, recibir respuesta a sus requerimientos de hombres para sus fábricas y conocer cuántos de esos que eran enviados hacinados en trenes trabajarían para él. A eso se le debe sumar que las grandes obras de infraestructura se le mostraban previamente a él: es decir vio los planes de los grandes campos de concentración. Y, tal vez el punto fundamental, sea que Speer era el confidente de Hitler, un hombre de contacto casi diario y de charlas en las que casi ningún tema quedaba afuera. El Führer confiaba en su juicio y disfrutaba con la aprobación de un hombre evidentemente inteligente. La paradoja es que en los juicios de Nuremberg, Speer fue uno de los pocos que no recibieron condena a muerte por delitos contra la humanidad, en gran medida por su pretendida autocrítica y el sagaz posicionamiento frente a los juzgadores.
Lo que Brayard no pudo determinar es qué fue lo que hizo cambiar de idea a Hitler y de pasar a que los prisioneros murieron de una muerte lenta, devastados por el hambre, enfermedades y las condiciones de vida de los Lager, a su exterminio. Por un lado el odio hacia los judíos que sólo fue creciendo en su interior y contagiándose al entorno. Por el otro, es posible que en su alienación estuviera convencido de que la eliminación de los judíos lo podía ayudar a ganar la guerra. Existe también otra posibilidad: que se dieran cuenta de que habían llegado demasiado lejos y que intentaban que no quedara ningún testigo ni demasiadas pruebas: esa fue la lógica que se impuso en los momentos finales con las terribles Marchas de la Muerte.
El autor afirma, en una tesis muy sólida, que el mundo se enteró casi al mismo tiempo que los otros jerarcas nazis y la población de las matanzas en los campos de concentración cuando ya muy avanzado 1943 se difundió la noticia de las cámaras de gas y del uso del Zyklon B. En el momento en que Himmler informaba al resto de los oficiales, los indicios más que verosímiles y concordantes se difundían en Estados Unidos y los demás países aliados.
Hay que recordar que la reconstrucción de estos hechos es muy dificultosa porque no quedaron órdenes escritas ni documentos en los que se establecieran estas medidas. Eran órdenes orales y las pocas que quedaban asentadas en papel se destruyeron de inmediato.
Un aspecto importante de la investigación de Brayard es que para su libro usó fuentes ya conocidas y utilizadas por otros historiadores durante años. Su aporte fue una nueva mirada, el poner la atención en situaciones que habían pasado desapercibidas hasta ese momento y en pensar sin preconceptos y sin temor de aportar conclusiones novedosas, que salen de lo preestablecido.
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