“El mundo se ha vuelto loco”, dijo Kate Bush el año pasado; más o menos lo que el mundo había dicho de ella en los 90, cuando desapareció completamente, a los 35 años, tras una década gloriosa. La cantante, compositora y multiinstrumentista británica, que hoy cumple 65 años, se refería en 2022 a la última rareza de su rara carrera: haber alcanzado el puesto número uno de las canciones más escuchadas en Gran Bretaña con un tema lanzado 37 años antes. “Running Up That Hill” no había llegado a la cima internacional en 1986, cuando apareció como parte del disco “Hounds of Love”; llegó en 2022, tras su resurrección como leit motiv de la cuarta temporada de la serie juvenil “Stranger Things”.
Sin moverse de su casa, sin dejar de mirar series ni de entretenerse con la jardinería, Bush conquistó el esquivo mundo millennial y centennial, multiplicó los euros de su cuenta bancaria -ganó, según las estimaciones, cerca de 2,3 millones de dólares- y recuperó aquella vieja fama masiva, lo que no pareció agradarle tanto.
Sí. Recuerdan bien. Y los que no, sépanlo. Bush es la autora de “Wuthering Heights”, aquella canción inclasificable que provocó furor entre los melómanos sofisticados y entre los que, sin tener idea, la bailaron como un “lento” más en épocas de música disco. Igual que “Running Up...”, llegó al tope de todos los rankings, pero de 1979, año en que apareció con parte del disco debut “The Kick Inside”. Kate, de 19 años, se convertía en la primera mujer de la historia de la música pop en vender un millón de copias de un álbum compuesto exclusivamente por canciones propias. Faltaban quince años para que se esfumara de la vida pública sin dejar rastros y dejara a sus fans sumidos en la confusión y el misterio.
El año pasado, ya reaparecida, dijo: “Stranger Things es una serie tan buena que pensé que la canción podía llegar a atraer un poco de atención. Pero nunca imaginé que ocurriría algo así. Es emocionante, pero también abrumador. Que toda esta gente, que no había nacido cuando la compuse la escuche por primera vez y la descubra es algo especial. Yo nunca vuelvo a escuchar mis viejas canciones”.
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Precoz y fuera de norma
Catherine Buss nació el 30 de julio de 1958 en el condado de Kent, Inglaterra. Hija de un médico aficionado a la música y de una enfermera que además era bailarina, con dos hermanos dedicados a la música folk y la literatura, aprendió a tocar el piano y el violín a los 11 años; a los 13 componía canciones; a los 15 ya había hecho grabaciones caseras de muchos de los temas que muy pronto serían sus primeros éxitos. Una chica talentosa y sobreestimulada: se calcula que compuso alrededor de 400 canciones antes de los 16 años (eso sí que suena abrumador, mucho más que haber sido redescubierta cincuenta años después por jóvenes del siglo XXI). Envió algunas de ellas a los grandes sellos, pero cri cri cri, no tuvo respuesta.
En este punto hay que reconocer que, más allá de que fuera menor de edad, las canciones de Kate no parecían la mercancía ideal para la industria discográfica. ¿Por? Por las mismas razones que despertarían la admiración de los oyentes de paladar negro y de paladar rosa. Su voz chillona, mezcla de pájaro y de niña poseída por ángeles y demonios; sus melodías que todavía suenan eclécticas, desconcertantes; su estilo grandilocuente, expresionista; sus letras, más conceptuales que románticamente bobas.
“Wuthering Heights” es un buen ejemplo: Bush toma y resignifica, con afán poético y narrativo, la atormentada voz de Catherine Earnshaw, personaje de “Cumbres borrascosas”, novela que Emily Brontë -nacida, como ella, un 30 de julio- había publicado en 1848. Muchas otras canciones suyas iban a basarse en historias femeninas potentes y en diálogo constante con la literatura: desde el Ulises de Joyce hasta los cuentos de Andersen, pasando por Henry James y Oscar Wilde.
Ah, y no nos olvidemos: Kate se le plantaba a cualquiera. Los machos alfa de las discográficas lo comprobaron cuando quisieron tomar el atajo de las “canciones para chicas” y llevar a Bush de las narices hacia ese nicho. No, señor. Ella no se los permitió, jamás se las hizo sencilla.
Las puertas de Gilmour
A pesar de todo, las puertas del éxito de la chica tuvieron que ser abiertas por un hombre consagrado, David Gilmour, guitarrista de Pink Floyd, quien la escuchó en una grabación, quedó maravillado y decidió hacer algo con eso. “Al escucharla quedé intrigado por su voz extraña. Fui a su casa en Kent y conocí a sus padres. Ella tocó para mí, Dios mío, y me pasó unas 40 o 50 canciones grabadas”, declaró el enemigo íntimo de Roger Waters en la banda de “El lado oscuro de la luna”. Veloz, con reflejos, convocó a Andrew Powell, que por entonces trabajaba con “The Alan Parsons Project”, y a Geoff Emerick, que había sido colaborador de los Beatles, dream team total, para que aportaran sus granitos de arena en la piedra basal de la carrera de Kate: la grabación de tres demos.
Terry Slater, directivo de EMI que un año después contrataría a los Sex Pistols, fue el primer empresario que aceptó el valor de aquella música distinta, aunque le costó convencer a sus colegas de la discográfica, en parte porque las letras de la adolescente hablaban de incestos, envenenamientos, fenómenos sobrenaturales y sexo explícito, y no parecían muy apropiadas para una menor que estudiaba en una escuela religiosa, la St. Joseph Convent School.
Tras un tira y afloja entre la EMI, Gilmour y Bush, la compañía discográfica le ofreció a ella la firma de un contrato para lanzar su primer disco cuando fuera mayor de edad. Kate aprovechó esos dos años para hacer arreglos de sus canciones -trabajó sobre 120, muchas de ellas con Gilmour- y estudiar danza y mimo con Lindsay Kemp, así como Bowie lo había hecho poco antes con Adam Darius.
“David fue el verdadero responsable de que yo consiguiera mi contrato de grabación con EMI”, declaró alguna vez Bush, agradecida. La canción con la que el guitarrista había convencido a los representantes de la discográfica era “The Man With a Child in His Eyes”. Gilmour produciría además el primer disco de ella. La amistad entre ambos se mantuvo intacta con el paso del tiempo y también las colaboraciones artísticas, en canciones como “Pull Out the Pin”, “Love and Anger” y “Rocket’s Tail”.
Éxito y desaparición
El debut de Kate, en 1979, con “The Kick Inside”, fue extraordinario. Por fuera de la música predigerida, las canciones del disco combinaban el sonido de baladas románticas, por qué no, con rock psicodélico, folk y algo de reggae. La imagen de Bush saltó a los programas de televisión, las tapas de las revistas y los anuncios publicitarios. En el videoclip de “Wuthering Heights” aparecía caracterizada como un espectro que danzaba enloquecido en un paisaje con niebla; la fantasmagórica comunicación entre Cathy y Heathcliff que le había sugerido “Cumbres borrascosas” en versión serie, porque todavía no había leído el libro.
Inquieta, obsesiva, inconformista (“Siempre seré dura conmigo misma”, solía decir), Bush no se limitó a pivotear en torno de ese hit ni de otros. Ese mismo año decidió hacer una gira, The Tour of Life, y crear su compañía, Kate Bush Music, para mantener la autonomía. Preparó coreografías para sus shows, en los que hizo su debut el micrófono inalámbrico, lo que le permitió moverse sin dificultad por el escenario. Su búsqueda de nuevos sonidos la hizo confrontar con sus músicos y descubrir caminos, como el que le abrieron los sintetizadores, especialmente el Fairlight CMI, que conoció a través de Peter Gabriel, con quien grabaría “Don’t Give Up”.
En los años 80, cuatro discos suyos treparon a la cúspide de ventas: “Never for Ever” (1980), “Hounds of Love” (1985), “The Whole Story” (1986) y “The Sensual World” (1989), acaso el menos experimental de todos. Como sea: 26 canciones de ella se mantuvieron, durante esa década, en el ranking internacional de los cuarenta temas más escuchados.
En 1993 lanzó “The Red Shoes”, cuyas canciones -una de ellas grabada con Prince- formaban parte del proyecto audiovisual “The Line, The Cross and The Curve”, mediometraje musical protagonizado por Bush. Después, la cantante decidió tomarse un descanso. Nadie, quizás ni siquiera ella, imaginaba que iba a durar doce años. Recién volvería en 2005 con “Aerial”; y en 2011 volvería a sonar con “50 Words of Snow”, un álbum minimalista con sutiles arreglos jazzeros y electrónicos, en el que ella y el actor Stephen Fry recitaban cincuenta formas de mencionar la nieve.
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La artista del enigma
Durante su larga ausencia pública, Bush no concedió entrevistas ni se mostró en eventos sociales ni dio a conocer sus planes musicales, si los tenía. Quedaban, apenas, antiguas declaraciones suyas resignificadas por su silencio: “No es importante para mí que los demás me entiendan. Soy la megalómana más tímida que existe”. Por lo poco que se sabe o, mejor dicho, se especula, durante el retiro se dedicó principalmente a criar a su único hijo, Albert, que había tenido con el músico Danny McIntosh en 1998.
La prensa carroñera difundió que tenía problemas psiquiátricos y ella no respondió. “Kate es un misterio, el misterio más maravilloso”, dijo Elton John tras su casamiento con David Furnish; en la megafiesta de 500 celebridades una de las más buscadas fue Bush.
La dimensión mitológica aumentaba. Algunos recordaron que aquella gira de 1979, The Tour of Life, había sido la única de la cantante. En uno de esos shows, el director de iluminación, Bill Duffield, de apenas 21 años, había caído desde una plataforma de cinco metros y, tras una semana de internación, había muerto. El accidente afectó a Kate, que planificó un concierto en homenaje a Duffield, con Peter Gabriel y Steve Harley como invitados. El recital terminó con una emotiva versión de “Let It Be”, de los Beatles. Desde entonces, Bush no había vuelto a los escenarios.
Regreso imprevisto
En marzo de 2014, anunció -ante el asombro colectivo- que haría la segunda gira de su carrera, luego de 35 años. En realidad, más que gira, se trataba de una serie de 22 conciertos en el Hammersmith Apollo de Londres, que se realizaron a sala llena y devoción pura. Como le cuadraba a una verdadera artista, Bush no fue condescendiente con los organizadores, los seguidores ni, mucho menos, los críticos. Hizo lo que quiso. Los shows, que combinaron música, teatro, danza, literatura, magia y poesía, se basaron principalmente en los discos “Hound of Love” y “Aerial”, especialmente en sus pasajes de largas suites, que sirvieron de base a un espectáculo narrativo. Nada de demagogia, nada de cantar “Wuthering Heights” de cierre ni de entonar esa que sabemos todos.
En los últimos años, la pandemia devolvió a Bush al ostracismo, en este caso colectivo. Hasta que, como dijimos, el año pasado “Stranger Things” -estrenada en 2016 y ambientada en los 80- rescató su música, como lo había hecho con la de Talking Heads, Kiss, The Clash, Duran Duran y muchas otras bandas de la época.
La fama volvió a la vida de Bush, aunque no la necesitaba ni lo quería. A esa altura ya había sido elogiada por Björk, Prince, Alanis Morissette, Elton John, Marianne Faithfull, John Lydon y muchos otros colegas ilustres. De haber muerto, Kate Bush sería hoy uno de los grandes mítos de la música pop; felizmente no murió, así que lo es, pero tranquila en su casa.
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