La caída de Mussolini: la advertencia de su mujer, el llamado a su amante, la prisión y los días como títere de Hitler

Hace 80 años fue el Gran Consejo Fascista quien impulsó el golpe. Con la certeza de la guerra perdida, Italia buscaba un armisticio con los aliados. Il Duce creyó que el rey era su amigo, pero éste lo encarceló. La frase premonitoria de su esposa, la conversación con su amante, el rescate de los nazis y su fusilamiento, en 1945, a manos de los partisanos

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Hace 80 años caía Benito
Hace 80 años caía Benito Mussolini: se ponía fin a 20 años de dictadura, represión, terror y silencio (New York Times Co./Getty Images)

Sin pena y sin gloria. Así, con un trámite en apariencia simple, una firma, un plumazo, hace ochenta años cayó el fascismo en Italia; su ideólogo y líder, Benito Mussolini, un tipo que proclamaba su sueño cesarista de convertir de nuevo a Roma en un imperio, fue desalojado del poder después de veinte años de dictadura, represión, terror y silencio. Para el fantasioso Mussolini, lo peor todavía estaba por llegar.

De un plumazo Italia pareció comprender, no sin cierta hipocresía, que había apostado a perdedor; que la alianza con Adolf Hitler y con su Tercer Reich que iba a durar mil años y que planeaba dominar a Europa, hacía agua, se diluía con la sangre de miles de italianos en las trincheras del frente ruso y en las calles y campos de la propia Italia, bajo el yugo nazi. La guerra, que había visto a “Il Duce” cabalgar victorioso en un caballo brioso y saltarín, se había dado vuelta y se inclinaba hacia el bando aliado.

En julio de 1943, las fuerzas de Mussolini habían sido vencidas en el norte de África y eran miradas con desprecio por el jefe nazi de aquellas tropas, el mariscal Erwin Rommel; en enero, el Octavo Ejército italiano también había sido aniquilado casi en la sangrienta campaña de Rusia, junto con las fuerzas nazis; quince días antes de la caída de Mussolini, entre el 9 y el 10 de julio y en la llamada Operación Husky, una numerosa fuerza anfibia de los aliados había invadido Sicilia, que se rindió casi sin resistencia, y se había lanzado a la dura tarea de empujar a los nazis fuera de Italia: faltaba todavía un año para el desembarco aliado en Normandía. Varias ciudades italianas habían sido bombardeadas, algo impensado en los años victoriosos de Mussolini, faltaban los más elementales artículos de primera necesidad y las materias primas más básicas; empezaba a atacar el hambre a una población desmoralizada, harta y temerosa que exigía el fin de la guerra y que se denunciara la alianza con Alemania.

No fue ninguna fuerza extranjera, no fue la oposición italiana, no fue la Alemania de Hitler la que puso fin, en los papeles, al fascismo y sentenció a Mussolini. Fueron los propios fascistas los que acabaron con todo, impulsados por el curso de la guerra y por la derrota inminente.

Benito Mussolini, un tipo que
Benito Mussolini, un tipo que proclamaba su sueño cesarista de convertir de nuevo a Roma en un imperio, fue desalojado del poder por el Gran Consejo Fascista (Keystone/Getty Images)

En los siguientes veintiún meses, Mussolini terminó primero arrestado y luego preso. En septiembre, fue liberado por los alemanes de su prisión de pacotilla en el Monte Gran Sasso; Hitler lo hizo primer ministro de una república italiana, también de pacotilla, en la que Mussolini fungió como títere del Führer. Y cuando la derrota ya era total, en abril de 1945, Mussolini intentó huir, como huían los alemanes, hacia Suiza. Fue capturado por partisanos junto a su amante, Clara Petacci, fusilado junto a ella y a otros dirigentes fascistas, arrojados sus cuerpos a la Piazzale del Loreto, en Milán, y colgados, todos, por los pies, como reses, de unos ganchos de carnicería enclavados en las vigas de una estación de servicio en construcción.

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¿Quién era Mussolini y cómo llego adonde llegó? Había nacido en Predappio, la Emilia Romaña, el 29 de julio de 1883, fue un joven dirigente socialista, expulsado en 1914, a sus treinta y un años, por sostener posturas nacionalistas, contrarias al internacionalismo de la dirigencia partidaria. Se afilió de inmediato al Partido Nacional Fascista del que fue líder. En octubre de 1922, en plena lucha política por el poder en el reino de Italia, ordenó que todos sus afiliados se lanzaran, a los caminos, en trenes, autos, camiones y aun a pie, y marcharan sobre Roma para hacerse con el poder. Decenas de miles de fascistas, vestidos con sus distintivas camisas negras, armados con pistolas, mazas de acero y armas caseras llegaron a la capital el 22 y amenazaron con provocar una guerra civil si les impedían el paso. El rey Vittorio Emanuele III se negó a declarar el estado de sitio y dos meses después, en diciembre, Mussolini logró disolver el Parlamento, asumió el mando del Estado, transformó el reino en el Segundo Imperio Colonial Italiano y gobernó desde entonces, durante veinte años, al frente de un gobierno autocrático y totalitario. Desde Múnich, un joven agitador político miraba a Mussolini con curiosa admiración: Adolf Hitler.

En los años siguientes, decidido a reverdecer los laureles del antiguo Imperio Romano y como un nuevo César moderno, Mussolini desató una brutal guerra colonial contra el Imperio Etíope, conocido como Abisinia, en la que usó armas químicas y bacteriológicas, una acción que recién fue aceptada por el gobierno italiano en 1996. La política de exterminio de los etíopes prosiguió ya iniciada la Segunda Guerra Mundial. Mussolini fue condecorado por el rey Vittorio Emanuele III con la Gran Cruz de la Orden Militar de Saboya.

El rey Vittorio Emanuele junto
El rey Vittorio Emanuele junto con Benito Mussolini

En 1938, ya aliado en las ideas con Hitler, dictó en Italia las mismas leyes raciales que regían en Alemania y que establecían medidas discriminatorias y persecutorias contra los judíos italianos. Por fin, se alió a Hitler, y ya declarada la Segunda Guerra, ató el destino y la suerte de Italia al del Führer. También ató a ese destino el de la monarquía italiana, que sería reemplazada por la República ya terminada la guerra.

En 1943, la Italia de Mussolini tambaleaba con el avance de las tropas americanas y británicas desde el sur: desde Sicilia, los aliados habían pasado al continente y empezaba una larga y sangrienta campaña por conquistar Roma y el norte del país. Mussolini estaba enfermo. O había dicho que estaba enfermo. Sufría fuertes dolores abdominales y le habían diagnosticado gastritis y duodenitis de origen nervioso; con las reservas del caso, los médicos habían descartado un cáncer. El Duce sí estaba deprimido, falto de voluntad, fatigado; a menudo, se quedaba en su casa, aislado, lejos del empuje muchas veces payasesco, que había mostrado en sus célebres discursos en Piazza Venecia, en el centro histórico de Roma.

Para entonces, cuatro fuerzas se movían en las sombras para derrocarlo o, al menos, para explorar y acaso impulsar su derrocamiento. Por un lado, la corte del reino que veía peligrar a la monarquía; por otro lado los partidos antifascistas, por otro, algunas personalidades del propio Partido Fascista; por último, conspiraban, o se deslizaban hacia una eventual conspiración, los jerarcas del Estado Mayor de las fuerzas armadas italianas, devastadas por la guerra.

El derrocamiento de Mussolini, y
El derrocamiento de Mussolini, y la caída del fascismo, tuvo un artífice. Dino Grandi, un fascista convencido que había sido ministro de Justicia y de Asuntos Exteriores de Mussolini y presidente de la Cámara de los Fascios y de las Corporacione (Imagno/Getty Images)

En abril de 1943, el canciller británico, Anthony Eden, había informado al gabinete de Winston Churchill que las continuas derrotas en África, “incitan a los italianos a auspiciar una rápida victoria de los aliados para salir de la guerra”. El informe también revelaba que el rey era “un hombre envejecido, falto de iniciativa, aterrorizado por la idea de que el fin del fascismo abriera un período de anarquía incontrolable”. En esto Eden se equivocaba. Vittorio Emanuele tenía setenta y tres años, era a la vez escéptico y realista; fue el primero en saber que, cualquiera fuese el resultado de la guerra, los días de la monarquía estaban contados; lo que Eden veía como falta de iniciativa era, por el contrario, una prudencia acaso excesiva en unos casos, siempre irritante y, en otros casos, turbadora para el futuro de Italia.

El derrocamiento de Mussolini, y la caída del fascismo, tuvo un artífice. Dino Grandi, un fascista convencido que había sido ministro de Justicia y de Asuntos Exteriores de Mussolini y presidente de la Cámara de los Fascios y de las Corporaciones. Sería un fascista convencido, pero no era tonto. En septiembre de 1939 se había opuesto a que Italia entrara en la Segunda Guerra al lado de la Alemania nazi, aunque después sucumbió al imperativo mussoliniano. Si ahora estaba decidido a borrar a Mussolini del mapa, a dejar en manos del rey la formación de un nuevo gobierno y, además, a atacar al ejército alemán en Italia, esto es, a hacer del antiguo aliado un nuevo enemigo, era porque estaba seguro de que sólo con esas medidas se podían atenuar las duras condiciones que impondrían los aliados, esbozadas luego de la Conferencia de Casablanca de enero de ese año, entre Franklin Roosevelt, Winston Churchill y Charles De Gaulle, que exigían la rendición incondicional de los países enemigos. Al parecer, Grandi quería salvar a Italia.

Fue él quien pidió ver al rey para proponerle destituir a Mussolini. El rey le contestó que él era un monarca constitucional y que sólo daría un paso semejante luego de una votación del Parlamento, o de una decisión del Gran Consejo del Fascismo. A Grandi se le oponían otros jerarcas fascistas que exhibían otras propuestas, entre ellas, seguir a Alemania en su destino, tal vez sin Mussolini, pero con Italia inmersa en la guerra total. Si esa postura triunfaba, el poder entonces debía pasar a manos del Partido Fascista.

El 19 de julio de
El 19 de julio de 1943, Mussolini se reunió con Hitler en la ciudad de Feltre, al norte de Italia. Ya estaba enfermo y deprimido, y no obtuvo la ayuda que esperaba del Führer para detener a las tropas aliadas, que habían desembarcado nueve días antes en Sicilia (Topical Press Agency/Getty Images)

Entre el 13 y el 16 de julio, el Partido Fascista pidió a Mussolini la reunión del Gran Consejo. Para sorpresa de todos, porque pensaban que Mussolini no podía no imaginar la tormenta que le avecinaba, Il Duce dijo sí y fijó la fecha para el 24 de julio. Su estado anímico era un desastre. Una semana antes, el 19, se había encontrado con Hitler en San Fermo, una aldea de Belluno, a unos ochenta kilómetros al norte de Venecia. Hitler, fiel a su estilo, habló durante las dos primeras horas de la reunión ante militares de los dos países pero, por parte de Alemania, sin Herman Göring y sin Joachim von Ribbentrop, una señal de que los alemanes estaban pendientes de otras cuestiones militares y no de Italia.

Mussolini escuchó en silencio a Hitler, hasta que el encuentro fue interrumpido por sorpresa por un consejero del Duce que informó que los aliados, en ese mismo momento, bombardeaban por primera vez la histórica ciudad de Roma: murieron tres mil personas. Mussolini le confesó a Hitler que durante meses había pensado si debía abandonar la alianza con Alemania o continuar con la guerra, sin poder llegar a una decisión. Después del almuerzo, para furia de Hitler, Mussolini dijo que no estaba en condiciones físicas y mentales para continuar las charlas, que, en teoría, iban a durar tres días. El Duce quería regresar a la Roma bombardeada por los aliados. Y todos regresaron a Belluno en tren y, tras despedirse de Hitler, Mussolini piloteó su avión privado rumbo a la capital: desde el aire, vio arder los barrios del este de Roma, tras el bombardeo aliado.

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La reunión del Gran Consejo
La reunión del Gran Consejo Fascista el 24 de julio de 1943, donde Mussolini fue destituido. A la izquierda, de barba, Dino Grandi, el dirigente que lo enfrentó (CORBIS/Corbis via Getty Images)

A las cinco de la tarde del 24 de julio de 1943, los veintiocho miembros del Gran Consejo Fascista se sentaron alrededor de una mesa con forma de U en el Salón de los Papagayos del Palazzo Venezia. Todos vestían el uniforme fascista. Mussolini se había sentado en una silla más alta que el resto, frente a una mesa cubierta por un mantel rojo poblado de fascios. El fascio era el haz de cañas coronada con un hacha que simbolizaba la autoridad republicana en la antigua Roma, y había sido adoptado por Mussolini como emblema del nuevo imperio.

El Duce no había ido solo a la cita, el patio y las escaleras del palacio, y la antecámara del salón, estaban copados por camisas negras, todos armados. Grandi pidió incorporar un taquígrafo a la sesión. Mussolini se opuso. No se redactó acta alguna de aquella sesión histórica y si hoy sabemos lo que pasó aquel largo día que se extendió hasta la madrugada del siguiente, es porque en 1965 la revista italiana Época publicó el texto de cuanto se dijo, más la propuesta enarbolada por Grandi, que prescindía de Mussolini al frente del gobierno, gracias al descubrimiento de los documentos que había conservado el secretario personal del Duce, Nicola De Cesare.

La sesión del Gran Consejo
La sesión del Gran Consejo del Fascismo en la que Mussolini fue obligado a dimitir, representada en una reconstrucción basada en raros testimonios fotográficos. lustración, Italia, 25 de julio de 1943 (Fototeca Gilardi/Getty Images)

Abrió la sesión Mussolini. Recordó su gestión al frente del gobierno; resumió la realidad que mostraba la guerra y planteó lo que llamó “il dilema”. ¿Guerra o paz? ¿Rendirse a los aliados o resistir hasta el final? El líder italiano esperaba que triunfara la posición de los jerarcas fascistas que querían seguir a Hitler y que devolvía al rey sólo los poderes militares. En cambio, Grandi propuso pasar al rey “todas las funciones estatales”, lo que llevaba a la destitución de Mussolini. De paso, lo invitó a devolver él mismo al rey el mando de las fuerzas armadas. Grandi cerró su discurso con una frase contundente: “Que perezcan todas las facciones, pero que viva la Nación”. Era una frase de Mussolini.

Grandi sabía muy bien a quiénes se enfrentaba: había ido a la reunión y a presentar su propuesta con dos granadas de mano escondidas en sus ropas; había cambiado su testamento y se había confesado antes de llegar al Palazzo Venezia. Empezó entonces una larga y dramática discusión. Mussolini dijo que no tenía intención de renunciar al mando militar. Grandi insistió en su destitución. La jerarquía partidaria propuso unificar la dirección de la guerra con los alemanes y devolver el mando supremo de las fuerzas al rey, una postura que fortalecía al Partido Fascista. Grandi respondió que había sido Mussolini quien había traicionado la constitución italiana y que si había una víctima de esa traición, era el fascismo. El debate siguió hasta las once de la noche, cuando se suspendió por unos minutos. Mussolini quiso ganar tiempo y propuso seguir al día siguiente: era, dijo, lo que le habían pedido sus camaradas. Pero Grandi le contestó que era “una vergüenza irse a dormir mientras los soldados italianos morían por su patria”.

Benito Mussolini junto a su
Benito Mussolini junto a su esposa Rachele Guidi y sus cinco hijos: Edda, Vittorio, Bruno, Romano y Anna Maria (Three Lions/Getty Images)

La pelea siguió. Las reuniones del Gran Consejo Fascista terminaban con un alegato y una arenga de Mussolini. Pero ya en la madrugada del domingo 25 de julio, tal vez envuelto en la nube negra de su depresión, el Duce decidió pasar directo a la votación sin arenga, sin discurso y sin futuro. De los veintiocho miembros del Consejo, diecinueve votaron contra Mussolini, siete votaron a favor, uno se abstuvo y el líder fascista Roberto Farinacci salió de la sala para no votar.

Eran las dos y cuarenta de la mañana: el fascismo había caído en Italia después de veinte años de dictadura. Sin más remedio, Mussolini declaró aprobado el documento que era a la vez su certificado de defunción política y preguntó quién sería el encargado de llevar el resultado de la sesión al rey. Grandi le dijo: “Usted”. Y Mussolini, que tampoco era tonto, le dijo: “Usted provocó la crisis del régimen”.

Aquella fue una larga madrugada. Mussolini decidió ir a su casa de Villa Torlonia donde vivía su mujer, Rachele, pero antes habló con su amante, Clara Petacci: su teléfono ya estaba intervenido. Durante la charla dejó a su amante frases como “Llegamos al epílogo. Este es el punto de inflexión más grande de la historia”, “La estrella se oscureció”, “Ya ha terminado todo”. Regresó a su casa a las tres de la mañana. A las siete, el rey fue informado de la decisión del Gran Consejo Fascista. No fue Grandi quien se lo dijo a Vittorio Emanuele: había salido de Roma para ponerse en contacto con los aliados por si lo designaban encargado de gestionar un armisticio. Tampoco fue Mussolini quien informó al rey. Lo hizo el duque Pietro d’Aquarone, miembro de la familia real y un hombre fidelísimo a la corona que permanecería al lado del rey hasta su abdicación, treinta y dos meses después.

Mussolini llamó a Clara Petacci,
Mussolini llamó a Clara Petacci, su amante, cuando todo había terminado: su teléfono ya estaba intervenido. Durante la charla dejó a su amante frases como “Llegamos al epílogo. Este es el punto de inflexión más grande de la historia”, “La estrella se oscureció”, “Ya ha terminado todo” (The Grosby Group)

El rey llamó entonces al mariscal Pietro Badoglio, de setenta y un años, que se había opuesto en su momento al llamado Pacto de Acero con el que Hitler y Mussolini sellaron su alianza, y lo nombró presidente del Consejo de Ministros en reemplazo de Mussolini. En Berlín, Hitler se enfureció. El Führer no podía “ocupar” Italia porque Italia no había abandonado la guerra todavía y era su aliada. Pero sí podía ocupar Roma. Envuelto en una gran turbación emocional, Hitler dijo que lo que había pasado era “una traición descarada”. Llamó a Göring y al mariscal Erwin Rommel para que se reunieran de inmediato con él en la Guarida del Lobo, el bunker de Rastenburg. A la medianoche, con sus jefes militares, dispuso evacuar sus fuerzas de la Sicilia invadida por los aliados, reunificarlas en Roma y ocupar la capital para “apresar a la pandilla completa”, esto era: el rey Vittorio Emanuel, al príncipe heredero, parte de la corte y al flamante presidente del Consejo de Ministros, Pietro Badoglio. Hitler todavía confiaba en Mussolini siempre que fuera respaldado por la Wehrmacht y las SS. Pero ya era tarde.

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En la mañana del domingo 25, las horas siguientes a su destitución, Mussolini llamó a la Casa Real para pedir una entrevista con el rey. Y comunicarle en persona la decisión del Consejo Fascista. La llamada inquietó a Vittorio Emanuel que lo sabía todo y suponía que Mussolini tenía que saber que él sabía de su destitución. Lo que Mussolini no sabía, y debió haber sabido, era que el rey había decidido arrestarlo. La que lo intuyó fue Rachele, su mujer, que en Villa Torlonia le dijo a su marido: “No vayas. Si vas, no volverás”. Pero Mussolini le dijo que no se preocupara: el rey era su amigo.

El rey no era su amigo, o había dejado de serlo. Su majestad había designado ya al teniente coronel de carabineros Giovanni Frignani para que arrestara a Mussolini ni bien terminara el encuentro entre ambos, para acusarlo de llevar al pueblo italiano a la Segunda Guerra, de haberse aliado con la Alemania nazi y de la derrota de las tropas italianas en la campaña contra Rusia. Decisiones todas a las que el propio rey no era para nada ajeno. La reunión entre Mussolini y Vittorio Emanuel en Villa Savoia, hoy Villa Ada, duró veinte minutos en los que el derrocado líder fascista intentó convencer al rey de la ilegalidad de la decisión del Consejo; le dijo que muchos de los que habían votado contra él, ahora habían cambiado su decisión. Vittorio Emanuel le dijo que Italia estaba destrozada y que debía dejar que ahora Badoglio se encargara de todo. Mussolini, que había intentado una salida desesperada, que se sabía derrotado, le dijo entonces que temía por su vida y el rey le garantizó que se iba a ocupar en persona de su seguridad y de la de su familia. Después, lo acompañó hasta la puerta.

Así representó el diario "La
Así representó el diario "La Domenica del Corriere" la detención de Mussolini después de su reunión con el rey Vittorio Emanuele

En la puerta esperaban a Mussolini los carabinieri Paolo Vigneri y Raffale Aversa. Eran dos capitanes a quienes el teniente coronel Frignani había instruido de manera expresa sobre cómo debía ser el arresto del ex hombre fuerte de Italia que, insistió Frignani, debía ser detenido a toda costa. Los dos capitanes fueron autorizados, si es que era necesario, a usar las armas, al igual que sus escoltas, tres suboficiales de apellido Bertuzzi, Gianfriglia y Zenon. Los cinco rodearon a Mussolini y a su secretario, De Cesare, aquel que iba a guardar los apuntes de la reunión del Gran Consejo Fascista. Vigneri pidió a Mussolini que, en nombre del Rey, lo siguiera “para salvarlo de cualquier violencia por parte de la multitud”. Roma ya sabía que el fascismo había caído después de veinte años y algunas manifestaciones populares habían ganado las calles para festejar o para clamar venganza, entre ellas las convocadas por el Partido Comunista Italiano que lideraba la resistencia partisana contra los nazis.

Mussolini intentó zafar de la “custodia” ofrecida por Vigneri con un gesto teatral, un confiado y ampuloso “No es necesario”, pero Vigneri lo tomó del brazo y lo guio hasta una ambulancia militar de la Cruz Roja, a la que habían llamado para no despertar sospechas sobre quién sería su principal ocupante. La ambulancia atravesó Roma hasta el cuartel Podgora, en el Trastevere, y Mussolini luego fue llevado al cuartel Legnano de los Carabinieri in Prati, en la vía Legnano, en las afueras de Roma. Hoy, el comando Prati de los carabineros está en la vía Muzio Clementi, muy cerca del Tiber y del Ponte Cavour.

Benito Mussolini en la puerta
Benito Mussolini en la puerta de un hotel en la zona de Sasso junto a los paracaidistas alemanes que lo rescataron de prisión en septiembre de 1943 (AP Photo)

Mussolini no estaba preso. Lo suyo era un arresto casi de amigos. En la noche de ese domingo, recibió una amable carta de Badoglio en la que le explicaba por qué era necesario que permaneciera “custodiado” y le preguntaba a cuál sitio prefería ser llevado. Mussolini dijo que su villa de verano, Rocca delle Carminate, en la Romaña, estaría muy bien, y le dijo a Badoglio que estaba dispuesto a colaborar con él y con su gobierno. Ninguna de las dos cosas era ni posible, ni siquiera pasible de ser estudiada como opción. El arresto de amigos no daba para tanto. Dos días después, el 27, fue trasladado a Gaeta donde la fragata Perséfone lo llevó a la isla de Ponza, a unos cuarenta kilómetros de Nápoles y en el medio de un mar turquesa de una belleza deslumbrante. Sin que hubiese evidencia alguna de una simbólica intención, la isla debía su nombre a Poncio Pilatos, el gobernador romano de Judea que juzgó a Jesús.

Por fin, Mussolini fue encarcelado en Campo Imperatore, en el Gran Sasso, un monte de las sierras de los Abruzos. De allí fue rescatado el 12 de septiembre de 1943, dos meses después de su arresto, por un comando alemán al mando de Otto Skorzeny, un ingeniero civil y coronel austríaco de las SS que terminaría vinculado en Argentina con el general Juan Perón. Fue una maniobra audaz, que contó con la pasividad y simpatía de las fuerzas italianas que custodiaban a Mussolini. Nueve días antes Italia había firmado el armisticio con los Aliados.

La que se estima es
La que se estima es la última foto de Mussolini con vida el 25 de abril de 1945 saliendo de la prefectura de Milán

Mussolini quedó en manos alemanas como un títere de una republiqueta de fantasía creada para él en el Lago Garda. Fue la fugaz República Social Italiana, conocida también como República de Saló, en referencia a la ciudad donde se asentaron los ministerios de aquel país de fantasía armado para la venganza fascista. En noviembre, la Corte de Justicia de Saló enjuició a las veintiocho personas que habían votado contra Mussolini en el Gran Consejo Fascista. Los condenó a todos a muerte por traición. Sólo fueron arrestados cinco, entre ellos Galeazzo Ciano, yerno del Duce y ex ministro de asuntos exteriores del reino. Los cinco fueron fusilados el 11 de enero de 1944.

Un año y medio después, en plena retirada alemana de Italia, y ya con la guerra a punto de terminar con el desastre alemán, Mussolini intentó escapar a Suiza. Fue capturado por milicianos comunistas y fusilado junto a su amante el 28 de abril de 1945. Dos días después, Hitler mordió una cápsula de cianuro y se pegó un balazo en la cabeza en su bunker de la Cancillería del Reich.

El cadáver del líder fascista
El cadáver del líder fascista italiano Benito Mussolini cuelga de sus pies en una gasolinera en Milán, después de su ejecución por partisanos en Mezzegra, el 29 de abril de 1945. De izquierda a derecha, los cuerpos de Nicola Bombacci, Gelormini, Mussolini, su amante Clara Petacci, Alessandro Pavolini y Achille Starace. Otras fuentes afirman que el hombre a la izquierda de Mussolini es Starace (Keystone/Hulton Archive/Getty Images)

Dino Grandi, el hombre que facilitó la caída de Mussolini, no la pasó nada bien. Era un fascista convencido pero también era intrigante y peligroso. El nuevo gobierno de Badoglio no se mostró amistoso con él. Grandi supo entonces que, si lo arrestaban los suyos, o los nazis, su vida valdría nada. Y si lo arrestaban los aliados, su vida valdría menos. Se vio en peligro y huyó a Portugal en agosto de 1943, un mes después de la caída de Mussolini. Luego pasó a Brasil, donde esperó a que terminara la guerra. En 1947 el nuevo gobierno italiano intentó juzgarlo como “criminal de guerra”, pero fue exonerado de cualquier responsabilidad legal. En Brasil fue abogado internacional de empresas de importación, hasta que, a finales de los años 50 regresó a Italia para siempre y abrió una pequeña empresa en Módena. Murió en Bolonia en 1988.

Grandi jamás volvió a la política. Debe haber juzgado que había hecho lo suficiente.

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