A los catorce años le diagnosticaron demencia precoz. O una forma aguda de la esquizofrenia. Era ya un muchacho de carácter oscuro, con grandes gestos de generosidad y otros de una mezquindad inexplicable, de una salud frágil, sacudida por frecuentes infecciones intestinales.
Con los años, Robert Oppenheimer se convirtió en un físico excepcional, fue padre de la bomba atómica y el alma mater del laboratorio de Álamogordo, en Los Álamos, Nuevo México, que hizo levantar, y sostuvo, en medio de un desierto áspero y hostil donde no crecía nada.
Se arrepintió pronto de su creación, el poder nuclear desatado que arrasó con Hiroshima y Nagasaki. Ni bien estalló con éxito la primera bomba atómica, en aquel desierto yermo y salvaje, supo que el poder que había descubierto, fabricado, amparado y entregado al gobierno y a las fuerzas armadas de Estados Unidos, era terrible. No valoró en público lo que sabía en su interior: había librado una feroz carrera contra el tiempo y los elementos para que la bomba atómica no estuviera primero en manos del nazismo que ambicionaba dominar el mundo.
Cuando el primer ensayo atómico, llamado “Trinity”, tuvo éxito, Oppenheimer, con voz cansada y los ojos fijos en la lente de una cámara que filmó su testimonio, reveló cuál había sido la reacción de su grupo de científicos y militares en Álamogordo: “Sabíamos que el mundo ya no sería el mismo. Algunas personas se rieron, algunas lloraron, la mayoría guardó silencio”. Después, citó la Bhagavad Gita, un texto sagrado hinduista: “Me he convertido en la muerte, el destructora de mundos”. Sin embargo, los testigos de la primera explosión atómica revelaron que su reacción fue entusiasta: “It worked!” (”¡Funcionó!”)
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Fue un héroe nacional que, en los tristes años del macartismo en Estados Unidos, fue acusado de comunista, perseguido, sospechado, raleado, desterrado en su propio país; su talento notable quedó bajo el menosprecio de quienes sospechaban de él y de quienes detestaban su vuelco al pacifismo, muchas veces en el mismo bando de detractores.
En los años 60 se inició un tenue proceso de rehabilitación cívica. En 1963, poco antes de ser asesinado en Dallas el 22 de noviembre, el presidente John Kennedy le otorgó el Premio Enrico Fermi que le entregó el sucesor de Kennedy, Lyndon Johnson. Premiaban así: “Sus contribuciones a la física teórica como profesor y originador de ideas, y por el liderazgo del laboratorio Los Álamos y del programa de energía atómica durante años críticos”.
Ahora, una película excepcional, “Oppenheimer”, dirigida por Christopher Nolan y protagonizada por Cilian Murphy, famoso por “Peaky Blinders”, intenta y logra hacer justicia no ya con la figura del científico esquizofrénico, sino con una época irrepetible a la que, por error, se juzga con los ojos de hoy. ¿Quién fue Oppenheimer, qué hizo y qué no hizo a lo largo de una vida estremecida y golpeada por la enfermedad y el genio?
Había nacido en New York el 22 de abril de 1904, hijo de un empresario textil judío alemán y de una apasionada por el arte. Estudió en el Ethical Culture Society School, que era por entonces una de las más prestigiosas escuelas privadas de la ciudad, que se levantaba en el Upper West Side y preparaba a sus alumnos para que fueran de cabeza a una, cualquiera, de las universidades que integraban la prestigiosa Ivy League de estudios superiores. El chico Oppenheimer, ya con su diagnóstico de demencia precoz a cuestas, se destacó en arte y ciencia. Y se volcó a la ciencia. Entró a Harvard un año más tarde de lo que le correspondía porque una enfermedad infecciosa intestinal lo pegó de lleno y lo dejó tambaleante, con una salud ya vidriosa y quebradiza.
Un viaje le cambió la vida. Un viejo profesor de literatura, ya jubilado, lo llevó a Nuevo México para que recuperara, si eso era posible, su salud extraviada. Oppenheimer descubrió un paisaje espectral, desolado, un desierto seco y yermo, una obligación inalienable de sobrevivir a cualquier precio que lo cautivaron. Ese paisaje, esa forma de vida se iba a meter en su interior, iba a integrarse a su personalidad y sería el escenario de su experimento atómico.
Remedió su entrada tardía a Harvard con una graduación con el máximo puntaje, suma cum laude, en Química y en sólo tres años. Se interesó por la física experimental en un país y en una época, principios de los años 20, en los que no había centros especializados: estaban en Europa donde la ciencia sí brillaba. Viajó a Inglaterra, y en Cambridge descubrió su parca habilidad en los laboratorios y su formidable potencial como físico teórico. Años después, dirán de Oppenheimer que sus fórmulas matemáticas, destinadas a demostrar sus principios físicos, tenían la cadencia elegante de una cantata de Bach. De Bach decían que las partituras de sus cantatas podían exhibirse como pequeñas obras de las artes plásticas.
Oppenheimer lamentaba su poca habilidad en los laboratorios, pese a que era un alumno aventajado del departamento de Física de Cambridge y de su Laboratorio Cavendish. Su amigo, Francis Ferguson -ambos se conocían desde Harvard-, tan joven como él y ya un brillante teórico del arte especializado en drama y mitología, intentaba consolarlo, al menos reconfortarlo ante lo que parecía inevitable para su amigo: convertirse en un físico teórico.
Una tarde, los dos veinteañeros, sentados en un café de París con la Primera Guerra Mundial recién terminada charlaban sobre proyectos y temores. De pronto, Oppenheimer se alzó de su silla, aferró a Ferguson por el cuello e intentó ahorcarlo. O al menos eso le pareció al desconcertado muchacho que se deshizo con facilidad de esa extraña muestra de afecto criminal. Quedó convencido para siempre de que Oppenheimer padecía de profundos dramas psicológicos que lo hacían oscilar entre una ciega y paralizante timidez en público, un arrollador trato personal y una deslumbrante claridad para expresar sus ideas. Los dos siguieron amigos hasta la muerte, pero Ferguson jamás pudo resolver el enigma Oppenheimer.
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A los veintidós años, en 1926, se instaló en Alemania, la gran derrotada en la Primera Guerra que ya asomaba a la pesadilla del nazismo. Estudió en la Universidad de Gotinga y se unió a las clases de Max Born, que ganará el Nobel de Física en 1954 por sus estudios en mecánica cuántica. El físico tuvo para el joven Oppenheimer una breve definición que era también un elogio: “Aprende todo muy rápido”.
Al año siguiente regresó a Harvard como un joven experto en Física Matemática y como miembro del Consejo de Investigación Nacional de Estados Unidos. Al Año siguiente fue profesor en el Instituto Tecnológico de California, Caltech, y profesor asistente de la Universidad de California en Berkeley: “Aquello era un desierto”, definió para cifrar la orfandad científica de aquellos años, al menos en la costa Oeste de Estados Unidos. Los desiertos cautivaban a Oppenheimer.
Entonces la salud volvió a jaquearlo: un principio de tuberculosis detuvo sus planes y sus proyectos. Era alto, flaco, fumador empedernido, inseparable de su pipa; si estaba enfrascado en sus investigaciones, a menudo olvidaba alimentarse: era melancólico, inseguro, sus amigos, que no eran muchos, pensaban tal vez con razón, que ocultaba tendencias autodestructivas. También era un poco nerd. No hay registro alguno que, en 1926 y en Alemania, haya detectado el polvorín político, social y económico que estaba a punto de estallar junto con la República de Weimar en disolución y el nazismo en alza. Admitió no haberse enterado casi del crash económico de 1929, que cambió al mundo para siempre. En un rapto de inusual confidencialidad, dijo a su hermano Frank: “Necesito más la física que a los amigos”. Era una definición de vida. Frank se lo llevó a su rancho de Nuevo México, de nuevo para que recuperara su salud golpeada, una propiedad que Oppenheimer terminó por comprar con otra sentencia: “La física y los desiertos son mis dos grandes amores”. Otra definición de vida.
Nuevo México y el desierto iban a ser elegidos por Oppenheimer para encarar la investigación científica que iba a dar origen a la primera bomba atómica. Muy poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, Adolf Hitler, ya al frente de la Alemania nazi, había ocupado en la Checoslovaquia que Europa le había cedido para intentar aplacar sus ánimos guerreros, todas las minas de uranio al mismo tiempo que prohibía su exportación. Los científicos en Europa, y los científicos europeos que habían huido del nazismo y trabajaban en Estados Unidos, entre ellos Einstein, sabían ya que el nazismo ahora, como Alemania antes, trabajaba en su propio programa nuclear: la fisión del átomo era posible y esa fisión iba a desatar una nueva, desconocida y poderosa forma de energía. Lo sabían porque también ellos trabajaban en lo mismo.
Dos de ellos, Edward Teller y Leo Szilard, interesaron a Einstein para que escribiera al presidente Franklin Roosevelt y le pidiera financiación para el “Proyecto Manhattan”, el nombre clave de la investigación atómica americana. A partir de la entrada en la guerra de Estados Unidos, luego del ataque aéreo a Pearl Harbor, en diciembre de 1941, el proyecto cobró mayor intensidad. Oppenheimer quedó al frente de la investigación y el general Lesile Groves a cargo de la seguridad. Fue Groves quien nombró a Oppenheimr, pese a algunas resistencias: el joven físico, que tenía entonces treinta y siete años en 1941, era sospechoso de simpatías con la izquierda, en el mejor de los casos, o con el comunismo en el peor. Oppenheimer sí se sentía atraído por la izquierda, que era una inclinación común en los intelectuales de la época, espantados por la Guerra Civil española y, ahora, por el nazismo.
El implacable J. Edgard Hoover, director del FBI sabía de la intensa relación amorosa del científico con Jean Tatlock, una médica y psiquiatra que se había negado dos veces a casarse con él. En 1941 Oppenheimer ya se había casado con Katherine Puening, se había mudado a Los Álamos y ya había nacido su hijo, Peter; su segundo hijo, Katherine, nacería en 1944. A pesar de todo, Oppenheimer y Tatlock se vieron en secreto, probablemente hayan sido amantes hasta que ella fijó un último encuentro para decirle que, a pesar de su esposa e hijo, lo amaba todavía. Se suicidó en enero de 1944, lo que desconcertó y devastó a Oppenheimer.
Había sido Tatlock quien había entusiasmado a Oppenheimer para que colaborara con la República española en guerra; el científico, que manejaba una herencia de trescientos mí dólares de la época, había donado fondos a los republicanos en guerra civil con los falangistas. Nunca se afilió al Partido Comunista, a diferencia de su hermano Frank que sí lo hizo y que también donó fondos a los republicanos de España. Groves, que tenía entre manos la responsabilidad militar del proyecto que crearía la primera bomba atómica, también tenía una misión singular: evitar filtraciones. No pudo, las hubo. Groves tampoco era tonto, sabía cuáles problemas potenciales podían surgir por la designación de Oppenheimer al frente del Proyecto Manhattan. Pero lo consideró el mejor para dirigir un equipo de científico de todo tipo, pelo y color, y juzgó también que Oppenheimer no iba a estar afectado por sus tendencias políticas anteriores. Usó, para definirlo, tres palabras contundentes: “Es un genio”.
Oppenheimer exhibía, con discreción, otro rasgo que no rozaba las ideas o las intenciones, pero que de todas formas jugaba en su contra. Isidor Rabi, que sería Nobel de Física en 1944 y participaba del Proyecto Manhattan, dijo de Oppenheimer: “Tuvo una muy completa formación en aquellos campos que caen fuera de la tradición científica, como su interés en la religión, particularmente en la religión hindú, que se transformó en una especie de misterio que lo rodeaba. Veía la física con claridad, mirando lo que ya se había logrado, pero en el límite tendía a sentir que había mucho más de misterio de lo que realmente había. Se alejó de los métodos fuertes y crudos de la física teórica en dirección hacia un sentimiento místico de amplia intuición”.
Para encabezar el Proyecto Manhattan, que era también el de su vida personal, Oppenheimer hizo dos cosas. Eligió un lugar aislado del desierto de Nuevo México que tan bien conocía, una zona al norte de Santa Fe, donde había un internado para chicos que se llamaba Los Álamos. Un sitio ideal para un trabajo secreto. Hizo que el gobierno comprara esas tierras y que construyera un complejo de edificios, que albergaría un laboratorio nuclear, al que Oppenheimer se mudó en 1943.
Lo segundo que hizo fue convocar a los científicos más brillantes. Entre ellos estaban: Leo Szilard, Enrico Fermi (Nobel en 1938). Los químicos Harold C. Urey (Nobel en 1934) y Willard Frank Libby (Nobel en 1960). James Chadwick, el descubridor de los neutrones (Nobel en 1935). Los físicos Rabi (Nobel en 1944) y Hans Bethe (Nobel en 1967). El físico teórico Richard Feynman (Nobel en 1965), el físico de origen español Luis Walter Álvarez (Nobel en 1968) y el físico de origen húngaro Edward Teller, futuro padre de la bomba de hidrógeno.
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El general Groves se encargó de la seguridad. Lo que en principio iba a ocupar a no más de cien personas, pasó a ocupar más de seis mil en 1945. Todo era secreto de Estado. También la existencia del laboratorio nuclear que, como única dirección tenía: “Apartado postal 1663″, que es la leyenda que figura en la partida de nacimiento de su hija Kathelen, escrita en el registro que inquiere: “Lugar de nacimiento”.
El aislamiento y el secreto eran decisiones duras para unos científicos que consideraban el intercambio de ideas como una de las bases del progreso de cualquier proyecto. Todos necesitaban una acreditación para entrar y salir de los edificios principales. A Oppenheimer lo custodiaban un grupo de guardaespaldas y a sus colegas les estaba prohibido comentar sus trabajos con otras personas, incluso familiares.
Los Álamos cobró vida propia, sus habitantes desarrollaron actividades sociales comunes como el trago de la tarde, las caminatas, las excursiones a caballo, los picnics junto al río; incluso construyeron una pista de esquí, para la que fue necesario limpiar una buena parte de bosque. Se encargó el químico George Kistianowsky, que responsable del sistema de implosión de la bomba atómica, que eliminó parte del bosque de un plumazo… con explosivos.
El 30 de abril de 1945, con las tropas soviéticas en sus barbas, Adolfo Hitler se pegó un tiro en su bunker de la Cancillería. El 8 de mayo Alemania se rindió de manera incondicional a los aliados. La Segunda Guerra Mundial terminó en Europa y los científicos americanos tuvieron acceso a toda la información alemana sobre la fisión del átomo. Pero la Segunda Guerra siguió en un Japón irreductible y decidido a pelear hasta el último soldado.
El 16 de julio, a las 5,30 de la mañana, en el desierto de Jornada del Muerto, Nuevo México, estalló la primera bomba nuclear de la historia, una prueba conocida con un nombre clave: “Trinity”.
Para entonces, el equipo de científicos estaba dividido. Algunos, como Leo Lizard, un entusiasta defensor del desarrollo de la bomba, pensaba que, terminada la guerra, y con el nazismo derrotado, su uso sería nefasto. Las cuentas del gobierno norteamericano eran otras. Harry Truman, Roosevelt había muerto el 12 de abril de 1945, calculaba que una invasión a Japón por parte de Estados Unidos para poner fin a la guerra en el Pacífico, sería victoriosa, pero provocaría la muerte de más de un millón de soldados americanos. La bomba iba a acortar la guerra.
El estallido de la primera atómica en Hiroshima fue un éxito que sus protagonistas entendieron de inmediato como un horror incalculable. Lo que estalló fue la luz: “Fue como descorrer una cortina en una habitación oscura”, diría luego Teller. James Conant, presidente de la Universidad de Harvard, dijo “Pensé que algo había salido mal y que el mundo entero estaba en llamas”. Rabi, aquel que reparaba en el hinduismo de Oppenheimer dijo que, pese al intenso calor, a él se le habían erizado los pelos. Oppenheimer fue parco y entusiasta: “¡Funcionó!”. Tres días después, otra bomba cayó sobre Nagasaki. Cerca de 250 mil personas murieron en el acto en las dos ciudades, o bien en los dos días siguientes al bombardeo. Otros miles murieron luego por leucemia, o por exposición a la radiación. Japón se rindió finalmente en septiembre.
La segunda atómica no estuvo destinada, o no sólo estuvo destinada, a forzar la rendición de Japón, sino a demostrarle a la URSS la capacidad nuclear de Estados Unidos. Así lo confirmó el propio Oppenheimer cuando, junto a sus colegas, fue recibido en la Casa Blanca por Truman. El físico ya estaba espantado por el horror desatado en Japón, cuando oyó que Truman le preguntaba cuándo creía él que tardarían los soviéticos en tener su propia bomba nuclear. Truman se contestó: “¡Nunca!”. Oppenheimer le dijo entonces que sentía tener “las manos manchadas de sangre”. Truman, que no era doctorado en diplomacia ni en buenos modales, despachó a Oppenheimer y a los suyos y dio una orden a su secretario personal: “No quiero volver a ver a este malnacido”. No volvió a verlo.
Fue considerado un héroe nacional, designado presidente del Comité Asesor General de la Comisión de Energía Atómica americana y renunció como director del laboratorio de Los Álamos. Al mismo tiempo, su postura en favor de la paz y del control de armas nucleares le ganó enemigos incluso entre los suyos. Por ejemplo: Oppenheimer se opuso al desarrollo de una bomba termonuclear que, dijo, mataría a millones de seres humanos. Pero Truman anunció un programa intensivo luego de que la URSS probara con éxito su propia bomba nuclear. La bomba termo nuclear se desarrolló bajo la dirección de Edward Teller y fue probada en 1952: fue 650 veces más poderosa que la primera bomba nuclear desarrollada por Oppenheimer y su equipo, del que Teller había formado parte.
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Durante los años del macartismo, la caza de brujas lanzada por el senador Joseph McCarthy en busca de comunistas en la función pública, las fuerzas armadas y la sociedad americana, Oppenheimer fue atacado investigado aún más a fondo por el FBI en busca de contactos con el comunismo. Incluso investigaron a sus ex alumnos por posibles relaciones con la Unión Soviética. Entre los investigados estaban David Bohm, Joseph Weinberg y Bernard Peters, que habían trabajado con él en Berkeley. Ya en agosto de 1943, Oppenheimer había informado a los agentes de seguridad del Proyecto Manhattan que uno de sus amigos, con contactos comunistas, había solicitado secretos nucleares a tres de sus alumnos. Presionado por el general Groves y por los agentes de seguridad, identificó a su amigo como Haakon Chevalier, profesor en Berkeley de literatura francesa. A Oppenheimer le pedirían declaraciones relacionadas con el “Incidente Chevalier” y muchas veces prestó declaraciones contradictorias y equívocas, diciéndole a Groves que Chevalier se había puesto en contacto con solo una persona, su hermano, Frank. Pero Groves, consciente de la importancia de Oppenheimer para las metas de los aliados, no quiso retirarlo del proyecto a pesar de este comportamiento sospechoso. Frank, el hermano de Oppenheimer, fue obligado a testificar ante el Comité de Actividades Anti-Americanas, donde admitió haber sido miembro del Partido Comunista en los 30, pero rechazó dar los nombres de otros miembros. A consecuencia de esto Frank fue despedido de su puesto universitario, y sin poder encontrar trabajo en el campo de la física, se convirtió en ranchero en Colorado.
En 1954, pleno macartismo, Oppenheimer fue acusado de encarnar un riesgo para la seguridad de los Estados Unidos. El presidente Eisenhower le pidió la renuncia, pero el científico se negó y pidió en cambio una auditoría de seguridad, una especie de proceso legal que dejara en claro cuál había sido su actividad en esos años. Teller, su antiguo colega y padre de la bomba termonuclear testificó, en falso, contra él, testimonio que provocó la furia de la comunidad científica y la expulsión de Teller de la ciencia académica.
En cambio, muchos otros científicos de renombre y figuras del gobierno y de las fuerzas armadas testificaron a favor de Oppenheimer que, para variar, fue su propio enemigo. Su testimonio un tanto errático, casi desinteresado, hizo que quienes auditaban su conducta juzgaran que ya no era el Oppenheimer de entonces: su credencial de seguridad fue revocada. Eso le cerró el paso a los adelantos en la investigación de la física nuclear, a cualquier laboratorio militar, incluido su hijo dilecto en Los Álamos, y a todo material clasificado como secreto por el gobierno de Estados Unidos.
Sin poder político, Oppenheimer continuó con sus clases y sus trabajos sobre física teórica. En 1963, a pedido de muchos de los amigos políticos de Oppenheimer que habían alcanzado poder, el presidente John F. Kennedy le concedió Enrico Fermi, como un gesto de rehabilitación política. Entre quienes adhirieron a ese pedido, estaba Edward Teller, que había ganado el premio el año anterior y había testificado en falso contra Oppenheimer años antes.
En 1965, cuando se cumplían veinte años de Hiroshima y Nagasaki y en plena Guerra Fría, la cadena de televisión NBC emitió el documental “The decisión to drop de Bomba - La decisión de lanzar la Bomba”. Envejecido, deteriorado, aquejado ya por el cáncer de garganta que lo mataría dos años después, en 1967, Oppenheimer recordó aquellos días felices que anticiparon el horror. Fue entonces cuando citó los versos del más importante texto sagrado del hinduismo, el Bhagavad Gita: “Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”.
Cuando una semana después del asesinato de Kennedy en Dallas, Lyndon Johnson puso en sus manos el premio Enrico Fermi, que reconocía su aporte a la física teórica, su liderazgo en Los Álamos y el haber llevado adelante con éxito el programa de energía atómica, Oppenheimer contestó: “Señor Presidente: pienso que es posible que haya necesitado de cierta caridad y de cierto coraje para conceder este premio hoy. Eso puede significar un buen augurio para el porvenir de todos”.
Implacable como siempre, al tipo no le faltaba razón.
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