“El que cree que la guerra es romántica es porque nunca estuvo en una. Es una pesadilla. Una pesadilla permanente. En esos meses yo caminaba y decía: ‘Esto no es vida. Esto no es vida’. Tuve un asiento de primera fila en el infierno”, escribió Tony Bennett hace unos años.
Ayer, a los 96 años, murió Tony Bennett, uno de los más grandes crooners de la historia, el único que pudo pelearle el trono a Frank Sinatra. Además de cantante excepcional, fue veterano de guerra. Siendo muy joven participó de las últimas batallas de la Segunda Guerra Mundial y fue parte de los batallones que liberaron Kaufering, un sistema de once subcampos perteneciente al complejo concentracionario de Dachau.
En noviembre de 1944, apenas pasados tres meses desde que cumpliera 18 años, Anthony Dominick Benedetto, un adolescente de Queens de origen italiano, fue alistado para pelear en la Segunda Guerra Mundial.
En la oficina de alistamiento, mientras esperaba ser llamado, Anthony pensaba en qué sería de su vida. Cuando se acercó al escritorio, lo recibió un oficial sonriente, que le presentó una opción. “¿Marina o Ejército?”. Creyó que había tenido buena suerte, que se había encontrado con alguien amable que hasta se había apiadado de su juventud, que iba a poder elegir su destino. “Marina”, respondió sin dudar. “Perfecto. Será Ejército entonces”, respondió el hombre.
Tuvo un breve periodo de instrucción y fue enviado a Europa. El primer oficial que estuvo a cargo suyo era un hombre rústico del Sur que odiaba a los italianos, que no confiaba en nada que tuviera una vinculación con ellos. A Anthony lo mandó a hacer tareas de cocina y en el galpón de aprovisionamiento. Pero la Guerra entraba en la etapa final. El avance era rápido. También aumentaba a gran velocidad el número de bajas: los caídos y heridos se multiplicaban. Anthony Benedetto fue incorporado como soldado al Regimiento 255 de la 63va División de Infantería, que había sufrido muchas pérdidas durante la Batalla del Bulge.
Fueron meses arduos y peligrosos. El invierno europeo, la desesperación del enemigo, la crueldad de la guerra, un tiempo inhumano.
La misión era lograr la rendición alemana, provocar la derrota total de los nazis. Desde Francia debían internarse en Alemania, empujar al enemigo hacia Berlín para lograr la capitulación.
Los enfrentamientos eran casi cotidianos. Hubo días enteros que Benedetto y sus compañeros, pasaron sumergidos en el barro helado de las trincheras y de los fosos con armas para protegerse de las balas del enemigo. Después se levantaban y marchaban y los que atacaban eran ellos. En los tiempos muertos, Tony sacaba de uno de sus bolsillos una libreta y un lápiz casi sin punta y dibujaba.
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Cada metro ganado era importante. Y ponía en riesgo su vida. “Lo peor era la noche. No podíamos prender ni un fuego para tratar de calentarnos un poco. Ni siquiera podíamos encender un cigarrillo porque los alemanes podían ver el resplandor en medio de la oscuridad y matarnos”, escribió Bennett en The Good Life, su libro de memorias.
Recién en marzo lograron cruzar el Rin e ingresar en suelo alemán. Después, otro logro: traspasar el río Kocher. Cuando terminaba abril, pudieron atravesar el Danubio. Cada río dejado atrás, era una frontera ganada.
Cuando ingresaban a un pueblo o a una ciudad derrotada, la muerte los acechaba a cada paso. Debían ir casa por casa en busca de soldados que se escondían o que esperaban el menor descuido para atacarlos. Sospechaban de todos los que se cruzaban. Un anciano con la mirada perdida o una chica de doce años sin rictus amargo en su gesto podían sacar un arma de sus ropas y matarlos. Era la guerra.
Fueron tantos los riesgos, tantas las veces que casi lo matan, que muchos años después, ya convertido en uno de los más grandes cantantes del mundo, Tony Bennett afirmaba que no se acordaba el número exacto de ocasiones en que se salvó por muy poco de morir. Había perdido la cuenta.
A esa altura pensaron que ya habían visto lo peor. Se equivocaron. En Baviera, al llegar a Landsberg se encontraron con lo inconcebible. Entraron a lo que se conocía como Kaufering. Un sistema de subcampos que pertenecían a Dachau.
Fueron de los últimos campos de concentración que se crearon en la Alemania Nazi. Habían empezado a funcionar en junio de 1944. Los Aliados habían destruido muchas de las industrias alemanas en el último tiempo. Las fábricas eran bombardeadas. La capacidad de los nazis para producir aviones de combate se había visto muy reducida. Fue por eso que diseñaron unas fábricas subterráneas en Kaufering en un intento de esquivar los bombardeos. Necesitaban mucha mano de obra esclava para erigir estas factorías bajo tierra y luego para producir los aviones y el armamento. Fueron trasladados judíos y prisioneros de guerra. Algunos de los que habían integrado la división de Bennett y que habían sido capturados en el Bulge, estaban allí.
La crueldad era extrema. Fueron de los que tuvieron peores condiciones. Menos de la mitad de los prisioneros de Kaufering sobrevivieron. Murieron de todas las formas posibles: las enfermedades, el hambre, el clima extremo, el trabajo esclavo, los maltratos, las ejecuciones, las marchas de la muerte ante la proximidad de los Aliados.
Los primeros soldados aliados entraron a Kaufering el 24 de abril de 1945. Ni siquiera las batallas terribles, la muerte de sus amigos, en fin la guerra, los había preparado para eso.
Apenas cruzaron el ingreso, se toparon con pilas con más de quinientos cadáveres calcinados. Siguieron avanzando y los cuerpos desnudos y amontonados de los muertos parecían el único paisaje posible.
El hedor era insoportable. Varios se desmayaron, otros tuvieron que alejarse. A lo lejos vieron personas caminar. Estaban casi desnudas, con los huesos tatuados en la piel traslúcida. Caminaban como al borde del desmayo, respiraban apenas, parecía que les habían extraído todo impulso vital, como si solo quedara en ellos un antiguo, casi olvidado, vestigio de humanidad.
El soldado Benedetto, Tony Bennett, fue uno de esos hombres que liberaron el campo y se encontraron con ese paisaje del horror. “Nunca voy a olvidar las caras desesperadas y las miradas vacías de los prisioneros mientras merodeaban sin rumbo por el campo”, escribió el crooner.
En su autobiografía, Bennett contó que lo primero que hicieron con los prisioneros fue proveerles agua y comida. Pero que habían sido tan maltratados, tan brutalizados que no podían entender lo que sucedía. No podían creer que alguien en vez de golpearlos y matarlos, se acercara para ayudarlos, para confortarlos.
Al poco tiempo, los soldados se dieron cuenta de algo que había pasado desapercibido en las primeras horas. No había mujeres ni niños. Sólo hombres deshechos. Muy rápido tuvieron respuesta. El día anterior, antes de iniciar la última Marcha de la Muerte, los nazis les dispararon y no dejaron a ninguna mujer ni ningún niño con vida para que no los retrasaran en su fuga. Los habían tirado en un gran hoyo al fondo de uno de los terrenos.
Bennett fue también de los soldados que fueron enviados a las poblaciones cercanas para que los ciudadanos alemanes vieran lo que habían permitido que ocurriera a pocos kilómetros de sus casas y, también, para que cavaran las tumbas y fosas para enterrar los cuerpos de las víctimas.
El soldado Benedetto se quedó un año más en Europa como integrante de las fuerzas de ocupación. A veces cantaba para las tropas. Obtuvo la baja en 1946 y comenzó a estudiar actuación en una universidad y a abrirse camino en el mundo de la música.
Antes de regresar a Estados Unidos, en sus últimos meses en el ejército, tuvo otro incidente que lo marcaría para siempre. Se reencontró con un amigo de la infancia, un chico negro con el que jugaban en las veredas de Queens. Pasaron juntos la noche de Acción de Gracias. Pero en el ejército aún permanecía la segregación y el racismo. Un superior los encontró y los castigó. Degradó a Tony, cortó sus charreteras con una navaja y las escupió, y luego lo envió a la oficina de entierros. Su trabajo no era administrativo: debía exhumar cuerpos de fosas comunes, trasladar cadáveres y cavar tumbas gran parte del día.
Después de la guerra, Tony Bennet se convirtió en un ferviente pacifista. “Me volví pacifista el día que vi al primer alemán muerto”. Como detestaba que se romantizara la guerra, no podía disfrutar del cine bélico. No hay nada de épico en una guerra, decía. Le parecían más adecuados los tratamientos de películas y libros como Catch-22 y M*A*S*H* porque dentro de sus situaciones humorísticas, al menos mostraban el patetismo de la guerra.
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También apoyó la lucha por los derechos civiles y para terminar con la segregación racial. Fue uno de los artistas blancos que cantó en Selma acompañando a Martin Luther King, invitado por Harry Belafonte. Siempre hizo escuchar su voz en favor de las minorías raciales.
“La principal enseñanza que saqué de mi paso por el ejército es que estoy absolutamente en contra de las guerras. Toda guerra es irracional, no importa por qué se originó o de qué se trata. Pelear es la forma más baja de la conducta humana”, dijo Tony Bennett.
Y luego agregó: “Durante esos meses vi cosas que ningún ser humano debería ver”.
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