La increíble boda del hombre que intentó asesinar al Papa con una politóloga italiana: mentiras y búsqueda de fama

El 13 de mayo de 1981 Ali Agca disparó 4 tiros contra Juan Pablo II. Después de pasar varias décadas preso volvió a Roma a visitar la tumba del Papa en 2014. Allí retomó el contacto epistolar que había mantenido en prisión con la italiana Elena Rossi. Poco después se casaron. La historia de su vida en Estambul

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Elena Rossi junto a Ali Agca, su esposo. El hombre que quiso asesinar al Papa Juan Pablo II
Elena Rossi junto a Ali Agca, su esposo. El hombre que quiso asesinar al Papa Juan Pablo II

La ciencia le puso un nombre largo y complicado, basado. Como suele suceder, en cuestiones etimológicas: Hibristofilia. Es decir, la atracción amorosa y sexual que ciertas personas sienten por criminales. Hay muchos casos en la historia de mujeres que se enamoran de famosos convictos, de relaciones que empezaron como epistolares y luego se concretan con casamiento incluido.

El día que le dispararon al Papa Juan Pablo II, Elena Rossi estaba en el colegio en Ravenna. Tenía 14 años y la noticia, como a todos, la conmocionó. Algunas de sus compañeras lloraron, la directora las reunió a todas en el patio y rezaron juntas.

Unos años después ella estudió ciencias políticas y filosofía. Un día, cuando estaba a punto de recibirse en su segunda carrera, siguiendo un impulso, se sentó en su escritorio y le escribió una larga carta a Ali Agca, el hombre que había atentado contra el pontífice polaco.

Él respondió. Las cartas se sucedieron. La correspondencia se hizo nutrida y el intercambio se prolongó varios años hasta que primero se espació la frecuencia y luego se interrumpieron. El silencio se prolongó décadas.

Hasta que en diciembre de 2014, en uno de los intentos de Agca de obtener atención pública de nuevo, visitó Roma y fue a la tumba de Juan Pablo II. Elena contactó algunos periodistas y logró conseguir el mail de Agca. Le volvió a escribir. Él, una vez más, respondió. Más inmediatos que las cartas, los mails se volvieron frecuentes, diarios. A los pocos días, él le pidió el teléfono. Por primera vez escucharon sus voces. Las llamadas eran cotidianas.

A las pocas semanas, a fines de enero del 2015, Elena viajó a Estambul a visitarlo. Desde ese momento vivieron juntos. En octubre de ese año se casaron. Antes, Elena se convirtió al islamismo. Cuando llamó a Italia para contarle a su madre la noticia, le ocultó alguna información. Sólo le dijo que se iba a casar con un turco, con un hombre de Estambul, sin identificar a ese hombre, sin recordarle a su madre el momento infame en el que llegó a la tapa de los diarios ni sus años de reclusión. Dijo que lo hizo porque ella estaba grande y que no iba entender su amor, que si develaba la identidad de su nueva pareja sólo le provocaría un disgusto.

Elena lo describió como un hombre “bueno, muy educado, muy pensante. Muchas veces me trata más como a una hija que como a una esposa”. Y antes de que alguien pregunte, se siente en la obligación de defenderlo, de excusarlo: “Él es muy creyente pero de ninguna manera es un fundamentalista”.

Elena Rossi, la politóloga italiana de 55 años que comenzó escribiéndole a Alí Agca a la cárcel y se casó con él en un claro caso de hibristofilia
Elena Rossi, la politóloga italiana de 55 años que comenzó escribiéndole a Alí Agca a la cárcel y se casó con él en un claro caso de hibristofilia

En las pocas fotos en que están juntos, se los ve sentados en un banco de plaza. El hombre se mantiene bien. Tiene 65 años pero parece de menos edad. Se viste con pulcritud. El pelo gris, siempre corto. Parece buscar una respetabilidad que nunca obtendrá. Tiene la mirada oblicua, perturbada, que no puede camuflar una sonrisa circunstancial. No suele usar ni anteojos negros ni gorras; tampoco se deja la barba. Quiere que la gente lo reconozca. Disfruta de las miradas por la calle, del gesto de sorpresa cuando alguien descubre quién es él, de los murmullos que deja a su paso. Es lo único que le queda: que sepan quién es él. A ella se la ve feliz y serena a su lado. Tal vez también satisfecha con la atención y la intriga que generan. Con la celebridad de la infamia.

Mehmet Ali Agca y Elena Rossi viven juntos en Estambul desde hace ocho años. Ninguno tiene hijos de relaciones anteriores.

Su casa de tres habitaciones está a orillas del Mar Mármara. Previsiblemente, Agca es seguidor de Erdogan, alaba su mano firme y sostiene que es el único hombre capaz de manejar Turquía con autoridad.

No se sabe si Elena es su primera pareja estable. Como todo en el pasado de Agca, excepto varios de sus crímenes más graves, sus antiguas (y supuestas) relaciones son difusas e imprecisas. Sobre su vida amorosa pasada, en una entrevista con el Daily Mail, Agca dijo que había tenido, antes de intentar matar al Papa, una novia inglesa. Pero, otra vez, nada de la historia parecía verosímil o preciso. Dijo que se llamaba Sara, que tenía algunos años más que él, que la chica no sabía de su intención de cometer un magnicidio, pero no se acordaba dónde vivía, cuál era su apellido ni demasiados detalles de la relación.

Fue por eso que cuando salieron las primeras noticias de su casamiento con Elena fueron pocos los que creyeron que era cierto, pensaron que era una manifestación más de su mitomanía.

Agca está libre desde hace trece años. El 13 de mayo de 1981 le pegó cuatro balazos a Juan Pablo II. Pero el Papa sobrevivió y Ali Agca, el asesino turco, fue detenido.

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Ali Agca disparó cuatro veces contra Juan Pablo II en 1981. Luego de que fuera indultado por Italia a principios del nuevo milenio, fue detenido en Turquía por un homicidio y dos robos a bancos anteriores. Debió purgar otra década en la cárcel.
Ali Agca disparó cuatro veces contra Juan Pablo II en 1981. Luego de que fuera indultado por Italia a principios del nuevo milenio, fue detenido en Turquía por un homicidio y dos robos a bancos anteriores. Debió purgar otra década en la cárcel.

¿Qué sucedió ese día? ¿Cómo ese joven turco llegó a disparar contra el Papa? ¿Cuál fue su móvil? ¿Actuó solo? Las preguntas se acumulan pero las respuestas nítidas no son demasiadas.

La foto es casi perfecta. Sólo falta la cara de él, el sicario. Se ve al público en ese miércoles luminoso y tibio. Se sabe que era un miércoles porque poco después de asumir el pontificado, el primer Papa no italiano en cuatro siglos, había decidido salir a saludar a los fieles una vez mes por semana. Esas audiencias públicas se convirtieron en un éxito inmediato gracias al carisma de Juan Pablo II. La gente sonríe, están felices. Una mujer joven sobresale al fondo de la imagen: ríe y está sobre los hombros de alguien para ver mejor. Otros en primera fila estiran sus manos hacia adelante. Juan Pablo II saluda y reparte bendiciones desde el Papa Móvil descapotable. A su alrededor, algún clérigo, y varios hombres de seguridad con traje oscuro. Entre el público, entre la cuarta o quinta fila de gente que se amontona para tratar de tocar o, al menos, de estar más cerca del Papa, aparece una mano y un arma que apunta contra Wojtyla. Un segundo después, cuando el dedo índice de esa mano presione el gatillo se iniciará el desastre y la vestimenta blanca se empapará de sangre.

Hubo varios disparos. Cuatro impactaron en el Papa. No se sabe bien si el arma, una Browning 9mm se atoró o se quedó sin municiones, lo cierto es que el hombre que disparó no pudo terminar su trabajo y que el precario plan previo que había pergeñado no pudo llevarse a cabo. Camillo Cibin se tiró encima del asesino. Cibin era el jefe de seguridad del Vaticano desde hacía una década (lo siguió siendo durante muchísimos años más: protegió a seis Papas). También parte del público colaboró en la detención.

El Papamóvil aceleró hacia el hospital. Las primeras noticias no eran alentadoras. Una herida en el brazo, una en la mano y dos balas habían ingresado en la zona baja del abdomen, destrozando parte de los intestinos. Mientras el Sumo Pontífice estaba en el quirófano y los noticieros televisivos de todo el mundo repetían en loop el video brumoso del momento del ataque, se conoció que el agresor era un turco de 23 años: Ali Agca.

En las fotos se lo veía, desarreglado, con un sweater ajado y la mirada torva. Pasaron unos días hasta que se conociera su prontuario y se abrieran interrogantes sobre el móvil del atentado.

El hombre que intentó matar al Papa ya era un asesino. En 1979 había matado en Turquía a Abdi Ipekci, periodista opositor, director de uno de los diarios más importantes del país. Fue denunciado por varios testigos y, tras una corta búsqueda, apresado por la policía turca. Lo juzgaron con velocidad y fue condenado a cadena perpetua. En el juicio se supo que integraba un grupo subversivo de ultranacionalista, los Lobos Grises. A los seis meses, Ali Agca escapó de la cárcel militar de alta seguridad con ayuda de uno de los comandantes de los Lobos Grises, Abdullah Catli. Su destino fue Bulgaria, lugar en el que estaba el cuartel general de la mafia turca. La mafia era la principal fuente de financiación del grupo subversivo.

La noticia del intento de magnicidio conmocionó al mundo. En pocas horas se conoció la identidad del criminal
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Desde muy joven Ali Agca se dedicó al delito. Primero acciones no demasiado significativas. Estafas, alguna paliza a pedido, robos pequeños: un hampón ambicioso pero menor. Después estuvo involucrado en el robo de dos bancos. Hasta que a los 21 años se convirtió en asesino. Tras su escape a Bulgaria se le perdió el rastro. Obtuvo pasaportes falsos y con varias identidades, pasó por varios países europeos. Son meses brumosos en los que no se sabe qué hizo ni para quién trabajó. Lo único que queda de esos días son los relatos posteriores de Agca, siempre confusos, contradictorios y poco veraces.

Se cree que el arma con la que le disparó a Juan Pablo II la compró, usada, en Viena. Que ingresó a Italia por el norte, que estuvo unos días en Milán, hasta que se dirigió al Vaticano.

El plan era sencillo. Llegar temprano a la Plaza San Pedro junto a Oral Celik, un mafioso turco menor y su cómplice en esta empresa criminal, simular ser turistas hasta que pasara el Papamóvil. Agca debía disparar mientras que Celik lanzaría un explosivo menor, que provocaría pánico y confusión, y les permitiría escapar del lugar para refugiarse en la embajada búlgara en Roma.

En los interrogatorios policiales y durante el juicio posterior en el que fue condenado a prisión perpetua por el intento de magnicidio, Agca habló de una conspiración internacional y de cómplices. Pero nada se probó. Ni siquiera que Celik fuera su cómplice y que estuviera involucrado. Lo cierto es que alguien había financiado su raid. Los investigadores creyeron que la mafia turca y el grupo extremista que había integrado estuvieron detrás. En un intento de prestigiar su pasado criminal creyó que tener una pátina revolucionaria mejoraría su imagen, y afirmó que había tenido un periodo de instrucción militar con el Frente de Liberación Palestino pero nunca se hallaron pruebas de ese vínculo.

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Juan Pablo II visitó en su celda a Agca, lo escuchó y lo perdonó. Décadas después Agca dijo que intentó obtener la ciudadanía polaca como homenaje al Papa
Juan Pablo II visitó en su celda a Agca, lo escuchó y lo perdonó. Décadas después Agca dijo que intentó obtener la ciudadanía polaca como homenaje al Papa

En 1983, Agca volvió a la tapa de los diarios. Juan Pablo II fue hasta la prisión y tuvo una reunión con él en el que lo perdonó públicamente. Otra gran foto: los dos sentados en sillas sencillas, frente a frente, muy cerca, inclinados hacia adelante para reducir aún más la distancia, el Papa habla y el que intentó asesinarlo parece escuchar con interés, detrás un radiador. Fueron 22 minutos que dieron un fuerte mensaje al mundo. No fue el único gesto del Papa que, años después, recibió a la madre y al hermano de quién intentó asesinarlo.

Cuando Juan Pablo II murió, Agca declaró que estaba muy triste porque el Papa era como un hermano para él. En varias ocasiones brindó versiones antojadizas sobre lo sucedido en ese breve encuentro con su víctima: desde que lo alertó del fin del mundo hasta que le contó sobre quién estaba detrás del ataque.

Agca permaneció preso en Italia hasta el año 2000 cuando fue amnistiado por el Primer Ministro. El mismo día fue deportado a Turquía. Al llegar a su país lo detuvieron. Debía cumplir la condena por el asesinato del periodista y se le sumaron dos causas por robo a bancos. Con el tiempo salieron a la luz otros delitos, pero a la gran mayoría de ellos la justicia turca los declaró prescriptos. Una vez más, pareció, que Ali Agca saldría impune: volvió a fugarse de prisión. Pero lo encontraron en Bulgaria muy rápidamente.

Siguieron diez años de detención, con idas y vueltas judiciales, de presentaciones de sus abogados, de dictámenes de la Corte Suprema de su país, hasta que en 2010, lo liberaron.

Durante esos años, cada vez que pudo, intentó llamar la atención. Cambió de versión sobre quien estuvo detrás del atentado varias veces. Dijo que había sido la Unión Soviética por el involucramiento de Wojtyla con Solidaridad, Walesa y la libertad polaca. Tiempo después aseguró que fueron Khomeini e Irán quienes lo financiaron. Habló de grupos extremistas de origen incierto. Y también acusó al Vaticano y a su interna.

En la actualidad Ali Agca apoya a Erdogan y las políticas de derecha. Cada tanto vuelve a aparecer en los medios intentando llamar la atención
En la actualidad Ali Agca apoya a Erdogan y las políticas de derecha. Cada tanto vuelve a aparecer en los medios intentando llamar la atención

Tom Clancy y Frederick Forsyth fueron dos de los autores de best-seller que lo utilizaron para sus ficciones y para desplegar atractivas teorías conspirativas en sus novelas. Agca vio una veta y declaró que publicaría un libro junto a Dan Brown, el autor de El Código Da Vinci. Otra de sus fabulaciones.

Pero lo que sí era cierto, es que durante años Agca buscó un acuerdo con alguna editorial para escribir sus memorias. Pretendía muchos millones de dólares pero debió resignar ambición cuando apareció una oferta real. En 2013, finalmente, publicó su autobiografía. El libro no tuvo mayor repercusión. La credibilidad de Agca a esa altura era nula. Demasiadas versiones, demasiadas contradicciones.

Agca cada tanto reaparece y se toma de un tema de actualidad para generar interés alrededor de su figura, para tener ocasión de que los periodistas se interesen en él, para no ser olvidado. Por ejemplo, Agca, en estos últimos años, pidió la nacionalidad polaca: “Para tener algo más que compartir con su amigo Juan Pablo II”, visitó su tumba con un gran ramo de flores, pidió audiencia con el Papa Francisco y se ofendió cuando ni siquiera le contestaron y anunció varias veces la inminencia del fin del mundo.

Cuando hace unos meses, a raíz del estreno de una serie documental de Netflix se reflotó el interés en Emanuela Orlandi, una italiana que desapareció hace 40 años cuando era una adolescente de 15 años, Agca volvió a aparecer. Ahora en estos intentos de retornar a los medios, de sentirse influyente o dueño de un saber oculto o exclusivo, de recuperar protagonismo, lo acompaña su esposa Elena, que en ocasiones oficia de vocera. Dijeron que Emanuela estaba viva y que el Vaticano había tenido que ver en su desaparición.

Ali Agca y Elena pasan sus días en Estambul. Uno los imagina urdiendo temas y teorías conspirativas para conseguir ser el centro de atención. Viven de lo que Ali logró ahorrar del contrato editorial que firmó hace casi una década. La principal actividad de la pareja es, según sus propias palabras (que nunca deben ser tomadas demasiado en serio) la de alimentar y cuidar perros y gatos callejeros.

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