Roger Waters le dijo a un periodista insistente que no volvería a tocar The Wall en vivo hasta que el Muro de Berlín cayera. Lo deslizó para esquivar la pregunta. Solía contestar con evasivas o sujetarlo a condiciones improbables cuando lo presionaban por la recuperación de The Wall y un show en vivo. Era mediados de 1989. En noviembre de ese año, sucedió lo que Waters no había imaginado: el Muro fue derribado y con él, el comunismo.
El músico y compositor británico, cofundador de la banda Pink Floyd, tenía razones para huir del plan. La gira anterior de The Wall había sido un fracaso. Un show demasiado grande para un grupo demasiado roto. Los miembros de la banda sólo se juntaban sobre el escenario. No se podían ver. Literalmente. Los autos en los que eran llevados a los estadios estacionaban de manera tal que ellos cuatro no se cruzaran. Y los camarines de cada uno estaban ubicados a la mayor distancia posible. Todo era tan excesivo que sólo Rick Wright ganó algo de plata con la gira: Roger Waters lo había echado del grupo tiempo antes y lo recontrataron -a sueldo- para los recitales. El resto fue a pérdida.
Pero Roger Waters lo había prometido. Entre su dicho y el hecho, pasaron solo cuatro meses. Entabló conversaciones con Leonard Cheshire, un ex aviador de las RAF que había creado Memorial Fund for Disaster Relief, una fundación destinada a ayudar a ex combatientes de diversas partes del mundo. La primera idea fue montar el show en el Cañón del Colorado. Pero un show de esas características, la logística y los cientos de miles de concurrentes podían provocar un colapso ecológico en la zona. Otros lugares fueron descartados. Por fin, se decidieron por Berlín. La obra a partir de esa decisión adquiría otro sentido. El sitio elegido no podía ser mejor desde lo simbólico. Estaba entre Potsdamer Platz y la Puerta de Bradenburgo en la zona en la que había estado el Muro, en la zona mixta, en ese purgatorio de la Guerra Fría. Sólo presentaba un (grave) problema. Se temía que todavía hubiera minas enterradas y que cientos de espectadores volaran por los aires. Hubo que realizar un rastreo intensivo para eliminar esa posibilidad.
El anuncio del recital tuvo una enorme repercusión. Una obra que ya era un clásico, con millones de discos vendidos, con una película de culto basada en ella (cuyo efecto se multiplicó gracias a la irrupción del VHS), un lugar emblemático y un concierto que, debido a las dificultades para llevarlo a cabo, se había visto en sólo cuatro ciudades del mundo y hacía más de una década.
El otro aspecto que generaba emoción extra era la posible reunión de Pink Floyd. Waters y David Gilmour debían responder sobre la posibilidad de volver a tocar juntos en cada entrevista que daban. Pero el encono era profundo. Hasta podríamos hablar de desprecio.
Apenas surgió la posibilidad del rescate, el rumor de que Pink Floyd se reagruparía creció. Waters le informó a Gilmour y a Nick Mason por carta de su idea. Y les preguntó si estaban dispuestos a participar. Necesitaba la aprobación de los otros: una cuestión legal. No sólo obtuvo el visto bueno sino que sus ex compañeros se mostraron dispuestos a participar. Sin embargo, Waters nunca más se contactó con ellos.
En ese momento, a principios de los noventa, su carrera parecía estar en un pozo. Y muchos creían que tras la batalla de egos, sus compañeros habían quedado mejor parados. No sólo mantenían el nombre de la franquicia, Pink Floyd, sino que sus actuaciones en vivo atraían multitudes. A Momentary Lapse of Reason y Delicate Sound of Thunder, el doble en vivo de dos años antes, habían llegado hasta lo más alto de las listas de ventas. Mientras que Waters parecía ahogado en su megalomanía. Sus trabajos posteriores a su salida del grupo no habían sido demasiado bien recibidos pese a que, al menos The pros and cons of Hitch-Hicking tiene sobrados méritos artísticos. Esta presentación era un riesgo grande para él. Pero también, según su modo de ver, la oportunidad de mostrarle al mundo aquello que venía discutiendo con Gilmour y Mason desde hacía décadas y que para él no alojaba la menor duda: quién era el verdadero talento del conjunto.
Una manera de zanjar esa discusión sería que las partes del resto de la banda las hicieran músicos invitados con apenas unos días de ensayo. Lo que demostraría que el los otros eran intercambiables y que el único indispensable era él mismo, Roger Waters.
Todo había empezado mucho antes. En 1977, al final de la gira de Animals, Roger Waters protagonizó un incidente con un espectador que resumió cuál era su estado en ese momento. El show que presentaban era muy ambicioso. Durante el extenuante tour algo se fue rompiendo dentro de Waters. Así lo cuenta Michele Mari en Rojo Floyd: “Roger no soportaba la idea de que 80 mil personas hicieran barullo en lugar de seguir con atención el concierto, no soportaba los gritos, los cantitos, el bullicio , las manos que batían rítmicamente, los pedidos de canciones, no soportaba nada”.
El 6 de julio de 1977 en Montreal, en el show de cierre, un hombre no paraba de gritar en medio de las canciones. Hasta que Waters se cansó y le hizo señas para que se acercara al escenario; cuando lo tuvo a tiro, el músico lo escupió con todo el desprecio posible. Recién tomó conciencia de lo sucedido al finalizar la actuación. “Fue una actitud fascista”, reflexionó años después. Ese episodio dio origen a The Wall. La alienación, la persecución, el totalitarismo, la soledad. Eso convergía con su historia personal. El padre muerto en la guerra, la orfandad, la vida del rockstar. Todo trasladado a canciones que conformaban una obra conceptual contenida en un disco doble.
Cuando debían entrar a grabar el siguiente proyecto le propuso al resto este proyecto y otro. Al resto no le gustó demasiado ninguno de los dos pero no tenían contrapropuesta. Waters había trabajado y ellos no tenían nada para ofrecer a cambio. Así que votaron por The Wall. Roger se encargó de que el mundo se enterara de que era obra suya. En el programa de los recitales originales lo decía y lo mismo en el afiche de la película que dirigió Alan Parker un par de años después.
El disco doble vendió más de 33 millones de copias. Aparecido en diciembre de 1979 parece el canto del cisne del rock grandilocuente de los setenta. Pink Floyd logró sumar otro clásico a su discografía. Another Brick in the Wall llegó al número uno y permaneció ahí durante un mes. Se coló entre Crazy Little Thing Called Love de Queen y Call Me de Blondie.
Los problemas personales entre los miembros de Pink Floyd, las desavenencias creativas, las diferencias en la capacidad de trabajo produjeron la separación esperada luego de la publicación de The Final Cut.
Roger Waters sabía que cuanto más prestigiosas y exitosas fueran las figuras invitadas mayor chance tenía el show de tener visibilidad. Las primeras invitaciones cursadas hablaban de un Dream Team. Peter Gabriel, Bruce Springsteen, Joe Cocker, Rod Stewart. Los dos primeros tenían antecedentes de conciertos a beneficio (la gira de Amnesty que compartieron y Springsteen le sumaba No Nukes) pero se excusaron por motivos de agenda. Aunque es posible también que conocieran lo difícil que resultaba trabajar con Waters: Eric Clapton lo había hecho en Pros and Contras y no la había pasado demasiado bien. Cocker y Stewart confirmaron que estarían pero un cambio en la fecha los dejó afuera. La caída de varias grandes figuras posibilitó que Waters con inteligencia recurriera a varias figuras locales pero con proyección internacional como Scorpions y la magnífica Ute Lemper.
Cindy Lauper fue una de las primeras opciones de Waters y la primera en aceptar la invitación. La crítica la destrozó. Eran tiempos en que la cantante de pelo colorido y voz aguda no gozaba del favor crítico; había pasado su éxito de los ochenta y faltaban décadas para que se la volviera a valorizar. Su actuación, vista a la distancia, no parece haber desentonado con el conjunto. Es más, hasta se puede afirmar que fue muy buena.
La que sí tuvo problemas fue Sinead O´Connor. Casi que no podía ser de otra manera. Ninguno de los dos son personas fáciles de tratar y el prontuario de inconvenientes de relación de ambos es profuso. Luego del show se cruzaron acusaciones mutuas. El problema principal fue un corte de energía en medio del espectáculo que obligó a Sinead a simular que estaba cantando y un problema de retorno que no la dejaba escuchar a los músicos. “Apenas salí de escena corrí a Waters para molerlo a trompadas. Me hizo hacer playback, hizo que le mintiera al público. Eso sí, no lo alcancé: era bastante ágil”, declaró la cantante calva. Roger se quejó de la falta de profesionalismo de Sinead.
Dos grandes artistas involucrados fueron Van Morrison que cantó Comfortably Numb y Joni Mitchell que interpretó Goodbye Blue Sky, sin estar a la altura de su leyenda. También tocaron varios integrantes de The Band (Danko, Helm y Hudson), Marianne Faithfull, un sólido Bryan Adams, Thomas Dolby, James Gallway y The Hooters. Como actores invitados estuvieron Jerry Hall y Albert Finney entre otros.
Uno de los más desfavorecidos fue Paul Carrack condenado por el diseño del espectáculo. El gran muro, La Pared, se iba levantando a medida que las canciones pasaban. Carrack cantó totalmente cubierto por la pared, en off. Una especie de cantante fantasma al que sólo se lo pudo ver en la transmisión televisiva y en fotos del backstage.
El silbatazo inicial (sí, un silbato militar) lo dio uno de los propulsores del proyecto, el ex piloto Leonard Cheshire. Necesitaban también una banda militar para Bring the Boys Back Home. Mientras se aproximaba la fecha todos los intentos eran vanos. Hasta que alguien propuso invitar a la banda de las fuerzas soviéticas. El emisario que fue hasta el cuartel fue recibido con hostilidad al principio aunque la propuesta fue inesperadamente aceptada y los militares soviéticos participaron del show.
El concepto del show era similar al presentado en la época de Pink Floyd pero todavía más ambicioso: una marca de agua de Waters. La pared en este caso era mucho más grande. El diseño de Mark Fisher dispuso de un muro de 170 metros de largo por 25 de alto. La pared se completaba a lo largo del recital para desmoronarse al final. La imagen tiene una contundencia extraordinaria. También estuvieron -no podían faltar- los dibujos y las animaciones de Gerald Scarfe que ya pasaron a ser una parte indisoluble de The Wall. Y los enormes muñecos y marionetas que inquietaban con su presencia escénica.
Se vendieron más de 300 mil entradas. Un récord. Pero horas antes del inicio las puertas se abrieron debido a la presión del público. Los organizadores quisieron evitar una masacre. Por lo que se considera que hubo al menos 100 mil personas más. El recital se televisó a 52 países. Millones de personas lo vieron en todo el mundo. Los espectadores no se percataron de algunos problemas técnicos que surgieron gracias a la previsión de los organizadores. Hubo durante la presentación dos cortes de energía que la transmisión televisiva salvó empalmando imágenes tomadas la jornada anterior en el ensayo final.
El show fue editado en Cd y en DVD. Dos décadas después Roger Waters retomó The Wall. Emprendió una larga gira mundial. Llenó cada estadio en el que se presentó. En 2012 colmó nueve veces el estadio de RIver Plate en Argentina.
Un buen saldo de este show ocurrido hace treinta años es el que plantea Sergio Marchi en su biografía de Roger Waters: “Pese a todas las dificultades, The Wall Live in Berlín fue uno de los eventos más majestuosos e importantes de los que han sucedido en el largo devenir de la historia del rock. Se trató de ese momento epifánico donde la imaginación se convierte en realidad, cuando lo que no podía suceder, finalmente, acontece. Fue un evento que selló una era de la Historia, con mayúsculas: Alemania ya no estaba dividida. Algo de la herida original que dañó a Waters desde su más tierna infancia comenzaba a cicatrizar. Era lógico que los duros soldados soviéticos lloraran como niños al terminar el concierto: para ellos las cosas también habían cambiado. Ahora podían volver a casa”.
*El artículo original se publicó el 21 de julio de 2020.
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