“No quiero aleccionar ni a los alemanes ni al resto del mundo, pero tal vez sí se pueda decir algo, y es que si uno siente una obligación moral, entonces hay que ser coherente con ella. No se trata de si lo que hizo mi padre fue políticamente bueno o no; no es una cuestión de política. Tampoco es cuestión de si uno es demócrata o no. Es una cuestión moral. ¿Puede uno tolerar, si se tiene la posibilidad de evitarlo, que un pueblo viva gobernado por criminales?”. Corría 2007 y se anunciaba el estreno de Operación Valquiria, la película protagonizada por Tom Cruise, cuando el medio alemán DW-World entrevistó a Berthold María Schenk Graf von Stauffenberg, el hijo del hombre que más cerca estuvo de matar a Adolf Hitler.
La entrevista fue publicada el 20 de julio, en coincidencia con el aniversario número 63 del día que el coronel Claus Philipp Maria Justinian Schenk Graf von Stauffenberg intentó acabar con la vida del dictador alemán con una bomba en “La Guarida del Lobo”, uno de los refugios subterráneos de Hitler en un bosque de Prusia, como primer paso de un golpe de Estado que permitiera a Alemania negociar una paz digna con los aliados.
Para 1944 el desarrollo de la guerra había dado un vuelco que podía medirse en los territorios ocupados que, paso a paso, el Reich que debía durar mil años iba perdiendo. Desde hacía tiempo, algunos de los altos mandos del ejército alemán estaban convencidos de que la única manera de evitar la destrucción total de Alemania era sacar a Hitler del medio.
El proyecto de los complotados era matarlo para tomar el poder y construir una “democracia a la alemana” y hacer una propuesta de paz. Sabía también que tenían muy poco tiempo para hacerlo, porque si la guerra se prolongaba no tendrían nada para ofrecer en una negociación.
Sin embargo, matar a Hitler parecía una misión casi imposible. Desde su llegada al poder había escapado a decenas de complots y atentados. El último databa de un año antes. El 13 de marzo de 1943, un grupo de complotados intentó hacer estallar en pleno vuelo el avión donde se trasladaba para hacer una inspección de tropas. Subieron el explosivo en una caja que supuestamente llevaba dos botellas de cointreau, pero el mecanismo de la bomba falló.
En esta ocasión no podían fallar y el coronel Claus von Stauffenberg, adscripto al Estado Mayor de Hitler, decidió tomar el asunto en sus propias manos.
Un coronel aristócrata
Nacido el 15 de noviembre de 1907 en el castillo de su tío, el conde Berthold von Stauffenberg, en Jettingen, en Baviera, Claus era el hijo menor del matrimonio del conde Alfred Schenk von Stauffenberg y la condesa Caroline von Üxküll-Gyllenband.
Estudió en Stuttgart y se unió al ejército alemán en 1926, a los 18 años. Aunque no se opuso a la llegada de los nazis al poder en 1933, empezó a despreciarlos en 1938, después de la Noche de los cristales rotos, cuando vio las atrocidades que cometían contra los judíos. En este rechazo influyó su cuñada, la aviadora Melitta Schenk Gräfin von Stauffenberg, que era de ascendencia judía y estuvo a punto de ser internada en un campo de concentración.
Claus estaba casado con la baronesa Nina Freiin von Lerchenfeld en Bamberg, con la que tuvo cinco hijos.
Su rechazo por el nazismo, que mantenía en secreto, no le impidió desarrollar una carrera militar brillante, que le permitió ser ascendido a capitán cuando llevaba once años de servicio, cuando lo normal era alcanzar ese grado después de por lo menos quince años.
El comienzo de la guerra, lo encontró en la Sexta División Panzer, con la que participó en la ocupación de los Sudetes y en las campañas de Polonia y Francia. En 1940 fue condecorado con la Cruz de Hierro de Primera Clase.
En 1941 fue parte de la invasión a la Unión Soviética, donde además de horrorizarse por las matanzas de las SS comenzó a dudar de la capacidad de Hitler para conducir la guerra, el resultado de la batalla de Stalingrado lo convenció de que Alemania sería derrotada tarde o temprano.
En enero de 1943 fue ascendido a teniente coronel y transferido a la campaña del Norte de África como oficial de una unidad especial de tanquetas del general Erwin Rommel, “el Zorro del desierto”, dedicada al reconocimiento del terreno y a la observación de la fuerza, la posición y los movimientos del enemigo.
Durante una incursión de reconocimiento en la batalla del paso de Kasserine, en Túnez, el 7 de febrero de 1943 su vehículo fue atacado por un avión británico. Quedó gravemente herido, con la pérdida de un ojo, la mano derecha y dos dedos de la mano izquierda.
Cuando se recuperó, fue ascendido a coronel e, impedido de seguir combatiendo, lo asignaron al Estado Mayor bajo las órdenes del del general Friedrich Olbricht, uno de los ideólogos de lo que sería la “Operación Valquiria”.
Un plan ambicioso
Los conspiradores sabían que sin la muerte de Hitler cualquier intento de tomar el poder estaba condenado al fracaso. Una vez muerto el dictador, los militares buscarían el apoyo de la sociedad civil para formar un gobierno que encarara las negociaciones para una salida pactada de la guerra.
Para controlar el Reich, los complotados adaptaron un plan que ya existía, pero lo dieron vuelta. Se trataba del Plan Valquiria, ideado por los nazis para movilizar el Ejército de Reserva en situaciones donde fuera necesario reprimir posibles disturbios o rebeliones provocados por los millones de trabajadores forzados que existían en Alemania y en los territorios ocupados.
Von Stauffenberg propuso que, después de que los conspiradores mataran a Hitler, esas tropas fueran utilizadas para neutralizar a las SS, la Gestapo y las unidades militares que se mantuvieran adictas al Reich.
Pronto Von Stauffenberg y el general Henning von Tresckow se perfilaron como los líderes de la conspiración, mientras otros altos mandos, al ser sondeados, decidieron mantenerse al margen, aunque sin delatar a los complotados. Fue el caso del mariscal Günther von Kluge, uno de los más prestigiosos jefes del ejército, que les respondió: “Los mariscales de campo prusianos no se amotinan”.
A pesar del escaso apoyo de los generales, el complot siguió adelante. “Puesto que los generales no han hecho nada hasta ahora, tendrán que entrar en acción los coroneles”, les dijo von Stauffenberg a sus compañeros.
El coronel, además, se cargó sobre los hombros dos de las máximas responsabilidades del plan: matar a Hitler y después liderar el golpe de Estado en Berlín.
Una bomba en la guarida del lobo
La oportunidad de matar a Hitler se presentó cuando von Stauffeberg fue convocado a participar de una reunión en la Guarida del Lobo, el búnker subterráneo que servía de cuartel general en Rastenburg, en los bosques de Prusia Oriental.
La fecha fijada era el 20 de julio de 1944 y, a último momento, el lugar de la reunión fue cambiado del búnker subterráneo a un barracón de madera en la superficie, debido al calor.
El coronel llegó acompañado por su ayudante, el teniente Werner von Haeften, que llevaba dentro de un portafolio dos explosivos a los que había que activar mediante un temporizador. Poco antes del comienzo de la reunión, von Stauffenger y su auxiliar se encerraron en un baño para activar los temporizadores con un plazo de diez minutos. Pudieron hacerlo con una sola de las bombas porque fueron interrumpidos y debieron salir del lugar para no despertar sospechas.
Con el maletín en una mano, el coronel entró a la sala de reuniones y pidió sentarse cerca de Hitler para poder escucharlo bien ya que estaba parcialmente sordo. Con esa excusa logró que le ofrecieran una silla junto al führer, que estaba empezando a analizar la difícil situación de las tropas alemanas en el frente del Este.
Von Stauffenberg dejó la cartera en el suelo y luego la empujó con un pie para dejarla lo más cerca posible del dictador. Cuando lo logró -contrarreloj- dijo que saldría un momento porque tenía que hacer una llamada urgente. Afuera lo esperaba el teniente von Haeften con el auto oficial en el que se alejaron disparados del lugar.
Poco después, exactamente a las 12:42, escucharon la explosión y siguieron hasta el aeropuerto para volver a Berlín y poner en marcha la segunda parte del plan.
En ningún momento dudaron que Hitler estaba muerto. No podían saber que, apenas von Stauffenberg se alejó de la sala, alguien había movido sin querer el maletín, dejándolo detrás de una de las gruesas patas de madera de la mesa, lo que evitó que la onda expansiva alcanzara de lleno a Hitler, que sólo sufrió una herida en el brazo y algunos rasguños.
Fue el más afortunado de los que estaban en el lugar. Once oficiales resultaron gravemente heridos y varios de ellos murieron poco después. Los únicos que quedaron casi ilesos fueron Hitler y el mariscal Wilhelm Keitel.
Traición en Berlín
Al saber que Hitler había sobrevivido, en la capital alemana, uno de los complotados, el general Friedrich Fromm, jefe del Ejército de Reserva, se negó a continuar con el plan. En un primer momento, los generales Beck y von Witzleben intentaron tomar el mando y lo encerraron en una habitación, pero fue rápidamente liberado por un grupo de oficiales.
De inmediato ordenó la detención de todos los conjurados. Stauffenberg, su asistente von Haeften y el general Olbricht fueron fusilados esa misma noche. Al general Beck le dieron la oportunidad de suicidarse, pero luego de dos intentos fallidos fue asesinado de un tiro en la cabeza por un oficial.
Frente al pelotón de fusilamiento, von Stauffenberg gritó sus últimas palabras: “¡Viva la santa Alemania!”.
El apuro de Fromm por matarlos obedecía a una razón: quería evitar que fueran interrogados y rebelaran su papel en el complot frustrado.
La traición no le sirvió a Fromm para salvar su vida. Apenas llegó a Berlín, Heinrich Himmler, nombrado comandante del Ejército de Reserva, lo detuvo y lo condenó sumariamente a la horca.
Durante las semanas siguientes fueron detenidas más de cinco mil personas, entre militares y civiles. Algunas estaban comprometidas con el intento de golpe de Estado, muchas otras ni siquiera conocían la existencia del complot.
El relato a Mussolini
Una vez curado de sus heridas leves, ese 20 de julio Hitler siguió con las actividades que tenía programadas para el día. La más importante era un encuentro con el dictador italiano, Benito Mussolini. Lo recibió en la barraca donde pocas horas antes había explotado la bomba. Se sentó en un cajón dado vuelta e hizo un gesto que abarcaba el lugar.
“Aquí fue. Aquí, junto a esta mesa, estaba yo de pie. Así me hallaba, con el brazo derecho apoyado en la mesa, mirando el mapa, cuando de pronto el tablero de la mesa fue lanzado contra mí y me empujó hacia arriba el brazo derecho. Aquí, a mis propios pies, estalló la bomba”, le dijo a Mussolini.
Y siguió, convencido: “Después de librarme hoy de este peligro de muerte tan inmediato, estoy más convencido que nunca que mi destino consiste en llevar a cabo felizmente nuestra gran causa común”.
Fue el último intento conocido de matar a Adolf Hitler y terminar con la guerra. Al fallar el atentado, el plan se desmoronó como un castillo de naipes.
“Todo se basó en el asesinato de Hitler. Tan pronto como esta premisa fue desafiada y luego anulada, el improvisado golpe de Estado pronto se derrumbó. Ante la falta de confirmación de la desaparición del Führer, el elemento crucial fue que había demasiados leales, demasiados vacilantes, demasiadas personas que tenían mucho que perder al ponerse del lado de los conspiradores”, lo resumió el historiador Ian Kershaw en su biografía sobre el líder nazi.
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