El 19 de julio de 1985 fue el día más feliz en la vida de Christa McAuliffe y -lo que no podía saber- también el de su sentencia de muerte. George H.W. Bush, por entonces vicepresidente de los Estados Unidos, anunció que ella, profesora de la Concord High School, New Hampshire, era la elegida entre 11.000 docentes de todo el país para tripular el transbordador espacial Challenger en la misión STS-51-L. El presidente Ronald Reagan había explicado el Proyecto Profesores en el Espacio un año antes: “Le he dado luz verder a la NASA para que empiece a buscar en todas nuestras escuelas elementales y secundarias a un tripulante para el Challenger. El primer pasajero será de los más excelentes de los Estados Unidos, un profesor. Cuando el transbordador despegue, todo el país recordará el papel crucial de los maestros y la educación que desempeñan en la vida de la nación. No puedo pensar en ninguna lección mejor para nuestros niños y nuestro país”.
Tras haber pasado por pruebas ultraexigentes, que redujeron el número de postulantes a 114, Christa se encontraba -a mediados del 85- entre los diez aspirantes finalistas. El 7 de julio, viajó al Centro Espacial Johnson, donde fue examinada por varias juntas médicas y se expuso a las evaluaciones psicofísicas definitivas de un comité de oficiales de la NASA. Doce días después, tras haberse enterado de que era la elegida, declaró entre lágrimas: “He hecho amigos maravillosos durante las últimas dos semanas. Cuando el Challenger despegue quizás yo sea un solo cuerpo, pero son diez las almas que llevaré conmigo. Quiero humanizar los viajes espaciales ofreciendo la perspectiva de alguien que no es astronauta. Creo que los estudiantes verán eso y dirán: ‘Es una persona ordinaria que está contribuyendo a la historia’”.
Todo por un sueño
Al borde de los 37 años, abandonó -momentáneamente, creía- sus clases de historia, derecho y economía, y también a su esposo y sus dos hijos, para dedicarse full time al sueño de su vida. El plan de la NASA era que distintos grupos de civiles comenzaran a compartir los viajes espaciales; entre muchas otras razones, para tener una perspectiva alternativa a la tecnológico-científica. Se pensaba en tripulaciones que incluyeran periodistas, artistas, escritores que aportaran otra sensibilidad y otra narrativa de estas experiencias. McAuliffe sería la pionera total y hasta iba a dictar cátedra desde el espacio. Pero ya se preparaba otra viaje con un periodista. Se habían anotado 1700 postulantes, Tom Wolfe, uno de los padres del llamado Nuevo Periodismo, entre ellos.
“En 1985 se pasaba por un mal momento en el plano educativo. Las evaluaciones generales de los alumnos no daban buenos resultados y en aquel entonces era común escuchar frases como: ‘El que vale, vale; el que no se hace profesor’. Christa contribuyó a cambiar esa percepción”, iba a declarar Barbara Morgan, la eventual sustituta de McAuliffe; es decir, una mujer que salvó su vida. Y que mucho después, a bordo del transbordador Endeavur, se convertiría, sí, en la primera maestra espacial.
De mujer común a heroína del espacio
Una vez confirmada, McAuliffe, súbita celebridad nacional -nacida el 2 de septiembre de 1948 en Boston, con el nombre Sharon Christa Corrigan-, fue recibida en la Casa Blanca por Reagan, en medio de una ceremonia patriótica, con desfiles, homenajes y medios de información de todo el país. La inminente astronauta, docente desde 1983 en New Hampshire, típico pueblo del interior de los Estados Unidos, reavivaba el sueño americano -un tanto insomne- y se convertía en una mujer común en una situación extraordinaria, casi en una heroína voluntaria. Según el New York Times, ella resaltaba en sus clases “el impacto de las personas comunes y corrientes en la historia, asegurando que eran tan importantes para el registro de la humanidad como los reyes, políticos o generales”.
Alejada de la rutina de las aulas, Christa se entrenó durísimo para pasar de su condición de persona común y corriente a astronauta semiprofesional: su preferencia para establecerse como sujeto histórico. En el centro de simulación Johnson, en Houston, pasó por cápsulas de gravedad, practicó caída libre, hizo pruebas extremas de resistencia, vuelos en aviones de combate y aprendizaje del manejo de carga útil en misiones, la función no docente que iba a ejercer en el Challenger. El simulador de vuelo de los astronautas profesionales, apodado “cámara del vómito”, fue lo peor para Christa. Pero su voluntad estuvo por encima de todo. Aprobada.
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Pasión de multitudes
“Mucha gente pensó que habíamos llegado a la meta cuando pisamos la luna. Y se puso al espacio en segundo plano. Pero la gente tiene mucha conexión con los maestros. Ahora que se seleccionó una maestra para esta misión, hay muchos más espectadores de los lanzamientos”, dijo ella, con razón. La carrera espacial, tan promocionada durante la Guerra Fría en un mundo bipolar, recuperaba su lugar de interés principal que le habían arrebatado la NBA, el fútbol americano, el béisbol y la industria del entretenimiento. McAuliffe, que iba a dictar dos clases de 15 minutos desde el espacio, era la nueva estrella norteamericana. Todas las expectativas, los esfuerzos y los sueños confluían en un lugar y una fecha que prometía ser épica y más excitante que el de la final del Super Bowl: el martes 28 de enero de 1986 en Cabo Cañaveral, costa este del Estado de Florida. “Que el futuro esté limitado sólo por los sueños”, declaró ella unos dias antes del lanzamiento.
Y sin embargo, la noche anterior, Allan McDonald, ingeniero y consultor aeroespacial, y su colega Roger Boisjol dudaron del éxito de la misión y cumplieron con la antipática tarea de pedir la suspensión del despegue. Según sus cálculos, las temperaturas muy bajas en esa zona desértica y la formación de cordones de hielo -con forma de estalactitas gigantes- alrededor de la torre de lanzamiento podían dañar la compleja estructura de la nave y generar una rápida combustión que terminaría en tragedia. La NASA no estuvo de acuerdo con McDonald y Boisjo o, si lo estuvo, decidió tomar el riesgo sin hacerlo público. Entre la espada y la pared, McDonald se negó a firmar la aprobación del lanzamiento. “Fue la decisión más inteligente que he tomado en mi vida”, iba a decir después.
Cuenta regresiva y tragedia
El objetivo principal de la misión era lanzar dos satélites. El primero, TDRS-B, de relevamiento de datos, quedaría en el espacio; el otro, Spartan Halley, saldría desde el Challenger y volvería a él tras haber captado datos del cometa Halley en su punto más cercano al sol. Christa, que de adolescente se había embelesado con el Proyecto Mercury, primer programa espacial tripulado de los Estados Unidos, desarrollado entre 1961 y 1963, recordó la frase que le dijo a a una amiga tras haberse enterado de que el astronauta John Glenn se había situado en la órbita terrestre con la nave Friendship 7: “¿Te das cuenta de que un día las personas llegarán a la luna? Puede que lo hagan incluso tomando un ómnibus. Yo quiero hacer eso”. En la solicitud a la NASA para aplicar como tripulante del Challenger, que llenó con su lapicera quince años después de la llegada del hombre a la luna, escribió: “He visto nacer la era espacial y quiero participar en ella”.
El 28 de enero de 1986, ella y sus seis compañeros de travesía espacial -Francis “Dick” Scobee, Michael Smith, Ronald McNair, Ellison Onizuka, Gregory Jarvis y Judith Resnik- se desearon suerte y se encomendaron a los avances tecnológicos y a sus creencias religiosas. Christa había sido profesora de Clases Doctrinales en la Iglesia St. Peters y se persignó. Su marido -Steven, compañero de vida desde la secundaria-, sus hijos, el resto de su familia, sus vecinos, sus colegas, sus alumnos y todos los estadounidenses se emocionaron al verla aparecer en las pantallas con su traje de astronauta celeste grisáceo, casco en mano. El día esperado desde aquella infancia plagada de sueños futuristas había llegado. Sonriente, confiada, también un poco tensa, McAuliffe saludó junto con el resto de la tripulación: más allá del estrés, estaba preparada para hacer historia.
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La noche anterior había sido una de las más frías del año. De hecho, el 28 por la mañana la NASA modificó el horario de lanzamiento: la plataforma de lanzamiento estaba congelada. Finalmente, a las 11.38 am, millones de espectadores en todo el mundo escucharon la cuenta regresiva. Desde la torre de control se dio la señal de partida y la primera orden posterior: “Challenger, siga acelerando”. Todo parecía un éxito. La nave estaba atravesando el Max-Q, punto de mayor presión aerodinámica en el proceso de despegue. Después, todo fue confuso y pareció irreal: el Challenger explotó cuando apenas se había alejado 14 kilómetros de la Tierra. Habían transcurrido nada más que 73 segundos, 72,5, para los obsesivos.
Los restos de un sueño
En medio de la conmoción mundial, Reagan creó un comité de investigación para determinar las causas del accidente. La desgrabación de la breve, espantosa conversación entre el comandante Michael Smith y la torre de control no fue un gran aporte. Recién unas semanas más tarde se determinó que el frío había actuado sobre dos anillos de goma que mantenían unidas piezas fundamentales de uno de los cohetes propulsores: así se inició una fuga de gases que detonó la tragedia. Los restos del Challenger, expandidos y suspendidos en el aire como aciagos fuegos de artificio, cayeron principalmente sobre el Atlántico, que empezó a ser “rastrillado” poco después de la explosión.
Tres meses después la NASA declaró haber encontrado “restos” de los siete tripulantes. Sin embargo, The New York Times publicó en su edición del 20 de abril de 1986: “Dijeron que los cuerpos de los astronautas fueron aplastados dentro los escombros y que no pudieron ser reconocidos como humanos”. El gobierno de los Estados Unidos indemnizó con siete millones de dólares a cada una de las familias de los tripulantes. El accidente perjudicó seriamente la reputación de la NASA, que debió suspender sus vuelos espaciales hasta 1988 y, desde luego, el plan de llevar civiles en este tipo de misiones.
McAuliffe fue enterrada -más que su cuerpo, sus sueños- en el cementerio Blossom Hill en su ciudad natal. Desde entonces su memoria ha sido honrada en casi todo occidente de las más diversas maneras. Hasta un asteroide, el 3352, lleva su nombre.
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