“Llegó el momento, esta es la película en la que vas a ser el protagonista; te ofrezco un personaje que va a exigirte que uses cada aspecto de tu talento y va a ponerte a prueba de un modo que nunca habías conocido”, le dijo Christopher Nolan. El director, guionista y productor londinense había visto por primera vez a Cillian Murphy hace casi veinte años, cuando se presentó al casting de Batman Inicia (2005).
El actor irlandés que se hizo famoso en todo el mundo como el líder de la pandilla criminal de Peaky Blinders –la serie de Netflix que emitió en abril del año pasado su última temporada– audicionó originalmente para el papel de Bruce Wayne, pero Nolan tenía otros planes para ese chico de mirada helada: Murphy no iba a ser su superhéroe, sino su supervillano, el Espantapájaros.
Había quedado fascinado con su estilo en 28 días después (2002): “Toda su apariencia, esa mirada… Tiene los ojos más extraordinarios. Me la paso inventando excusas para que se saque los anteojos en los primeros planos”, le dijo en pleno rodaje a Spin magazine sobre el irlandés que iba a convertirse en su fetiche, casi una cábala en varias de sus siguientes películas: en la trilogía de El caballero oscuro (2005-2012), en Inception (2010) y en Dunkerque (2017).
“Sentí que no era el correcto para Batman, pero sin embargo era alguien con quien quería seguir creando, alguien con quien quería trabajar”, dijo en una entrevista de la época con IGN, y cumplió su palabra. Batman Inicia fue un éxito de crítica y taquilla, con una recaudación de casi US$100 millones y también la primera producción masiva con la que Murphy se abrió camino en Hollywood. Fue además el inicio de una colaboración entre el director y el actor de entonces 28 años. Nunca hasta Oppenheimer, el film sobre el padre de la bomba atómica que se estrena este jueves –y cuyo elenco se completa con primeras figuras como Matt Damon, Kenneth Branagh, Emily Blunt y Gary Oldman–, le había dado el rol principal. Murphy lo entendió desde el principio: “Si Christopher Nolan te pide que hagas algo, independientemente de la envergadura del papel, lo hacés”, dijo en medio de la gira promocional de la película para la que se preparó leyendo el texto sagrado hinduista Bhagavad Gita, de donde proviene la célebre cita que se le atribuye al físico Robert J. Oppenheimer luego de probar su creación por primera vez, en 1945: “Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”.
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Había sido definido por la crítica de The New York Times Manohla Dargis como “el villano de película perfecto”. “Su mirada azul podría congelar el agua; su mirada lasciva sugiere sus propios terrores”, escribió tras su actuación como el psicópata que amedrentaba a Rachel McAdams en el thriller psicológico Red Eye, también en 2005.
Pero nacido en un pueblo católico de las afueras de Cork, en Irlanda, donde la máxima atracción era la iglesia que le daba el nombre: Ballintemple (“el pueblo de la Iglesia”), el actor estaba lejos de haber sido educado como villano. Por el contrario, fue formado en los preceptos de la religión familiar y de los hermanos del colegio de curas en el que hizo la secundaria.
Es cierto que durante la mayor parte del colegio tuvo problemas de conducta, pero cuando estaba en cuarto año descubrió que podía canalizar esa energía por medio de sus inclinaciones artísticas. Probó con las clases de actuación en Corcadorca, la compañía de teatro de Cork, y por primera vez se sintió “verdaderamente vivo”, aunque en esa época su mayor ambición era convertirse en una estrella de rock. Cantaba y tocaba la guitarra en una banda que formó junto a Páidi, uno de sus tres hermanos; y hasta les ofrecieron un contrato para grabar cuatro álbumes que el dúo rechazó porque les parecía poca plata a cambio de los derechos de “sus peculiares temas y sus solos interminables”, como él mismo los definió. Podían permitírselo; a diferencia de la infancia de privaciones de su Thomas Shelby de Peaky Blinders, Cillian creció en una familia relativamente acomodada: su padre trabajaba en el departamento de Educación de su distrito, y su madre era profesora de francés.
En 1996, a los 20 años –nació el 25 de mayo de 1976–, Murphy entró a la Facultad de Derecho de Cork, pero no aprobó un solo examen. Alguna vez explicó que ni siquiera se lo propuso, realmente no quería ser abogado. Ya había desistido de la idea de dedicarse a la música, pero el bichito de la actuación que le había picado en el colegio se acrecentó después de ver una obra de su profesor del Corcadorca y tuvo su primer papel importante junto al club de drama amateur de la Universidad. Sin embargo, su motivación por esos días era, según contó más tarde, la de muchos otros chicos de su edad: “Ir a fiestas y conocer mujeres”.
Así fue como consiguió entrar oficialmente a Corcadorca, donde actuó en varias obras y llegó a irse de gira por Europa, Australia y Canadá con Disco Pigs, que también fue adaptada al cine y le valió los primeros elogios de la prensa especializada. Así llegaría también su debut cinematográfico, precisamente en 28 días después, de Danny Boyle, donde Nolan le echó el ojo. Hacía de un sobreviviente de una pandemia que despertaba perplejo y desolado en un nuevo mundo después de un coma.
Su capacidad actoral sin duda era deslumbrante, pero lo que le daba el phisique du rol ideal para el papel, era su aspecto. Lo que la directora de casting había encontrado en él no era muy distinto de lo que pronto descubriría el director de Oppenheimer: “Murphy era tímido en el set, con una tendencia a mirar ligeramente por fuera de la cámara, tenía un tipo soñador y algo falto de energía, como si flotara, que era fantástico para la película”. Por ese trabajo logró su primera nominación como Revelación Masculina en los MTV Movie Awards de 2004.
Volvió al cine con su compatriota Colin Farrell en la comedia negra Intermission (2004), que se convirtió en ese momento en el film independiente de origen irlandés de mayor recaudación en la historia. Y la crítica volvió a hablar de sus ojos gélidos: “Su intensidad es totalmente creíble; sus miradas delicadas, junto a su talento y expertise, son lo que hace que hoy la gente lo señale como el nuevo Farrell de Irlanda, aunque en una versión más sobria”, dijo el Herald Tribune.
Esa apariencia misteriosa le permitió a Murphy sostenerse como una rara avis en Hollywood, a donde nunca quiso mudarse: no tiene agente, ni un entorno cerrado que lo acompañe a todas partes, y suele vérselo solo y con impecable estilismo –fue nombrado entre los 50 Mejor Vestidos de GQ en 2015– en las premières. Casi no da entrevistas (hasta hace una década se negaba incluso a ir a programas de televisión para promocionar sus películas), detesta las alfombras rojas, y asegura que practica intencionalmente una vida que no le interesa a los tabloides.
“No genero controversias, no me acuesto con nadie por ahí, no me caigo borracho en lugares”, le dijo a The Sunday Times en 2004. Ya se destacaba por ser lo opuesto de su amigo Farrel –de los pocos que cuenta en el ambiente además de los también irlandeses Jonathan Rhys Meyers y Liam Neeson, a quien llama su padre cinematográfico–. Ese mismo año se casó con su novia de toda la vida, la artista visual Yvonne McGuinness, a quien conoció en un show de su banda en 1996. Vivieron juntos en Londres hasta 2015, cuando se instalaron en Dublin con sus hijos, Malachy (que nació en diciembre de 2005) y Aran (en julio de 2007).
Hasta hace poco, ninguno de sus dos hijos, hoy adolescentes, estaba familiarizado con el trabajo de su padre, más allá de saber que era actor. Ni Murphy ni su mujer querían exponerlos a la violencia de los papeles que suele desempeñar, así que ni siquiera veían sus películas. Lo que saben de su padre es que es ese tipo afable que disfruta del tiempo en casa, con ellos, y encuentra placer “en sacar la basura y ser parte del día a día en familia”.
Algo sí tiene en común con su mafioso Tom Shelby y es el valor que le da a su círculo cercano, su familia y esas personas que estaban ahí antes de que se hiciera conocido. “Mi vida es surreal. Hay que darse cuenta de la suerte que tenés y no darla por hecha. Este es un negocio difícil y ya estar trabajando es un mérito. Por eso amo volver a Cork y estar con mis amigos de siempre. Con ellos nunca hablo de la industria, porque no nos parece un asunto importante. No es relevante entre amigos que se conocen desde los diez años”, le dijo hace tiempo al Irish Independent. Poco más se sabe de su vida privada salvo eso: que prefiere reservarla para su intimidad.
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¿Qué fue primero, su halo de misterio natural o la convicción de preservar su mudo privado a rajatabla? Nadie puede saberlo igual que nadie sabe bien qué esconden sus ojos de hielo, esos capaces de “cortar diamantes”, como los describe la revista Night and Day. Cuando Nolan descubrió su perfil más oscuro, le llovieron las nominaciones como Mejor Villano. El crítico del New Yorker David Denby escribió después de ver a su Espantapájaros –o la representación misma del miedo–: “Tiene una mirada angelical que puede tornarse siniestra; es uno de los monstruos más elegantemente seductores del cine reciente”.
La sensación era unánime. Ese lugar de ángel negro le valdría muchos otros trabajos: de nuevo con Nolan; como el temible soldado del IRA Damien O’Donovan en la premiada The wind that shakes the barney (2006), de Ken Loach; o, más recientemente, como el sobreviviente perturbado de A quiet place II (2021).
Pero Murphy nunca se dejó encasillar. Probó su versatilidad como una mujer trans irlandesa en la comedia dramática Desayuno en Plutón (2005), la película con la que Neil Jordan intentó reivindicarse ante la comunidad después de El juego de las lágrimas (1992). Para ese papel se preparó montándose y yendo a clubs de crossdressers, aunque una vez más, ya llevaba en el cuerpo lo que se requería: su look andrógino era insuperable y verlo transformarse en una drag rubia en la pantalla parecía absolutamente natural.
En cambio sí tuvo que forzar su apariencia para la interpretación que lo metió desde 2013 en las casas del gran público, como el jefe gangster de Birmingham en Peaky Blinders (el final de la serie fue visto por 3,7 millones de espectadores). No sólo el acento “brummie”, casi imposible de imitar, que ensayó hasta la obsesión yendo a los pubs locales, donde grababa a los habitués –”Íbamos a tomar unas Guinness y todos cantaban canciones del Birmingham City y contaban historias que yo registraba en mi iPhone. Y cuando llegaba a casa, rastreaba cada acento y los probaba. Le dejaba mensajes a Steve (Knight, el creador de la serie británica) imitándolos para que se fijara lo cerca que estaba de sacarlo”–, sino su figura, hasta entonces más bien desgarbada, que tuvo que cambiar radicalmente para mostrarse más fuerte.
Ese fue otro sacrificio que le exigió el rol de Thomas Shelby: tuvo que dejar de ser vegetariano luego de veinte años sin comer carne para poder sumar proteínas a su dieta. “Yo no era una persona físicamente imponente, no lo soy. Y tengo que comer muchísimas proteínas y levantar muchísimo peso para lograrlo. Todo eso me lleva tiempo, y lo detesto”, confió a Radio Times en una de las pocas notas que concedió para promocionar la última temporada de Peaky Blinders, donde mantuvo una vez más aquello de hablar sólo de su vida profesional.
Es lo mismo que hace ahora durante la rueda por el estenos de Oppenheimer, donde se centra únicamente en su personaje, en su relación con el director que le dio su primera gran oportunidad y en cómo los dos se comprometieron a retratar la inmensa inteligencia y los conflictos morales del físico: “Siempre andábamos buscando la complejidad de Oppenheimer, porque no era un tipo simple –le dijo a Marca–. Tener esa gran inteligencia puede ser una carga; la gente así opera en un plano completamente diferente al de los meros mortales como nosotros, y eso conlleva sus propias complicaciones y desafíos en su vida personal y moral. Eso fue uno de los retos más difíciles: trazar el viaje moral de Oppenheimer a través de la historia, porque se mueve por terreno cenagoso en términos de lo que le puede plantear su trabajo en el Proyecto Manhattan y luego, años más tarde, su posición respecto a la política nuclear después de la Segunda Guerra Mundial, y cómo ir cambiando de postura y evolucionando lo hace entrar en conflicto con otra gente”.
También aceptó sus limitaciones frente a la figura histórica que interpretó: “La mayoría de las personas no pueden pensar ni piensan en la existencia humana, la estructura del mundo y nuestro lugar en el universo del modo en que lo hacía Oppenheimer, a través de la lente de la mecánica cuántica, con sus complejidades y su aprecio por las paradojas”. Por eso, según explicó en la misma nota “hubiera sido absurdo” para él intentar entenderlo todo. “Basta con tratar de entender vagamente los conceptos para luego profundizar en eso y extraer la humanidad, que es lo que de verdad importa para nuestra película”, dijo.
Pero el lado más humano de Murphy sigue estando reservado para unos pocos elegidos. A dos décadas de su desembarco en la industria, logró instalarse con sus propias reglas, siempre alejado de la carnicería de los tabloides, jamás revelando nada que no quisiera. Sabe que la clave de ese triunfo personal también está escrita en su mirada, esa que a veces lo separa también a él del resto de los mortales. Ciertamente, sabe que fue más fuerte que el acento local y el entrenamiento a la hora de volver creíble el poder de su criatura más famosa y también vale para imponerse ante la prensa con su distancia elegante: “Es la manera en la que mira a las personas. Esa quietud, su frialdad, lo que los paraliza”.
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