Las últimas horas del zar Nicolás II y su familia antes de morir en una brutal ejecución de balas y sablazos

Fueron asesinados en el sótano de una casa de Los Urales en la que estaban detenidos. Sólo se salvó el perro de los hijos. Los crímenes fueron perpetrados por los bolcheviques que habían tomado el poder poco tiempo atrás. El destino de los cuerpos y qué pasó con los diamantes de lo que quedaba de la dinastía Romanov

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El destronado zar Nicolás II,
El destronado zar Nicolás II, su mujer, Alejandra, el heredero del trono, el zarévich Alexis, de 13 años y las hijas mayores, Olga, de 22 años, Tatiana, de 21, María, de 19 y Anastasia, de 17, serían masacradas en un sótano de la casa que les servía de prisión

La mañana del día en el que iban a ser asesinados, la familia imperial rusa, presa de la triunfante Revolución Bolchevique, pasó un día normal, sin sospechar siquiera que era el último de sus vidas. Esa noche, el destronado zar Nicolás II, su mujer, Alejandra, el heredero del trono, el zarévich Alexis, de 13 años y las hijas mayores, Olga, de 22 años, Tatiana, de 21, María, de 19 y Anastasia, de 17, serían masacradas en un sótano de la casa que les servía de prisión, en Ekaterimburgo, junto a cuatro de sus asistentes, entre ellos el médico personal de Alexis, que era hemofílico.

Fue una carnicería ejecutada por una banda de asesinos, algunos alcoholizados, comandada por un criminal local, Yákov Mijáilovich Yurovski, jefe de la temible Checa local. Dice de él el historiador Richard Pipes: “Un individuo siniestro, lleno de resentimiento y frustraciones, un tipo humano que por aquellos días se sentía atraído hacia los bolcheviques”. La Checa, o Comisión Extraordinaria Panrusa, escudaba bajo ese nombre rimbombante al organismo de inteligencia política y militar creado por los soviéticos en 1917, que había reemplazado a la también temida “Ojrana” zarista, aunque había copiado sus métodos y en algunos casos había usado a los mismos asesinos y torturadores del zar. La Checa tenía como misión amplísima, y con poderes casi sin límites legales, “suprimir y liquidar todo acto contrarrevolucionario o desviacionista”. Era el terror. Y duró mucho. Extendió sus garras hacia la naciente Unión Soviética, encarnó en el estalinismo y tiene vigencia hoy en la Federación Rusa que comanda Vladimir Putin: en la última semana y en poco más de veinticuatro horas, fueron asesinados en misteriosos incidentes, tres generales.

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La Rusia de entonces era un caos. La famosa “Revolución de Octubre” de 1917, que pasó a la historia cómo la que barrió al zarismo del poder, no fue tal. El zar había sido destronado por una revolución popular en febrero de ese año: había salido a inspeccionar a las tropas enfrentadas a Alemania en el frente oriental de la Primera Guerra Mundial, y cuando regresó, dos semanas después, era un simple ciudadano bajo arresto domiciliario. El poder había pasado a manos de Alexander Kerenski, primer ministro del nuevo gobierno provisional. Los bolcheviques liderados por Lenin desalojaron a Kerenski en octubre y desataron una sangrienta guerra civil bajo los postulados de Carlos Marx, que luego adaptaron también a su antojo. Eran los “Rojos” que se lanzaron contra los “Blancos”, una coalición amplísima de conservadores y liberales, algunos favorables a la monarquía, otros ligados a la Iglesia Ortodoxa Rusa, unidos, empastados más bien, con socialdemócratas, socialistas revolucionarios y “mencheviques”, enemigos jurados de los comunistas.

En ese caldo se cocinó el destino de la familia imperial. El zar, que alguna vez dijo que nunca había querido serlo, había gobernado casi a los tumbos un imperio que había empezado a descascararse bajo una brutal crisis económica y un régimen de terror implantado contra el campesinado y la naciente clase obrera. Se había casado con Alix de Hesse Darmstadt, alemana y nieta favorita de la reina Victoria de Inglaterra, que era portadora de hemofilia y la había transmitido a su hijo y heredero del trono. Los dramas provocados por la frágil salud del chico, dieron lugar a la aparición en la corte de un hechicero, sacerdote, libertino, borrachín y charlatán, Rasputín, que había desmoronado el prestigio de la familia real, cercada además por una guerra mundial que marchaba muy mal y una pobreza extrema a la que los zares parecían ajenos, cuando no indiferentes.

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Una zarina alemana, cuando Rusia estaba en guerra con ese país, no parecía lo más apropiado. Pero el zar Nicolás y el Káiser Guillermo eran primos. Antes de la guerra, se enviaban cartas que empezaban “Querido Nicky” o “Querido Willy”. Ahora, Nicky y Willy estaban enfrentados a muerte y hasta era posible que el emperador alemán hubiera financiado el viaje de Lenin de su exilio en Suiza a San Petersburgo, hubiera garantizado su entrada a Rusia y hubiera pagado algunos otros gastos vitales para impulsar el derrocamiento de Nicolás II.

Imagen del sótano donde fue
Imagen del sótano donde fue ejecutado el zar y su familia (Getty Images)

Ya en el poder, los bolcheviques tenían tres o cuatro grandes temores sobre la suerte del zar y su familia: que pudieran huir, lo que parecía imposible; que el ejército “blanco” los rescatara de su prisión, que era probable; que lo hicieran los alemanes, que se harían así de un prisionero de lujo, o que una derrota en el frente, o un descalabro mayor en la economía, impulsaran una restauración de la monarquía.

En noviembre de 1917, los comunistas habían debatido el destino del zar, sin llegar a un total acuerdo. Lenin dudaba entre su deseo y el resultado que podía deparar cumplirlo. Pipes revela que en 1911, había escrito que era preciso: “Decapitar a por lo menos un centenar de Romanov. Una ejecución en masa como esa podría ser, con todo, arriesgada, considerando los profundos sentimientos monárquicos de la cultura del pueblo”. Los rojos, en especial León Trotski, plantearon entonces un juicio público como el que terminó con la decapitación de Carlos I de Inglaterra en 1649, o como el que condenó a la guillotina a Luis XVI de Francia, en 1793. De alguna manera pensaba igual que Robespierre cuando pidió la guillotina para el rey francés: “Si el rey no es culpable, entonces lo son quienes lo han destronado”.

Los Romanov fueron enviados como presos a Ekaterimburgo porque allí reinaba la postura comunista más dura: en Ekaterimburgo odiaban a Nicolás, a quien llamaban “Nicolás, el sangriento”, por las persecuciones que allí había desatado la policía zarista; también temían por sus vidas si la monarquía era restaurada. Los zares llegaron esa ciudad el 30 de abril de 1918, a las ocho cuarenta de la mañana. Sus hijos se les unieron el 23 de mayo.

La familia real confiaba en salvar sus vidas. Tal vez pensaba en un exilio dorado y en cómo financiarlo. Buscaban, y pidieron, la ayuda del rey británico Jorge V, pero esa ayuda nunca llegó. En Tobolsk, la histórica capital de Siberia que había sido el sitio de su primera prisión, la emperatriz había anotado en su diario el 10 de abril de 1918, que había “cosido las joyas a la ropa, con la ayuda de los niños”. Era verdad, la ropa interior de las muchachas y hasta la del zarévich estaban llenas de joyas y diamantes, lo que sería decisivo para hacer más sangrienta su brutal ejecución.

Yurovski instaló a los zares, y luego a sus hijos, en la “Casa del Propósito Especial”, un nombre que auguraba un mal destino, que pertenecía a Nicolás Ipatiev, un ingeniero del ejército, ya retirado, convertido en un exitoso hombre de negocios. También se la llamó “La Casa Ipatiev”. Era de dos plantas, de piedra, con lujos poco comunes para la época y el lugar: agua corriente y luz eléctrica; tres dormitorios, un comedor, salón, recepción, cocina, baño y aseo en la planta superior. La planta inferior estaba casi vacía, había un sótano y varias dependencias anexas, una de ellas usada para guardar las pertenencias de la familia real, que ya no dejaría esa casa con vida.

Retratos de Alejandray el zar
Retratos de Alejandray el zar Nicolás II de Rusia

Yurovski la convirtió en una prisión de alta seguridad: levantó unas empalizadas de madera que impedían la comunicación con el exterior, y el 15 de mayo hizo cubrir las ventanas con pintura blanca. Cuando llegaron los cinco hijos del zar, las muchachas llevaban ocho kilos de piedras preciosas en sus corsés. La Checa hizo su trabajo criminal de inmediato: arrestó a cuatro personas al servicio de la pareja real: el príncipe Iliá Tatíschev, asistente de Nicolás, a A. Vólkov, ayuda de cámara de la emperatriz, a la princesa Anastasia Gendrikova, su dama de honor y a Catalina Schneider, lectora de la Corte. Todos fueron a parar a la prisión local, y ejecutados. La familia real nunca lo supo.

La rutina de la casa prisión indicaba que los zares y sus hijos se levantaban a las nueve, tomaban el té a las diez, el almuerzo se servía a la una, el té de la tarde a las siete y la cena a las nueve. Todos se iban a dormir a las once. Salvo a la hora de las comidas, los prisioneros permanecían en sus habitaciones. El zar cayó en la depresión, empezó a dejar de lado su diario personal y sólo gozaba de los paseos por el jardín con su pequeño hijo, lo único que lo apartaba de la monotonía. No les estaba permitido ir a la iglesia, pero los sábados un sacerdote celebraba misa en una capilla improvisada en el salón, bajo la mirada de los guardias. Nicolás leyó en esos días, por primera vez, “Guerra y Paz”, de Tolstoi.

La decisión de asesinar a la familia real se tomó el 2 de julio, después de que Lenin autorizara a la Checa, desde Moscú, que “todos los Romanov que hubiese en la zona” fuesen ejecutados con el pretexto de una fuga inventada. La familia real, en tanto vivía una ilusión: había recibido unos mensajes secretos, escondidos en las tapas de corcho de los frascos de especies y mermeladas que les acercaban, supuestamente, unas monjas del cercano convento de Novotijvinski: las notas hablaban de un inminente rescate. No era verdad. Todo era parte de un engaño urdido por Yurovski y su Checa. Convencido de una eventual liberación, el 13 de julio, el zar anotó en su diario: “No tenemos noticias del exterior”.

El 15 de julio Yurovski fue visto en los bosques del norte de la ciudad: buscaba un sitio donde quemar y enterrar los cadáveres. Encontró el pozo abandonado de una mina de oro en una zona conocida como “Cuatro Hermanos”, cerca del poblado de Koptyaki y donde hoy, en recuerdo de los Romanov, se alza el monasterio y templo de Ganina Yama, punto de enormes manifestaciones anuales de fervor hacia los zares.

La noche del 16 de julio fue también rutinaria para la familia real. La zarina Alejandra hizo su última anotación en su diario a las once de la noche, antes de retirarse a su cuarto y nada hace sospechar que intuyera su destino. Horas antes, a las seis de la tarde, Yurovski, tuvo el único gesto de piedad del día: fue a buscar al aprendiz de cocinero, un chico llamado Leonid Sedniev y le pidió que se marchara de la casa. Para justificar su ausencia ante los Romanov, porque Leonid era compañero de juegos del zarévich Alexei, Yurovski les dijo que el muchacho debía reunirse con su tío Iván Sedniev, miembro de la corte. No era verdad, Iván Sedniev había sido ejecutado por la Checa semanas atrás. A la misma hora que mandaba a Leonid fuera de la casa, Yurovski hizo estacionar un camión Fiat en la entrada principal de Ipatiev, detrás de la empalizada: sería el vehículo encargado de transportar los cadáveres.

Las cuatro hijas mujeres del
Las cuatro hijas mujeres del zar Nicolás y su esposa Alejandra

A las diez de la noche, Yurovski le dijo al capitán de la guardia, Pavel Medvédev que informara a sus hombres que los Romanov iban a ser ejecutados esa noche y que no se alarmaran si escuchaban disparos. El Soviet de los Urales ya había enviado a Moscú un telegrama dirigido a Lenin en el que le informaba su decisión de matar a los prisioneros.

A la una y media de la mañana del 17 de julio, Yurovski despertó a Yevgueni Botkin, médico de la familia real y del zarévich, y le pidió que despertara a todos porque iban a conducirlos a un sótano: había disturbios en la ciudad, mintió, y querían llevar a los Romanov a un lugar seguro. Nadie sospechó nada.

Los prisioneros bajaron al sótano: el zar, con el zarévich en brazos, ambos vestidos con camisa y gorra militar, la zarina y sus cuatro hijas, la princesa Anastasia con Jeremy, su perro spaniel; detrás bajaron el doctor Botkin, seguido del ayuda de cámara Alexei Trup, el cocinero Ivan Jaritónov y de la dama de honor de la zarina, Anna Demidova, que llevaba consigo dos almohadas, una de ellas ocultaba una caja metálica con joyas.

El sótano, de cinco por seis metros, era un callejón sin salida: no tenía muebles, una ventana en forma de medialuna que daba a la calle estaba cerrada por barrotes, a la única puerta de entrada se le oponía otra, clausurada, que daba a un cuarto de almacenamiento. Una trampa. La zarina pidió algunas sillas y Yurovski hizo que llevaran dos: en una se sentó el zar con su hijo en brazos. Alejandra se sentó en la otra. El resto permaneció de pie. Yurovski salió del cuarto y regresó minutos después, con diez hombres armados. En su relato del crimen, hecho dieciséis años después, en 1934, Yurovski reveló:

“Cuando el destacamento hubo entrado, dije a los Romanov que, dado que sus parientes proseguían con su ofensiva contra la Rusia soviética, el Comité Ejecutivo del Soviet de los Urales había tomado la decisión de fusilarlos. Nicolás dio la espalda al destacamento y se colocó de cara a su familia. Entonces, como recogido sobre sí mismo, se dio la vuelta y preguntó: ‘¿Qué? ¿Qué?’ Rápidamente repetí lo que acababa de decir y ordené al destacamento que se preparara. A sus integrantes se les había dicho previamente a quién dispararle y que apuntaran directamente al corazón para evitar el exceso de sangre y para terminar rápido. Los demás exclamaron algunas incoherencias. Todo esto duró unos pocos segundos. Después comenzó el tiroteo, que duró dos o tres minutos. Yo maté a Nicolás en el acto”.

Una imagen inédita del zar
Una imagen inédita del zar Nicolás bañándose desnudo en un helado lago ruso

Era una versión edulcorada de la matanza. Nada sucedió como lo relató Yurovski. Los guardias dispararon a su antojo, algunos con el ánimo enturbiado por el alcohol, vaciaron el cargador de sus pistolas sin que las balas dieran en el blanco que tenían asignado, muchas rebotaron en paredes y en el suelo; también se desviaron en las joyas y piedras preciosas que los hijos del zar y la zarina llevaban cosidas a sus ropas. Piotr Ermakov, un comisario militar, mató a la zarina Alejandra, que había empezado a persignarse, con un balazo en la cabeza. Luego le disparó a María Romanov que intentó correr hacia la puerta. En medio del caos, del humo y del olor acre de la pólvora, cuando cesaron los disparos seis de las víctimas seguían vivas: el zarévich Alexis, tres de las hijas del zar, Demidova, la dama de honor, y el doctor Botkin. Yurovski remató al zarévich de dos disparos en la cabeza y el resto la emprendió a bayonetazos contra los heridos. Demidova se defendió y defendió también la caja metálica con las joyas, pero fue matada por las bayonetas de los guardias contra una de las paredes. También atacaron así a las restantes hijas del zar: “Las bayonetas no entraban en los corsés”, dijo luego Yurovski, en referencia a las piedras preciosas que habían resistido los balazos y hasta el filo de los sables. La matanza duró unos veinte minutos y no los dos o tres que evocaba el asesino. El único sobreviviente de la familia real fue el spaniel negro de Anastasia. Fue rescatado por un oficial británico de la Fuerza de Intervención Aliada, que actuó en la guerra civil rusa, y vivió sus últimos años en Windsor, Berkshire, Reino Unido.

Atrás quedaba un escenario de terror. Yurovski pidió al jefe de la guardia, Medvédev, que se encargara de limpiarlo todo. Un escuadrón de guardias, con cepillos y baldes de agua y de arena se encargó de quitar, o de intentar quitar, las huellas de la matanza. Uno de ellos reveló: “La estancia estaba como saturada de una neblina de pólvora, y olía a pólvora. Había agujeros de bala en las paredes y el suelo. Había muchos agujeros de bala en una pared. (…) No había marcas de bayonetas en las paredes. Dondequiera que había agujeros de bala en la pared y el suelo, había sangre alrededor; en las paredes había salpicaduras y manchas, y en el suelo, pequeños charcos. Había también gotas y charcos de sangre en los demás cuartos que uno debía cruzar para llegar al patio de la Casa Ipatiev. Había manchas de sangre parecidas en las piedras del patio que conducía a la puerta de entrada (…)”

La Checa de Ekaterimburgo cargó los cadáveres en un camión y los condujo hasta el bosque cercano y al borde de la mina de oro abandonada. Entre las seis y las siete de la mañana Yurovski ordenó que el destacamento desnudara y quemara los cadáveres. Luego reveló: “Cuando comenzaron a desvestir a una de las muchachas, vieron un corsé parcialmente desgarrado por las balas; por la rajadura asomaban diamantes. Los ojos de todos se iluminaron y tuve que despedir a todo el mundo (…) El destacamento procedió a desnudar y quemar los cuerpos. Resultó que Alejandra Fiodorovna llevaba un cinturón de perlas hecho con varios collares cosidos a la tela de lino. Los diamantes fueron reunidos, pesaban aproximadamente medio pud (ocho kilos) (…) Tras guardar los elementos de valor en bolsas, los demás objetos hallados en los cuerpos fueron quemados junto a ellos y los cadáveres descendidos a la mina”. Yurovski eludió relatar los vejámenes que sus hombres cometieron con los cuerpos, en especial con el de la emperatriz.

Los indicios del sitio donde habían sido arrojados los cadáveres quedaron a flor de tierra: entre ellos, un diamante de diez quilates, regalo de Nicolás a Alejandra, que los asesinos olvidaron, o dejaron caer por accidente sobre el pasto, al igual que la Cruz de Ulm del emperador. Yurovski dispuso entonces un segundo enterramiento. Regresó en la noche del 18 a Cuatro Hermanos, bautizado así por cuatro gigantescos pinos que crecieron de una sola raíz, convencido de que la profundidad de la mina de oro abandonada era escasa, unos tres metros, y de que había pozos mineros más profundos camino a Moscú.

Junto a otro destacamento de la Checa, con bidones de querosén y ácido sulfúrico, hizo exhumar los cadáveres, cargarlos en un camión y encarar el camino a Moscú. Todo fue para peor. El camión se atascó en el barro cerca de Porosenkov Log (Barranco de los cerditos) y los cuerpos fueron a parar a una tumba cavada en el lodo. Tiraron sobre ellos el ácido y cubrieron todo con tierra y ramas. Yurovsky separó el cuerpo del zarévich y de una mujer para enterrarlos a unos quince metros de distancia, con la idea de desviar la atención de la otra fosa común. La mujer enterrada con el zarévich estaba desfigurada y Yurovski creyó que era Anna Demidova, la dama de honor de la zarina, pero era la gran duquesa María, una de las hijas del zar, hermana del zarévich. Sus huesos carbonizados fueron luego destrozados con espadas y arrojados a un pozo más pequeño. En 2007 se encontraron cuarenta y cuatro fragmentos óseos que permitieron identificarlos. El sitio del entierro se mantuvo en secreto hasta 1989.

La Checa de Ekaterimburgo cargó
La Checa de Ekaterimburgo cargó los cadáveres en un camión y los condujo hasta el bosque cercano y al borde de la mina de oro abandonada. Entre las seis y las siete de la mañana Yurovski ordenó que el destacamento desnudara y quemara los cadáveres

En plena guerra civil, el ejército “blanco” se apoderó de Ekaterimburgo el 25 de julio, ocho días después del asesinato de los zares, y de inmediato ordenó una investigación al tribunal regional de Omsk a cargo de Nikolai Sokolov, que halló una gran cantidad de objetos de los Romanov en el sitio del primero de los entierros: huesos quemados, el maxilar superior y los anteojos del doctor Botkin, corsés, insignias, zapatos, pero no halló los cadáveres. Al año siguiente, ante la llegada a Ekaterimburgo de los bolcheviques dispuestos a retomar la ciudad, los blancos huyeron con la caja que almacenaba las reliquias recogidas por Sokolov, que se conserva hoy en la Iglesia Ortodoxa Rusa de Uccle, Bélgica.

Sokolov murió de un infarto en París, en 1924, sin poder completar su investigación, que se editó como un libro en francés ese mismo año y, luego, en ruso. En 1938 Stalin prohibió toda discusión, información, recuerdo, evocación y mención del asesinato de los zares y su familia, incluido el informe Sokolov. Stalin tenía treinta y nueve años y ya era un dirigente comunista destacado cuando la matanza de Ekaterimburgo.

En 1977 Leonid Brezhnev juzgó que la Casa Ipatieva, la del “Propósito Final”, no tenía “suficiente importancia histórica”: fue demolida a menos de un año del 60 aniversario de los asesinatos. Para entonces, el primer secretario comunista de los Urales y el encargado de hacer demoler aquella casa, escribió: “Tarde o temprano nos avergonzaremos de esta barbarie”: era Boris Yeltsin, que sería parte activa y testigo de la caída del comunismo y de la URSS en 1991.

En mayo de 1979, un detective local, Alexander Avdonin, y un cineasta, Geli Ryabov, localizaron la tumba poco profunda cavada por Yurovski y los suyos. Rescataron tres cráneos pero no encontraron ni científico ni laboratorio que quisieran examinarlos, temerosos de lo que podrían descubrir: los volvieron a enterrar en 1980. Fue la glasnost y la perestroika (apertura y transparencia) que llevó adelante Mikhail Gorbachev, la que impulsó a que, en abril de 1989, Ryabov revelara a The Moscow News cuál era el sitio en el que estaban enterrados los Romanov. Los restos fueron desenterrados en 1991 por unos funcionarios soviéticos desmañados, apresurados y chambones, que destruyeron el sitio y valiosas pruebas. La gran duda que persistía era cuántos cadáveres había y a quiénes pertenecían. ¿Era toda la familia real? Porque con vida había al menos dos mujeres que decían ser Anastasia, que habían sobrevivido a los disparos, que habían vencido a la muerte, que habían vivido durante años con otro nombre y que había llegado la hora de decir la verdad. Eran todas supercherías.

Lenin y Trotsky en plena
Lenin y Trotsky en plena revolución rusa (Getty Images)

Finalmente, con los análisis de ADN hechos en Londres con el aporte genético de los pocos herederos del linaje Romanov, Nicolás, Alejandra y tres de sus hijas fueron enterrados en la Capilla de Santa Catalina, en la Catedral de San Pedro y San Pablo, en San Petersburgo, acompañados por una multitud. Fue a las trece treinta del 17 de julio de 1998, al cumplirse ochenta años de sus muertes.

El ataúd del zar, adornada con águilas bicéfalas y coronado por una cruz, una espada y su vaina, era de roble del Cáucaso, de apenas un metro veinte de largo. “Todos somos culpables, incluido yo mismo”, dijo el presidente de la Federación Rusa, Boris Yeltsin, aquel que se había encargado bajo protesta de demoler la “Casa del Propósito Final”. Junto al de Nicolás, se colocaron los ataúdes de las grandes duquesas Olga, Tatiana y Anastasia, debajo se habían depositado los féretros del cocinero Jaritónov, del ayudante de cámara Trup, de la dama de honor Demidova y el del doctor Botkin. Dejaron espacio para otros dos féretros, el de Alexis y el de María, que fueron sepultados en octubre de 2015. Los Romanov estaban juntos otra vez. Pero la dinastía que había gobernado a Rusia por 305 años, había sido borrada en 1918.

En una escena de la gran película de David Lean, “Doctor Zhivago”, uno de sus personajes, Alexander Gromeko, interpretado por el gran actor inglés Ralph Richardson, dice a Yuri Zhivago, metido en la piel de Omar Sharif: “Han fusilado a los zares… ¡Y a toda la familia! ¡Es una salvajada!”. Y Zhivago le contesta: “No, quieren mostrar al mundo que ya no hay vuelta atrás”. La película, estrenada en 1965, estaba basada en la novela del mismo nombre escrita por Boris Pasternak en 1957. Pasternak ganó el Nobel de Literatura al año siguiente y Nikita Khruschev le prohibió viajar a recibirlo porque pensaba, con razón, que el novelista tenía buenos contactos con Estados Unidos. La novela, famosa en todo el mundo, no se publicó en la URSS hasta 1988.

Aquella potencia mundial fundada en la sangre y los gulags, que sin embargo prometía un hombre nuevo, metida hoy en una guerra que pretende destruir a Ucrania, no tiene más remedio que dar la razón al desventurado Zhivago, atormentado como estaba en la búsqueda del amor.

Razón llevaba el médico de ficción. Y Pasternak también tenía razón.

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