Una imagen lo eterniza. Es el 25 de noviembre de 1963. Ese día, John-John Kennedy cumple tres años. Está enfundado en un abrigo celeste, pantalones cortos, piernas rollizas, zapatitos marrones, medias blancas, caídas: un chico travieso. Lo rodean personas enlutadas: su madre, Jacqueline Bouvier, sus tíos, Robert y Edward Kennedy, sus tías, su hermana Caroline, que está a punto de cumplir seis años y luce un abrigo también celeste, dos toques de color en un mar de vestiduras negras. De pronto John-John escucha algo que le dice su madre, da un paso adelante y hace el saludo militar al paso del ataúd de su padre, John Fitzgerald Kennedy, el presidente asesinado tres días antes en Dallas, Texas.
Es una imagen que deja herencia. Simboliza el final de un sueño, de un proyecto de gobierno, de una idea que Kennedy había fijado en su discurso inaugural, el 20 de noviembre de 1961: “Que sepan desde aquí y ahora, amigos y enemigos por igual, que la antorcha ha pasado a manos de una nueva generación de norteamericanos, nacidos en este siglo, templados por la guerra, disciplinados por una paz fría y amarga, orgullosos de nuestro antiguo patrimonio, y no dispuestos a presenciar o permitir la lenta desintegración de los derechos humanos a los que esta nación se ha consagrado siempre, y a los que estamos consagrados hoy aquí y en todo el mundo.”
El sueño había terminado en Dallas. La vieja generación seguía al acecho de la Casa Blanca, que, después del asesinato de Kennedy y por impulso de Jacqueline, fue considerada como “Camelot”, el reino mitológico del rey Arturo. Los Kennedy fueron vistos entonces, para regocijo de admiradores y furia de sus críticos, como una “familia real” instalada en la cuna de la democracia. Y John-John Kennedy pasó a ser el príncipe de aquella dinastía sacudida por la tragedia en los años por venir, como sacudida por la tragedia había estado en años anteriores.
Hasta que en la noche del 16 de julio de 1999, John-John Kennedy, de treinta y ocho años, junto a su mujer, Carolyn Bessette y a Lauren Bessette, hermana de su esposa, trepó a su avioneta personal, una Piper Saratoga, y se puso al comando de la aeronave para viajar desde el aeropuerto de Essex, en New Jersey, hasta Cape Cod, en Massachusetts. Aterrizarían en la residencia veraniega familiar de la isla de Martha Vineyard, y luego seguirían hacia donde los esperaba el festejo de bodas de su prima, Rory Kennedy, hija menor de Robert Kennedy, que había sido asesinado en junio de 1968. Era un vuelo corto y seguro sobre el Atlántico. Pero se estrellaron en las aguas, una hora después de despegar y doce kilómetros antes de llegar a destino. Con la muerte de John-John, quedó trunco otro sueño: el de otro Kennedy en carrera hacia la Casa Blanca. El hijo del presidente asesinado tenía decidido entrar en la dura política estadounidense después de la muerte de su madre, que se había alejado de casi todo luego del asesinato de su marido.
La vida del chico Kennedy estuvo desde siempre expuesta. Nació, por cesárea, dos semanas después de que su papá fuese elegido presidente; su cuna fue la Casa Blanca, y la familia presidencial, jóvenes todos, atractivos, informales, dueños de un estudiado descuido y hasta de una ensayada espontaneidad, audaces, entusiastas, dieron así nuevos aires a un gobierno que había heredado las cenizas victoriosas de la Segunda Guerra. Kennedy, que sucedió al Dwight Eisenhower, el general que había liderado el desembarco aliado en Normandía, era el primer presidente de Estados Unidos nacido en el siglo XX, el primero en profesar la fe católica y, hasta ese momento, el más joven en entrar la Casa Blanca. En el legendario Salón Oval, otra foto hizo famoso a John-John: lo muestra, a sus dos años, asomar la cabeza por debajo del escritorio del presidente, que sonríe con la travesura. El equipo de prensa de Kennedy aprovechó esa y otras tantas instantáneas para difundir la imagen que deseaban dar de la entonces flamante administración.
De todas formas, los dos hijos del presidente se ganaron el fervor de los jóvenes kennedianos de entonces, muchos corrieron a integrarse como voluntarios al Cuerpo de Paz creado por el Presidente, y de gran parte de una sociedad que cambiaba casi a la misma velocidad que cambiaba la época, los agitados años sesenta. Las historias alrededor del hijo del presidente, el heredero del trono de “Camelot”, se multiplicaron. Entre las más conocidas, una contaba que, ante el llanto de su hijo, nadie recordaba por qué, el Presidente le había dicho: “John: los Kennedy no lloran”. Y el chico: “Este Kennedy sí llora”. Otra historia famosa está ligada al saludo militar que lo eternizó la tarde del entierro del Presidente en el cementerio de Arlington. John Jr., sentía debilidad por el helicóptero presidencial, casi corría a su encuentro cuando Kennedy llegaba en el “Marine One” al Jardín Sur de la Casa Blanca, o a la residencia familiar en Hyannis Port, en Cape Cod, Massachusetts, y lo saludaba con la venia militar. Pero el chico era zurdo. Y saludaba con la izquierda. Semanas antes del asesinato de Kennedy, Clinton Hill, el agente del Servicio Secreto asignado a la custodia de la familia del Presidente, le enseñó a saludar con la mano derecha. Hill fue el agente que, en Dallas, el 22 de noviembre de 1963, vio a Kennedy con la cabeza destrozada a balazos, corrió tras el Lincoln presidencial y trepó al auto en marcha para proteger a Jacqueline. La historia de cómo enseñó al hijo del presidente a saludar con la mano derecha está contada en su libro de memorias “La señora Kennedy y yo”.
Después de la muerte de su padre, John Kennedy Jr. vivió junto a su madre y a su hermana en el sector noroeste de New York, el Upper West Side, reconocido y fotografiado por los “paparazzi” estadounidenses nucleados todos alrededor del padre intelectual de aquellos reporteros, el fotógrafo Ronald Edward “Ron” Galella, que murió el 30 de abril del año pasado. Galella persiguió durante años a la viuda Kennedy y a sus hijos, hasta que Jacqueline logró que una corte de New York dictara una orden de alejamiento. El reportero sentía una obsesión particular con Jackie y sus hijos: los acechaba a diario en la puerta de su departamento, los seguía a cines y teatros, llegó a disfrazarse de marinero para seguir a Jackie durante unas vacaciones familiares en Grecia, cuando la viuda de Kennedy ya se había unido al magnate griego Aristóteles Onassis y, según quien lo cuente, sedujo o sobornó a una de las mucamas de la familia para obtener información íntima sobre los Kennedy.
Por fin, un juzgado de Manhattan lo encontró culpable de violar cuatro veces la orden de alejamiento dictada en primera instancia; el fiscal pidió para Galella siete años de cárcel y una multa de ciento veinte mil dólares, que quedó en diez mil dólares y la prohibición de volver a fotografiar a los Kennedy. Galella salió de ese juicio famoso y rico por la venta de las fotos que había tomado durante años. Todo está contado de manera amable y divertida en un documental de 2010, “Smash this camera – Rompan esa cámara”, que fue un pedido, o una orden, que Jackie dio a su custodia una de las tantas veces que la apuntaron las lentes de Galella.
John Kennedy hijo creció en ese laberinto rumoroso de fama, gloria y sueños perdidos, en parte bajo la figura paterna de su tío, Robert, que tomó a su cargo el cuidado de la familia de su hermano. John-John Kennedy tenía siete años cuando a Robert lo asesinaron en el Hotel Ambassador de Los Ángeles, murió el 6 de junio de 1968, cuando asomaba como candidato firme a la presidencia por el Partido Demócrata en las elecciones de noviembre de ese año. En tiempo récord, Jacqueline Kennedy huyó casi de Estados Unidos y se casó con Onassis. Temió por su vida y lo dijo: “Si matan a los Kennedy, entonces mis hijos son objetivos. Quiero salir de este país”. John-John vivió desde entonces o bien internado en un colegio o en algunos de los seis sitios en los que vivió su madre hasta enviudar de Onassis, en 1975: un departamento en la Quinta Avenida de Manhattan, la granja de caballos familiar en New Jersey, el departamento parisino de la Avenue Foch, la casa de Onassis en Atenas, su isla privada, Skorpios, en el Egeo y hasta en su yate, “Cristina O”
Junto a su hermana John estudió en el Collegiate Scholl, pero pasó después al internado Phillips Academy Andover, un colegio privado de alto rendimiento, es la cuarta escuela privada más antigua de Estados Unidos, instalada cerca de Boston, la ciudad natal de su padre. Se graduó en Historia en 1983 en la Universidad de Brown y se doctoró en derecho en la New York University en 1989.
Con los años se convirtió en un sex symbol. La revista “People” juez exigente donde los haya, lo nombró “El hombre más atractivo del mundo” y jamás pudo evadir el asedio de la prensa: fue el tipo más fotografiado de Manhattan al que un diario de New York bautizó “The Hunk”. La expresión es medio intraducible, pero para ser piadosos y no incurrir en el mal gusto, podría sintetizarse en la definición de un hombre grande, fuerte y sexualmente atractivo. De manera que abundaron fotos suyas mientras corría por el Central Park, o por un parque de Milán, o pedaleaba en su bicicleta por las calles de Manhattan o de Boston, o cuando orinaba en un lago, de pie sobre su bote de remos.
No fue promiscuo ni imprudente como sí lo había sido su padre mientras ocupó la Casa Blanca, y antes, pero ejerció con gusto cierta fascinación por el sexo que parece incluida en el ADN familiar. Entre sus relaciones conocidas, y comprobadas, están breves noviazgos, o puntuales salidas, con Cindy Crawford, Christina Haag, Brooke Shields, Julie Barker, Sarah Jessica Parker y Daryl Hannah, con quien estuvo unido durante cinco años. Las relaciones no comprobadas, pero rumoreadas incluyen, entre muchas otras, a Madonna y a la ya legendaria Lady Di.
En septiembre de 1996 se casó con Carolyn Bessette, una joven publicista de Calvin Klein. Se habían conocido en 1992, cuando John todavía noviaba con Hannah. Carolyn rondaba los veintiséis años, había nacido en 1966, y Calvin Klein la había elegido, dado su “estilo, belleza y gracia natural”, para que se hiciera cargo de la atención de las clientes de mayor poder adquisitivo. Se pusieron de novios, formales, en 1994, el año en el que murió Jacqueline Kennedy de cáncer, a los 64 años, y en el que John pensó en dedicarse a la política, o a una forma de hacer política, ya sin el veto de su madre que no quería a otro Kennedy en carrera hacia la Casa Blanca. Años antes, durante la Convención Demócrata de 1988 celebrada en Atlanta, Georgia, Kennedy hijo había hecho un ensayo de popularidad: se había dado un baño de multitud al aparecer en el escenario de la convención junto a su tío, Edward “Ted” Kennedy, senador por Massachusetts y el último sobreviviente de la dinastía. Le fue bien: recibió una larga, estruendosa ovación de los demócratas. Finalmente, la convención proclamó candidato a Michael Dukakis, mientras aparecía como un proyecto a futuro un joven político de Arkansas llamado Bill Clinton.
En el verano de 1995, los novios Carolyn y John se fueron a vivir juntos al departamento de él en Tribeca, Manhattan; se comprometieron y se casaron en la pequeña isla de Cumberland, Georgia, en una ceremonia privada. Era una relación un poco tormentosa. Con discusiones frecuentes y reconciliaciones apasionadas. Lo normal en los jóvenes enamorados. Pero los rumores hicieron que una guardia fotográfica permanente acechara las puertas del joven matrimonio, que contaba con la “bendición” del tío Ted: “Podrías decir de inmediato que había algo especial entre los dos” dijo, cuando le presentaron a Carolyn. Para entonces, John Kennedy hijo había dejado su puesto como auxiliar del fiscal de Manhattan al que había accedido en 1989. Junto con el puesto dejó para siempre su carrera judicial. Uno de sus colegas lo definió muy bien para la revista “Esquire”: “Nunca tuvo el corazón aquí. Fue muy bueno, pero lo hacía por su madre.” Tampoco tuvo nunca el corazón, al menos todo entero, en el Partido Demócrata.
En 1995 decidió mirar el mundo político estadounidense desde las cercanías: editó una revista política con un eslogan curioso “Not just politics as usual”, algo así como “No solo política como siempre”. Se llamó “George” y el día de su lanzamiento, Kennedy hijo, con un leve tartamudeo, una leve dificultad para pronunciar algunas palabras, algunos fonemas, trance que según sus seguidores le daba más atractivo, definió su proyecto en pocas palabras: “En realidad, la política tiene que ver con personalidades y con ideas. Se trata del triunfo y la derrota”.
Él mismo, editor jefe de la revista, trabajó como periodista de su publicación. Entrevistó al ex gobernador de Alabama, George Wallace, que en los años 60 había enfrentado al presidente Kennedy y a Robert Kennedy, procurador general, en defensa de la segregación racial en las universidades del Estado, que los Kennedy terminarían por suprimir. Reporteó a Mike Tyson y viajó a Cuba, en 1997, para entrevistarse con Fidel Castro, que también había enfrentado a su padre treinta y cinco años antes.
La revista le serviría, ese era el plan, para acercarse a las candidaturas políticas. ¿Quería John-John seguir los pasos de su padre? El historiador Steven Gillon, amigo personal de Kennedy hijo, escribió en su biografía “America’s Reluctant Prince – El renuente príncipe americano” que no era verdad que John hijo no tuviese vocación, ni interés por la política. Los tenía: ambicionaba convertirse en presidente de los Estados Unidos. Gillon reveló algo más: la fama, el éxito, sus romances, la vigencia en los medios, las persecuciones de los paparazzi habían sido un tormento en la vida del chico, del adolescente y del adulto. Había pasado, un secreto, gran parte de su vida en terapia y juzgaba el asesinato de su padre como “el hecho fundamental” de su existencia. Iba a intentar primero con el Senado, como había hecho su padre. Tampoco quería eternizarse como un legislador. Tal vez pensaba, afirma Gillon, con ser gobernador de New York como paso inicial de su carrera. “Todavía no estaba listo –dijo- “George” no andaba muy bien; su matrimonio andaba a los tumbos, uno de sus mejores amigos estaba muriendo… Tenía muchas cosas en el plato”.
Los Kennedy hicieron siempre gala de cierto desprecio al riesgo físico; habían sido temerarios, aventureros, valerosos, obstinados; el primogénito de la familia, Joseph Kennedy Jr., había muerto en la Segunda Guerra en el curso de una misión aérea calificada como suicida a la que se ofreció como voluntario; el mismo John Kennedy había sobrevivido a un serio incidente en el Pacífico con un buque de guerra japonés que embistió la lancha torpedera a su mando; luego, Kennedy había salvado a su tripulación, había llegado a una isla y se las había ingeniado para pedir ayuda. Los Kennedy que no lloraban, habían dejado ese rasgo de gallarda intrepidez en el Kennedy que sí lloraba,
La noche del 16 de julio de 1999, John-John, un apasionado de la aviación, con su licencia de piloto encima, se embarcó en su avioneta Piper Saratoga, junto a su mujer y su cuñada Lauren, para volar desde Manhattan hasta Martha Vineyard. Allí descendería la hermana de Carolyn y la pareja seguiría viaje hacia la boda de la prima Rory, hija del asesinado Robert Kennedy. Había bruma sobre el Atlántico, una de esas brumas inesperadas del verano que enturbian la visión. John decidió volar solo: su instructor de vuelo, Jay Biederman, no podía acompañarlo. ¿Era su primer vuelo en solitario? Salieron del aeropuerto de Essex, en New Jersey, a las ocho y treinta y nueve de la noche. Una hora después, se habían estrellado en las aguas, a doce kilómetros de su destino.
El 19 de julio, el avión y los cuerpos de sus tres pasajeros fueron localizados en el fondo del océano por los buzos del ejército. Llegaba a su fin una búsqueda coordinada por la Fuerza Aérea que incluyó una flota de quince aviones y buques de la guardia costera que rastrearon la costa desde New Jersey hasta Massachusetts. Los tres cuerpos estaban en sus asientos, sujetos por el cinturón de seguridad. Las hipótesis hablaron de “desorientación espacial”, una dificultad que surge al volar dentro de una nube, nada sin embargo que los instrumentos no ayuden a solucionar, aún en una noche oscura como aquella. La investigación determinó que la caída de la avioneta se produjo “por la imposibilidad del piloto de controlar el avión durante una maniobra de descenso nocturno”, lo que pretendía dejar en claro la inexperiencia del piloto. El informe técnico ahuyentó las teorías conspirativas que surgen siempre en el caso de la muerte de un Kennedy, aunque acaso no del todo.
La muerte de John Kennedy hijo se agregó a una larga lista de muertes trágicas y naturales, si eso es posible, que sacudieron a los Kennedy a lo largo de más de ochenta años.
“El príncipe heredero ha muerto”, titularon con alguna variante, los diarios americanos. Edward Kennedy, que se encargó de arrojar las cenizas de John y de Carolyn al océano propuso: “Recordemos a John por lo que fue y no por lo que podría haber sido”.
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