Es Nochebuena. John McClane persigue a un villano que tiene retenida a su hija adicta en un gran rascacielos de Los Ángeles. El personaje principal lo interpreta Frank Sinatra con 70 años. Cuando se enfrentan las dos contrafiguras, ocurre un desastre: el villano cae al vacío abrazado a la hija del personaje principal, ambos mueren. McClane desesperado dispara contra los invasores (un poco antes descubre que se trata de un grupo terrorista). Mata a casi todos. Logra liberar la torre. Pero es alcanzado por una bala y muere.
Ese podría haber sido el argumento de Duro De Matar. De hecho, ese era el primer tratamiento de la historia. Una adaptación casi literal de la novela Nothing Lasts Forever escrita por Roderick Thorp y publicada en 1978.
Falta explicar qué hace Sinatra en ese resumen. A fines de los sesenta había encabezado The Detective, la primera película basada en una novela de Thorp. Por contrato Frank todavía conservaba el derecho de hacer la secuela: el estudio estaba obligado a ofrecérsela. No era tan descabellado pensar en él porque el protagonista de la novela pasaba los sesenta años. Sinatra ni siquiera consideró la posibilidad. Se había retirado del cine hacía varios años.
No resulta extraño que los primeros intentos por adaptar al cine este texto fueran rechazados de inmediato. Como se ve, excepto un esqueleto muy rústico, casi una idea argumental, en esa historia no están ninguno de los elementos que convertirían a Duro de Matar en un fenómeno, que la convirtieron en un clásico moderno; dio origen a una saga de cinco películas, redefinió el cine de acción quitándole solemnidad e incorporando el sarcasmo y, por supuesto, convirtió a Bruce Willis en una súper estrella. Cada dos o tres años, alguien volvía a intentar con Nothing Lasts Forever pero nadie veía potencial en una historia tan violenta y trágica. En el medio, las películas de acción, en las que un héroe solitario se enfrenta a ejércitos completos (y los derrota) se pusieron de moda. Stallone, Schwarzenegger y Chuck Norris encadenaban éxitos. Unos pequeños retoques a la historia, una historia de amor en el medio (aunque algo trunca), el cambio de la hija por la esposa, un protagonista joven, un villano tridimensional con un objetivo claro y un plan urdido con ingenio, un final edificante pero explosivo. Esa historia que hasta entonces ni siquiera había sido considerada, fue aceptada de inmediato.
Jeb Stuart era el guionista al que le habían encomendado la adaptación; tenía la tarea de buscarle la vuelta al libro. Los productores veían potencial en la historia pero no podían dilucidar cómo hacerla funcionar. Stuart tampoco. Faltaba poco para que se cumpliera el plazo que le habían impuesto y él seguía empantanado. Un viernes llegó a su casa con esa preocupación. Una anécdota hogareña menor terminó en una pelea conyugal de proporciones. Él reaccionó mal ante un comentario de su mujer debido a la carga que traía del trabajo. Se subió al auto y salió a manejar. Sabía que se había equivocado, que su esposa tenía razón pero no quería dar el brazo a torcer, no quería disculparse. Mientras manejaba por la autopista, de un camión delante suyo se cayó una caja rectangular enorme de heladera. Fue un segundo; o tal vez menos. Pero Stuart, sin margen para maniobrar, pensó que iba a chocar de frente con el electrodoméstico y que iba a morir. Pero la caja estaba vacía y cuando el auto la impactó, el cartón se desarmó y voló hacia un costado. Stuart, tiempo después, contó que en ese momento supo de qué debía tratar Duro de Matar: de un hombre de poco más de 30 años que debía pedirle perdón a su esposa y que tratando de hacerlo queda envuelto en la toma del edificio.
En algún momento de la escritura, el personaje central se llamó John Ford. Camino a la oficina en la que tenían las reuniones, los guionistas se cruzaban todos los días con un mural enorme con la imagen del icónico director. A las pocas semanas, cambiaron el nombre por John McClane porque el otro podía distraer.
El proyecto todavía no se llamaba Duro de Matar (Die Hard). Apenas tuvo luz verde, el productor Joel Silver cambió el nombre: “Hacía años que tenía ese título en mi cabeza pero no encontraba la película ideal para usarlo. Cuando leí el guión entendí que, sin dudas, este era el que merecía llamarse Die Hard”.
El primer director que buscaron fue a Paul Verhoeven que prefirió no hacerla. El segundo fue John McTiernan, una elección que en ese momento parecía obvia. Venía de dirigir Depredador, el reciente éxito de Arnold Schwarzenegger. Hasta el momento el plan era replicar alguna de esas películas de acción que se imponían en la taquilla y que meses después la gente se las arrancaba de las manos los viernes por la tarde en los videoclubes. McTiernan aceptó con una condición que terminó dándole el cariz definitivo al proyecto: sacarle toda afectación e incorporar humor, el tono debía ser otro. Hasta ese momento, Duro de Matar se parecía más a una de esas películas graves de los setenta, pero sin la búsqueda existencial ni el drama de Tarde de Perros, por ejemplo. McTiernan la metió de cabeza en su tiempo, en los ochenta. Para eso también insistió en reemplazar al guionista y fueron en busca del que había pergeñado 48 Horas con Eddie Murphy.
McTiernan exigió otra modificación clave. Los villanos no podían ser terroristas, ahí no había humor posible, ni disfrute del público. Utilizarían lo del terrorismo como fachada para realizar un gran robo: los robos bien pergeñados siempre atrajeron a la audiencia.
Otro personaje clave, un elemento indispensable para la historia, era el edificio en el que tenía lugar la acción. Eligieron el Fox Plaza que quedaba a pocos metros del estudio. Desde el punto de vista logístico era una gran comodidad. Las luces, la maquinaria y los trailers quedaban estacionados siempre y tenían todo a mano. La primera opción había sido ir a filmar a Houston: la ciudad estaba en quiebra y habían quedados vacíos muchos rascacielos. Pero se impuso la comodidad de la cercanía. En medio del rodaje sobrevino un grave problema. Los dueños del estudio quisieron vender el edificio. Lograron terminar antes de que la operación se concretara (al final lo vendieron por 320 millones de dólares).
Falta indagar en otro factor clave para que la película tuviera éxito: Joel Silver, uno de los productores. Silver fue el gran impulsor del proyecto con su personalidad exuberante y excéntrica. Nada parecía imposible para él. Fue el responsable de 48 Horas, Arma Mortal, Comando, Calles de Fuego y, tiempo después, de Matrix. Sus explosiones anímicas eran temidas por todo el equipo. Es posible que sea el directivo de la industria que más veces haya sido representado y parodiado en pantalla. La más famosa de esas caracterizaciones es la de Les Grosman, el rol que hace Tom Cruise en Una Guerra de Película. Nadie en la industria ignoró que era una caricatura de Silver y sus excesos.
Los productores sabían que necesitaban un protagonista convocante. Primero fueron a lo obvio. Los dos reyes del cine de acción de los ochenta: Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger. Ni siquiera consideraron la posibilidad de hacerlo. Estaban dando la vuelta. Arnold desembarcaba en la comedia con Gemelos. Después fueron por todos los otros hombres importantes de Hollywood de las últimas dos décadas. De Paul Newman a Robert De Niro, de Al Pacino a Burt Reynolds, pasando por Dustin Hoffman, Clint Eastwood, Harrison Ford, Richard Gere, Mel Gibson, Nick Nolte y muchos más. Nadie aceptó. El casting se hizo más amplio. Uno de los que audicionó fue Bruce Willis, que a esa altura ya era una estrella televisiva gracias a Moonlighting. Los productores apenas lo escucharon decir las primeras líneas supieron que él era el John McClane que necesitaban. Pero los ejecutivos del estudio lo rechazaron. Bruce se había hecho fama de poco riguroso con el trabajo y pesaba sobre él la nube fantasmal de los actores de series exitosas, un linaje que rara vez pasaba al cine con éxito. Por ejemplo, los intentos por convertir en actor de tanques de la taquilla a Bill Cosby, el que semana a semana ganaba en el rating de la tv, habían resultado fracasos resonantes.
Los ejecutivos del estudio rechazaron a Bruce Willis 11 veces. Pero los productores insistieron. Sabían que Bruce era el actor ideal. En el medio se estrenó Cita a Ciegas, la primera película de Bruce; una comedia romántica junto a Kim Basinger, dirigida por Blake Edwards que fue masacrada por la crítica pero al menos salvó los papeles en la recaudación. Eso provocó confusión y volvió a empantanar las negociaciones. Para los que se oponían a la contratación de Bruce, la reacción de la crítica sólo anticipaba lo que iba a suceder con mucha más virulencia con Duro de Matar; para los otros, era la demostración que Bruce rendiría en taquilla porque logró rescatar con su sola presencia y convocatoria un desastre como Cita a Ciegas.
Al final, lo que decidió que Bruce Willis encarnara a John McClane no sólo fue la obstinación de los productores sino lo urgido que se encontró 20th Century Fox para alistar un tanque para estrenar en el verano norteamericano (la temporada alta cinematográfica) del 88: era el único proyecto potable y avanzado que tenían a mano. El representante de Willis aprovechó la confusión y obtuvo 5 millones de dólares para él: el salario de las grandes estrellas de Hollywood en ese momento.
Eran muchos los que desconfiaban. Cuando vieron las primeras escenas se preocuparon todavía más. Willis improvisaba, incorporaba humor, laceraba con su tono irónico. Los ejecutivos no querían que mutara en una comedia, ni en nada humorístico: debía ser una película de acción. Algunos hasta especularon con un reemplazo del actor principal tras las dos primeras semanas de rodaje. Pero cuando vieron las primeras tomas, se convencieron de que Willis estaba haciendo un buen trabajo.
Para el papel del villano también se barajaron varias opciones. Pero otra vez se impuso el ojo del productor Joel Silver. Había visto en Londres a un actor que ya había dejado de ser joven hacía mucho pero que lo había deslumbrado en una versión de Las Relaciones Peligrosas de Laclos. Otra vez tuvo que pelear. El hombre nunca había estado delante de una cámara. Cuando hizo la prueba todo parecía una mala broma: esa persona refinada y sofisticada, que no tenía idea de cómo empuñar un arma, jamás podría ser un buen villano. Silver y el director John McTiernan se pusieron firmes: sostuvieron que Alan Rickman era el mejor villano que iban a encontrar. No se equivocaron.
En la escena cumbre, en la que Hans Gruber muere, Rickman debía caer alrededor de once metros. Pese a las medidas de seguridad, el actor estaba preocupado. Le habían dicho que la caída iba a ser desde más cerca. Pero en el momento de la toma vio que la altura real en la que estaba instalada la plataforma. La cara de terror y los gestos tensos que quedaron en la versión final no tuvieron mucho que ver con la actuación sino con el pánico que lo invadió.
Para el momento del estreno el estudio estaba muy preocupado. En pocos meses la carrera de su estrella Bruce Willis se había eclipsado. Moonlighting no generaba tanto interés desde que se conocieron los problemas personales del actor con Cybill Sheperd y en especial desde que sus personajes hubieran concretado el primer encuentro sexual (esa caída en el interés del público luego se llamó Efecto Moonlighting), un mockumentary con Willis haciendo de un cantante llamado Bruno pasó desapercibido, también el disco derivado en el que debutó en la industria musical y Asesinato en Beverly Hills (Sunset), su segunda película, también dirigida por Blake Edwards, fue un completo fracaso. Parecía que la estrella de la película a la que el estudio había apostado todo (los 5 millones de salario y los otros 30 del presupuesto) se había apagado antes del estreno. A eso había que sumarle algún problema personal, un incidente policial y el revuelo que causó su casamiento con Demi Moore. Tanto era el temor de Fox que en los afiches intentaron esconder a Willis y privilegiaron al edificio. Apostaban a que la construcción fuera la protagonista. No confiaban en que el actor llevara gente a las salas. Aunque era peor: temían que su presencia ahuyentara a los que solían ir al cine.
Todo cambió cuando hicieron las primeras pruebas con espectadores. Los focus group, por primera vez en años, no sugerían ninguna modificación. El nivel de aceptación fue del 97%, una cifra inédita. Todos quedaban maravillados, impactados por la película. Y obnubilados por Bruce Willis.
Se estrenó el 15 de julio de 1988, hace 35 años. Lideró la taquilla y los críticos la amaron. Bruce Willis se estableció como una estrella indiscutida. Y también fundó un nuevo estilo de película. Alguien al inicio del proyecto, lo había descripto como Rambo en un edificio. A partir de ese momento, las películas de acción se describían como Duro de Matar en un avión (Pasajero 57), Duro de Matar en un Bote (Under Siege con Steven Seagal), Duro de Matar en un micro (Speed dirigida por Jan de Vont, el director de fotografía de Duro de Matar).
Para darle circularidad a esta historia nos quedamos con Duro de Matar en la Montaña, es decir Cliffhanger.
La industria había cambiado: Sylvester Stallone ya no era el modelo, sino el que copiaba.