El 14 de julio de 1933, 90 años atrás, el Partido Nazi quedaba establecido por como el único partido legal de Alemania.
Una ley mínima en su forma. Casi como si su autor quisiera demostrar el desdén hacia el instrumento. Una redacción marcial pero perezosa. No se necesitaba más. Apenas dos artículos. El primero establecía que el Partido Nazi era el único partido que podía funcionar en Alemania. El segundo fijaba las penas –de hasta tres años de prisión- para los que fundaran nuevas organizaciones políticas o intentaran reavivar las que ya habían sido prohibidas.
La ley venía a reconocer una realidad (y a impedir futuras molestias): tres semanas antes se habían prohibido las actividades de todos los partidos políticos que no fueran el oficial.
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Sin embargo para entender cómo pudo suceder esto hay que ir más atrás. Pero no es necesario retroceder demasiado: Hitler se apropió del poder en muy poco tiempo, con unos pocos movimientos enérgicos aprovechó la debilidad de von Hindenburg, la perplejidad de sus oponentes y la pasividad y anuencia del pueblo alemán.
El incendio del Reichstag el 27 de febrero de 1933, le dio la oportunidad de aplicar medidas de excepción. Ente ellas abolió al Partido Comunista y persiguió a sus miembros y dirigentes a los que señalaron (falsamente) como los responsables. No se quedó allí, presentó ante el parlamento una ley llamada de Habilitación Especial. Este nuevo instrumento le conferiría plenos poderes, dejaría al Parlamento convertido en algo ornamental. La Constitución de Weimar requería mayorías especiales para que una ley de ese tipo saliera. Los dos tercios de los legisladores debían aprobarla. Ese no iba a ser un obstáculo para Hitler y sus hombres a los que la llegada al poder les terminó de desbocar sus ambiciones. No querían que hubiera nadie más que ellos. Al otro, al distinto, al que pensaba diferente, había que eliminarlo. Esa lógica (y el poder que la sociedad alemana le permitió irrogarse y hasta le cedió) terminó en la peor tragedia del Siglo XX.
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El resto fue retorcer algunas cuestiones reglamentarias, presionar y extorsionar a algunos de los parlamentarios, comprar a otros y dejar a los socialdemócratas expresar su descontento en franca minoría, como si les dieran una última posibilidad de quejarse en público, como si fuera la salida a empujones de la escena. La Ley Habilitante tenía un nombre oficial más pretencioso (y visto a la distancia, delirante): Ley para el Remedio de las Necesidades del Pueblo y del Reich. ¿Cuál era ese remedio? Darle todo el poder a Hitler. Que los tres poderes se fundieran en él, convertirlo en máximo autoridad y en la única palabra. En la fuente de legitimidad de cada norma. La palabra de Hitler era la Ley Suprema.
La norma tenía cinco artículos y su redacción técnica y algo enrevesada podía confundir. Para que eso no sucediera, para que se entendiera de manera cabal su alcance, Joseph Goebbels dijo al día siguiente: “La voluntad del Führer ha quedado establecida totalmente, los votos ya no importan más. Sólo el Führer decide”. Y después agregó en un rapto infrecuente de sinceridad, quizá vulnerable a la sorpresa agradable (para él): “Esto ha sucedido mucho más rápido de lo que imaginábamos”.
Y así era. El ascenso había sido meteórico y fruto no sólo de la persistencia y ambición de Hitler, de su falta de escrúpulos, sino también de circunstancias confusas, de un tiempo inestable, que Hitler hizo jugar a su favor con su voracidad implacable e impúdica.
En esos primeros meses de 1933 cambió la historia de Occidente para siempre. Hitler no sólo llegó al poder, sino que eliminó a sus rivales y opositores, destruyó la división de poderes, su palabra fue la instancia superior del estado y terminó prohibiendo toda actividad política. La República de Weimar ya no existía más. El nazismo comenzaba su periodo de dominio y destrucción.
En menos de seis meses, Hitler había tomado el control. En Alemania, durante los brindis de Año Nuevo de 1933, nadie hubiera podido prever el estado de situación que presentaría el poder en su país para mitad de ese año.
Durante una década, Hitler había intentado acceder al poder. Parecía que nunca iba a conseguirlo. Pero todo cambió el 30 de enero de 1933.
Esa noche Berlín se llenó de gente. Marchaban con aire marcial pero en el filo del desborde. Vociferaban y cantaban. Llevaban antorchas que blandían en el aire y encendían la oscuridad. Algunos estaban de negro, otros de uniforme. Estaban celebrando la llegada al poder de su líder. Hitler miraba a la muchedumbre autoiluminada desde un balcón. Se lo veía satisfecho y feliz. Y decidido. Pero no sólo se trataba de festejos. Esa masa era un aviso del futuro. Era la manifestación que profetizaba la llegada del autoritarismo y del horror. De lo que le esperaba a los alemanes que no pensaran como ellos y al resto del mundo.
A veces los grandes movimientos históricos, aquellos que van a alterar la vida de millones de personas, que van a marcar las décadas porvenir, no son fruto de una gran preparación, de un movimiento estratégico brillante y del cálculo sofisticado. En ocasiones lo que más influye es la inconcebible ambición personal de uno o dos, la vejez de otro, las cuestiones personales, el egoísmo, el azar, y hasta un mal cálculo: subestimar al demente, creer que esa locura lo hace débil, en vez de fortalecerlo.
Después de la Primera Guerra Mundial y del Tratado de Versalles, Alemania debió atravesar la derrota, la escasez y la humillación. Esto tuvo altos costos humanos, económicos y morales. De a poco el país pareció salir del pozo. En 1925 fue nombrado presidente Paul von Hindenburg, un héroe del conflicto bélico, alguien respetado por la población y por el resto de la clase política, casi la única esperanza.
Por su parte, Hitler encabezó en 1923 un intento de golpe de estado fallido. Fue detenido y condenado a prisión. Lo que para otro hubiera significado el ocaso de su carrera política, para él constituyó un trampolín. El poco tiempo que pasó en prisión lo utilizó para escribir (y dictar) Mi Lucha.
En 1925 fue amnistiado. A partir de ese momento intentó acercarse al poder. El Partido Nazi era una fracción minoritaria del electorado. Muy minoritaria. En las elecciones legislativas de 1928 consiguió sólo 12 escaños, obtuvo 800.000 votos. Pero al año siguiente todo cambiaría. El Crack del 29 arrasó a la clase trabajadora alemana, como a la de otras partes del mundo. La crisis económica fue feroz. En pocos meses el desempleo se convirtió en una pandemia. Millones de desocupados tratando de subsistir, de conseguir de alguna manera el alimento diario para su familia. Ante ese panorama, la clase política tradicional quedó desautorizada. Los que ganaron espacio fueron los que encarnaron los discursos radicalizados, los extremos del arco político, los que prometían medidas enérgicas, cambios abruptos y que encontraban enemigos tangibles a los que apuntaban y deseaban destruir: el Partido Nazi y el Partido Comunista. Las dos propuestas multiplicaron por veinte sus votos previos.
El comunismo llegó a tener el 30% del electorado. Eso explica por qué tiempo después, Hitler lo eligió como el primer blanco. Sabía que de fracasar, el voluble electorado se inclinaría por la opción opuesta, que ya se había mostrado cautelosa. Los dirigentes comunistas fueron perseguidos y encarcelados, la organización prohibida. Pero a los pocos meses, los nazis se dieron cuenta que eso no alcanzaba dado que los votantes que habían votado a los comunistas podían inclinarse por otras propuestas, alguien podía usufructuar ese descontento. Fue allí que Hitler decidió prohibir todos los partidos políticos.
El partido nazi fue que más votos sacó en las elecciones legislativas 1932. Llegó al 37% de los votos. Sin embargo no pudo alcanzar la mayoría necesaria para formar gobierno. Y en la elección presidencial fue vencido en segunda vuelta por Hindenburg, que ya anciano con 83 años, no pudo, según deseaba, retirarse: le pidieron que se presentara porque era el único capaz de frenar a Hitler.
Hitler y Goebbels pusieron en marcha un nuevo sistema proselitista. Subidos a lo que producía esa oratoria histérica y siempre asertiva, que eludía los giros formales con los que los políticos se solían expresar y ahondando en las heridas, en las llagas, de la desesperante situación económica no sólo utilizaron panfletos y carteles con sus propuestas e invectivas contra los oponentes. Hitler, gracias al novedoso esquema diseñado por Goebbels, llegó hasta cada gran ciudad y distrito importante alemán. Con un avión viajaba a las poblaciones y entraba en contacto directo con el electorado. Era el único que lo hacía.
El historiador Henry Ashby Turner en su libro A Treinta Días del Poder narra cómo fueron los movimientos, las negociaciones y hasta los equívocos que pusieron a Hitler frente a la cancillería a principios de 1933. Y aclara que Hitler no tomó el poder, en el sentido de haber forzado las instituciones, sino que le fueron abiertas las puertas del gobierno. Y él aprovechó la ocasión.
Los gobiernos alemanes eran muy inestables. Nadie conseguía los apoyos legislativos necesarios y la situación económica atroz añadía incertidumbre. Había elecciones cada pocos meses y los gobernantes duraban muy poco en el poder. Esa insatisfacción fue aprovechada por Hitler que era muy mal mirado por el resto de la clase política.
Tejió algunas alianzas, hizo promesas que no pensaba cumplir, presionó a von Hindenburg y aceptó tener en su primer gabinete sólo dos ministros de su confianza, en carteras no demasiado relevantes. Comprendió que ese era el precio para acceder a lo más alto. Pero también sabía que si no modificaba varias situaciones, sino construía poder y eliminaba a los enemigos y a las amenazas que lo rodeaban (casi lo acosaban), su paso por la primera magistratura sería efímero.
Le había costado llegar hasta ahí y estaba dispuesto a todo para hacerlo. La prohibición de los partidos políticos fue el último paso.
Sus rivales lo subestimaron. Alguien pensó que con lo grave que era la situación del país, Hitler serviría como fusible, que al permitirle llegar al poder lo neutralizaban para siempre porque fracasaría con mucha velocidad. Esa subestimación, al muy poco tiempo, se reveló como un erro colosal.
Tal vez la primera señal pasó desapercibida y fue la misma noche del 30 de enero cuando fue nombrado Canciller. Los partidarios nazis salieron a festejar a las calles. Marcharon con antorchas, celebrando y hasta atemorizando al resto. Ese fue el primer aviso de que lo que vendría sería diferente a lo que se había vivido hasta el momento. Los gobiernos que lo antecedieron no habían provocado ese entusiasmo.
En los meses siguientes Hitler les demostró el error que habían cometido. Aquellas promesas de campaña, que hablaban de grandeza, de recuperar el territorio perdido en la guerra anterior, de limpieza racial, de regresar a lo germánico y que se referían a la eliminación de lo distinto, estaba dispuesto a cumplirlas. El incendio al Reichstag, la Noche de los Cuchillos Largos, la Ley Habilitante, la eliminación y proscripción de los opositores, las medidas antisemitas, el desarrollo de las fuerzas paramilitares y su incorporación a la estructura formal del estado, las leyes arbitrarias que sólo estaban destinadas a darle más poder.
En seis meses, Hitler ya estaba asentado en el poder y el Tercer Reich y la matanza atroz se habían puesto en marcha.
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