Antes de ser el centro de las miradas, antes de ser un ícono mundial del cine durante la era dorada de Hollywood, antes de ser uno de los actores más consagrados en los tiempos de la preguerra, antes de ser un galán imponente y enigmático, Cary Grant fue Archibald Alexander Leach, un niño inglés nacido en la extrema pobreza, hijo de los suburbios de Bristol, de un padre que trabajaba en una fábrica textil y de una madre costurera. Hermano de un hermano que nunca conoció: murió antes de que él naciera, el 18 de enero de 1904. Su muerte atravesó su vida, los 82 años que vivió, cuando era un desahuciado Archibald y cuando se había transformado en un aclamado Cary.
Elias se llamó su padre. Elsie, su madre. Su infancia estuvo signada por el trauma. Vivió hasta los nueve años envuelto en una crisis familiar fuera de los parámetros convencionales. Elsie sufría una depresión profunda luego del fallecimiento de su primogénito. El nacimiento de Archibald no había curado su pena. Elias decidió internar a la mujer en un hospital psiquiátrico y esconder la verdad a su hijo con una oscura y retorcida mentira: le contó que Elsie, su madre, había muerto. Las razones de esta singular conducta paternalista se mezclan entre el mito y las suposiciones. Tal vez la serie autobiográfica de cuatro capítulos Archie, que su propia hija Jennifer custodió y que se presume se estrenará a fin de 2023, devele este misterioso e insensible acto de un hombre del que su propio hijo rehuía hablar.
Elias internó a su esposa y eligió desplazar a su hijo también de su rutina. Se lo entregó a su propia madre para formar otra familia. “Su deseo de colaborar en la serie estuvo motivado en parte por la necesidad de mirar de frente las cosas que su padre nunca le contó y, al hacerlo, exorcizar el último de sus demonios. ‘Sinceramente, sentí como si recuperara un miembro’”, relata Jennifer en un artículo publicado en The Guardian. Reconoció que su padre no abordaba su desarraigo con nadie: “Rara vez me hablaba de su madre y de su padre, sobre todo de su padre. De vez en cuando, decía algo amable sobre la forma en que le enseñó a vestir. Y de vez en cuando hablaba de Elsie, mi abuela”. Había decidido sepultar su pasado en el olvido. Se volvió un asunto tabú, esquivo. Su propio progreso personal implicó una represión de sus orígenes, una reinvención.
Terminó la escuela. O lo echaron. Las leyendas suponen un escándalo sin aclaraciones que lo eyectó de la enseñanza básica. Se plegó en un grupo de vodevil que emprendía giras por los Estados Unidos. Su futuro estaría ahí. Se instaló definitivamente en 1920, cuando tenía 16 años. Primero Broadway, primero el teatro. Una década después emigró al cine, las anchas puertas de Hollywood, donde entró como Archibald Alexander Leach y salió como Cary Grant, como una metáfora de su propia historia: ser alguien cuando la cámara tiene una luz roja encendida, ser otro cuando se apaga. Cary Grant era un personaje interpretado por Archie. Alguna vez, en una difusa línea entre el sarcasmo y la confesión, dijo: “Todo el mundo quiere ser Cary Grant. Incluso yo quiero ser Cary Grant”. El periodista, escritor y biógrafo español, José Madrid, lo describió como un maestro del claroscuro, un ambiguo, un actor versátil, capaz de ser un seductor y un borracho, un ejecutivo y un ladrón.
Con un talento y una fotogenia impactantes, fue uno de los actores elegidos por los grandes directores y también uno de los más admirados por el público. Trepó un récord asombroso: 75 películas desde la primera, Esta es la noche, 1932, hasta la última, Departamento para tres, en 1966. Lo eligieron directores como George Cukor, Howard Hawks, George Steven y Alfred Hitchcock. No se le resistía ninguno. Su filmografía es excelsa. Entre numerosos reconocimientos a su trabajo, el actor obtuvo el Oscar honorífico por su destacada trayectoria en 1969. Por sus notables interpretaciones de él se llegó a decir: “Actúa bien hasta de espaldas”.
Tan icónica resulta la figura de Cary Grant que hasta el personaje de James Bond, más allá de las novelas de Ian Fleming, fue trazado inspirándose en él. Presume de haber tenido como compañeras de sets a Marlene Dietrich, Mae West, Grace Kelly, Katharine Hepburn, Sofía Loren, Joan Fontaine, Ingrid Bergman, Ginger Rogers y Audrey Hepburn. Era tentador, por entonces, presumir que la vida sentimental del galán del momento tenía innumerables facetas. Más allá de que presentó en público a distintas mujeres como sus parejas, el actor tuvo, casi desde su llegada a Hollywood en la década del treinta, un romance ardiente y duradero con el actor Randolph Scott, un artista muy reconocido por aquellos tiempos que solía protagonizar películas de cowboys.
Se conocieron en 1932, rodando la película Sábado de juerga. El fotógrafo Ben Maddox, de la revista farandulera Modern Screen, los eternizó junto a la piscina de la mansión de Malibú que compartían en agosto del año siguiente. En tiempos de censura y puritanismo, el poder de los estudios de Hollywood, que tenían a Grant como una de sus estrellas emblemáticas, hizo que el actor fuera casi empujado a ocultar el vínculo que tenía con Scott. La presión fue tal que de alguna manera desató una cabalgata de bodas: Virginia Cherrill, Barbara Hutton, Betsy Drake, Dyan Cannon y Barbara Harris.
Solo con Dyan Cannon tuvo descendencia. Y solo tuvo una. Jennifer nació el 26 de febrero de 1966. No tiene recuerdos de una familia tradicional. Sus padres se separaron cuando era una bebé. Su padre tenía 62 años. Su madre, tres décadas menos. Los dos trabajaban en la industria del entretenimiento. No se fue a vivir con ella. Él se encargó de su crianza. Vivían juntos en una mansión ubicada en el barrio Benedict Canyon, en el área oeste de Los Ángeles, “donde si salías probablemente había fans esperando para conseguir autógrafos”, consigna ella. En sus navidades compartió mesa con las familias de Frank Sinatra y Gregory Peck. No le faltó nada. Su padre la regó de cariño.
Cary dejó de actuar para dedicarse a su hija. Jennifer hoy cree que se resistió a tener familia la mayor parte de su vida por miedo a que no funcionara. Había algo detrás de escena que lo ahogaba, había en la vida del actor una realidad de la que quería huir. Su tercera esposa, Betsy Drake, le sugirió que comenzara un curioso tratamiento hacia fines de los años cincuenta. Grant atravesaba por aquellos tiempos una verdadera búsqueda espiritual que lo llevó a experimentar con terapias que, en ese entonces, eran toda una novedad en el mundo occidental, como el yoga y la hipnosis.
Insatisfecho por los resultados obtenidos, el actor decidió arriesgarse a probar con el ácido lisérgico o LSD, una droga psicodélica creada por primera vez por Albert Hoffman en Suiza en 1938. Su componente químico base, denominado ergotamina y obtenido de un hongo psicodélico, llevó a que el LSD fuese introducido de manera comercial con fines psiquiátricos en 1943 bajo el nombre de Delysid. Durante la década del cincuenta, la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos comenzó a probar la droga en estudiantes y jóvenes miembros del Ejército, dado que se creía que tenía propiedades que permitirían el control mental y podría ser usado a la vez en guerras químicas. Para 1960 se popularizaría entre la contracultura hippie, lo que llevaría a su prohibición.
Grant comenzaría el tratamiento con LSD gracias a la experiencia de su tercera esposa, Betsy Drake, quien lo convenció de iniciar el tratamiento con el médico Mortimer Hartman, del Instituto Psiquiátrico de Beverly Hills. Los efectos iniciales reportados por el actor fueron aparentemente asombrosos. “Durante mis sesiones de LSD aprendí muchas cosas. El resultado fue el renacer, finalmente llegué adonde quería estar”, agregó el actor, quien -se cree- se sometió a un tratamiento de unas cien dosis entre los años 1958 y 1961.
“Grant aseguró que fue salvado por el LSD”, señaló Mark Kidel, el director de Becoming Cary Grant, al periódico británico The Guardian. “Hay que recordar que Cary era un hombre privado. Rara vez otorgaba entrevistas. Fue él mismo quien, tras tomar ácido, decidió contactar a una revista de la época para contar en público su experiencia”. Kidel creyó lo mismo que sostiene su hija: la reserva de su intimidad obedece a sus traumas pasados, su relación tormentosa con su madre. Jennifer considera que su padre se retiró de la actuación para no hacer lo que sus padres habían hecho con él: abandonarlo.
A los treinta años, ya consagrado como una estrella de fama mundial, Cary supo finalmente la verdad: su madre no había muerto, estaba internada en una institución neuropsiquiátrica. A pesar de los intentos de Grant de rescatarla, la salud mental de la mujer parecía irrecuperable. Jennifer, en su infancia, viajó varias veces a Bristol a conocer a su abuela. No percibió, en esos encuentros, una atmósfera tensa o negativa. “Siempre fue un asunto feliz. Elsie estaba encantada de verme”, le reveló al medio británico, mientras reflexionaba también cómo habría sido la vida de Cary lejos de su casa: “Trabajó mucho en sí mismo. Primero leyó. Era autodidacta y eso tuvo un gran efecto en él. Y el LSD. Me decía: ‘¿viste cómo los barcos viejos o las ballenas tienen percebes en el vientre? Decía que tomar LSD ‘me ayudaba a quitarme los percebes’”.
Archibald fue un niño sin dinero y sin figuras paternas que le transmitió su acento británico a Cary, una de los artistas mejor pagos de los años esplendorosos de Hollywood. Configuró el estereotipo del caballero inglés que la industria del cine estadounidense anhelaba: elegante, encantador, discreto, sofisticado, sarcástico, polivalente. Retirado de la pantalla grande para ser padre, despuntó el vicio en televisión y salas teatrales. El 29 de noviembre de 1986, mientras preparaba su número en el teatro Adler de Davenport, Iowa, sufrió una segunda hemorragia cerebral -la primera fue dos años antes-, y murió a las 23:20 en el hospital San Lucas. Tenía 82 años. Jennifer recién había cumplido dos décadas de vida.
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