Cuiden a Maya. El título del documental de Netflix no contiene poesía ni eufemismos, es crudo. Áspero. Esa es la frase que eligió escribir de puño y letra, en los últimos segundos de su vida, una madre desesperada, Beata Kowalski, en su carta de despedida a su familia. Luego, se quitó la vida en el garaje de su casa en Florida, Estados Unidos.
Devastada y humillada por ser acusada erróneamente de los males de su hija Maya, eligió su muerte para liberarla del “encarcelamiento hospitalario”. La tragedia de la familia Kowalski, atravesada por el empoderamiento sordo de los sistemas estatales norteamericanos para decidir sobre el destino de los menores, dejó en evidencia graves falencias. El resultado fue una ironía no deseada por nadie: un organismo pensado para salvar a los niños de padres abusivos terminó abusando de esos pequeños. Esta es una historia en carne y hueso de cómo la sobrerreacción del sistema puede ser tan perjudicial como la ausencia del mismo.
Decisiones con riesgo
Cuando Beata, una enfermera de origen polaco, y el bombero Jack Kowalski se casaron, soñaban con vivir el clásico sueño norteamericano: construir una familia tipo y un hogar próspero. Sus sueños demoraron un poco, pero finalmente se materializaron. En 2006 llegó al mundo Maya, una bebé rubia y sonriente y, un par de años después, llegó el varón: Kyle.
La vida y la felicidad iban de la mano. Eso fue hasta que en julio de 2015 comenzaron los primeros problemas de salud de Maya. El fin de semana del 4 de julio, mientras jugaba con su hermano menor, tuvo un severo ataque de asma. La trataron en el Hospital de Sarasota. Poco después, Maya comenzó a quejarse de que le ardían las piernas y los pies. Tenía solo 9 años y los síntomas eran variados. Sus pies se contrajeron, le quemaba el cuerpo y veía borroso. ¿Qué le pasaba a Maya? Beata y Jack empezaron a deambular por guardias y clínicas en busca de un diagnóstico. Ningún pediatra daba en la tecla. Los profesionales no entendían qué le pasaba, estaban desconcertados. El dolor le hacía imposible caminar y Maya terminó usando una silla de ruedas.
Por las noches, nadie podía dormir en la casa. El llanto de Maya por los dolores resultaba intolerable. Beata estaba obsesionada con aliviar el dolor de su hija. Empezó a registrar metódicamente los síntomas y lo que los médicos iban diciendo. Con Jack bucearon en Internet en busca de respuestas y, después de una larga peregrinación por distintos especialistas, una paciente de Beata les recomendó ver un anestesiólogo de Tampa: el doctor Anthony Kirkpatrick.
Este experto no demoró mucho en decirles lo que Maya tenía: Síndrome de Dolor Regional Complejo (CRPS en inglés). En resumen: el mal funcionamiento del sistema nervioso era lo que provocaba esa catarata de síntomas. Maya para ese entonces ya tenía muy afectados sus brazos y sus piernas. La mala noticia, dijo Kirkpatrick, era que la enfermedad no tenía cura, pero la buena es que él tenía un tratamiento para sugerirles. Le indicó infusiones con ketamina, un potente anestésico. Les dijo que en muchos casos había funcionado. Empezaron con dosis bajas y no dio resultado. Cuando las subieron y las cosas mejoraron. Esa sustancia lo que haría es hacer que el cerebro deje de enviar falsas señales de dolor.
Después de una severa recaída, Kirkpatrick les habló de un tratamiento más agresivo, pero todavía experimental. No estaba aprobado por la FDA (la administración de alimentos y medicamentos de los Estados Unidos) y por ello solo podían hacerlo en México. Era riesgoso, pero si funcionaba podía otorgarle a Maya una mejor calidad de vida. El tratamiento recibía el nombre de “coma por ketamina” y lo que buscaba era algo así como resetear el sistema nervioso del paciente en cinco días. Entrañaba peligros porque Maya debía pasar cinco jornadas en coma.
Los Kowalski leyeron todo lo que podía pasar, escucharon las advertencias y hablaron mucho entre ellos, Finalmente, decidieron correr los riesgos. Era la oportunidad que tenía Maya de recuperar su vida y su alegría. Viajaron en noviembre de 2015 al país vecino y para felicidad de todos el tratamiento funcionó muy bien.
Volvieron y, poco a poco, Maya comenzó a retomar sus actividades. Volvió a reír, a cantar, a moverse y a disfrutar. La existencia se había vuelto tolerable y sin dolor. Por supuesto, el tratamiento con altas dosis de ketamina continuaba.
Fue entonces que surgió un problema más. Las sesiones de esa terapia implicaban un desembolso de diez mil dólares, cada cuatro días de aplicación. Los Kowalski se quedaron sin dinero para seguir el tratamiento con el doctor Kirkpatrick. El profesional los derivó con otro médico de su confianza y que cobraba menos. El doctor Ashraf Hanna continuó por el mismo camino.
La vida de los Kowalski volvió a parecerse a la que tenían antes de la enfermedad de su hija, pero no por mucho tiempo.
Sospechar de mamá
La noche del 7 de octubre de 2016, mientras el Huracán Mathew azotaba violentamente el estado de Florida, la enfermedad de Maya volvió a golpear fuerte en la casa de los Kowalski. La pequeña de 10 años se despertó con fuertes dolores de estómago. Su padre la llevó, en medio de la oscuridad, al célebre Johns Hopkins All Children’s Hospital de la ciudad de St. Petersburg. Su madre, quien estaba trabajando, fue directo al hospital. Maya quedó internada.
El verdadero calvario de los Kowalski acababa de comenzar.
Jack enseguida se dio cuenta de que los médicos de guardia no sabían nada de la rara enfermedad de su hija. Los hizo entonces hablar con Beata que, familiarizada con los términos y por ser enfermera, les sugirió qué debían usar. Los doctores usaron dosis bajas de ketamina y el dolor de Maya no bajó. Beata, viendo que su hija sufría, insistió: “Ustedes no saben la cantidad de medicación que necesita para controlar sus dolores” y les habló de altas dosis.
Los profesionales entraron en alerta. Esa madre que pedía altísimas dosis de ketamina les resultó sospechosa. ¿Podían estar ante un caso de abuso infantil? La menor podría estar fabricando los síntomas que su madre decía. Cuestionaron el diagnóstico y el tratamiento que Beata les relataba. Además, la menor parecía quejarse menos cuando ella no estaba en la habitación.
Estresados con la situación y porque no eran escuchados, Jack y Beata, amenazaron con llevarse a su hija del hospital. Fue el error fatal que les cambió la vida. Porque eso disparó en el acto una lucha de poder que ellos tendrían perdida de antemano. Los médicos reportaron el caso a los Servicios de Protección Infantil. Desconfiaban de la madre y sospechaban que la enferma podía ser ella. Podían estar ante un caso de Síndrome de Munchausen por Poder, una enfermedad mental y forma de maltrato infantil donde el adulto inventa síntomas o provoca síntomas reales para que parezca que el menor está enfermo.
“Secuestrada” en el hospital
Así fue que entró en escena la jefa de los Servicios de Protección Infantil del condado, la pediatra Sally Smith. Ella consiguió información: sabía del viaje a México de los Kowalski. Todo el accionar le parecía sospechoso. Luego de una una breve charla con Jack, la profesional terminó por diagnosticar que la madre de Maya, Beata Kowalski, padecía el Síndrome de Munchausen. Era el diagnóstico formal de Smith. Acto seguido se emitió la orden de protección: Maya quedaría en el hospital y sus padres no podrían verla.
La encargada de informar esto a los padres fue una enfermera quien entró a la habitación de Maya justo cuando su padre estaba limpiando el piso. Maya estaba tan afectada que no había podido controlar sus esfínteres y se había hecho encima.
“Tiene que irse ahora, su hija está bajo control del Estado”, le dijo a Jack. Los gritos de Maya llamando a su padre cruzaron los pasillos.
La situación, para los Kowalski, era lo más parecido a un encarcelamiento: su hija estaba presa en un hospital. No podían creer lo que estaban viviendo.
Aunque la doctora Smith había hablado con el doctor Anthony Kirkpatrick, el primero en diagnosticar a Maya con CRPS, y este le había confirmado el diagnóstico, Smith no incluyó todo esto en su ficha médica. Tampoco escuchó a otra institución que le había advertido que el Síndrome de Munchausen por Poder era un mal diagnóstico frecuente en casos de esta extraña enfermedad llamada CRPS. Smith no quería escuchar, ya tenía su propia idea formada: la madre era la enferma.
Con el paso de los días se le permitieron visitas a Jack y, luego, algunas videollamadas a Beata, con autorización previa. Las llamadas serían monitoreadas por una asistente social designada.
Maya recuerda hasta el día de hoy cómo, durante ese tiempo prolongado de internación, los médicos y las enfermeras minimizaban sus dolores. Ella los escuchaba decir que inventaba o simulaba los síntomas. Se sentía secuestrada y sufría porque su madre no tenía permitido ir a verla. Cuando la dejaban hablar con ella tampoco podía hacerlo con libertad. No debían conversar de su enfermedad, de dolores o de lo que pasaba. Las charlas eran observadas por la trabajadora social Catherine Bedy. Y si ella notaba alguna palabra “inconveniente” enseguida cortaba la conversación y las llamaba al orden. La amenaza de cortar la comunicación era más que suficiente. El hospital tampoco permitió que fueran sus maestras a darle clase o el cura de la familia a visitarla.
Beata se sentía impotente y exasperada. Peleaban con Jack sobre cómo enfrentar el problema. Cuando a Jack le preguntaron si estaba dispuesto a no facilitar el contacto con la madre, como estrategia para no empeorar la situación, Jack dijo que sí y Beata se sintió traicionada. Las autoridades médicas intentaban poner a Jack en su contra. “Alguien tenía que poder ir a verla”, explica hoy Jack.
Kyle, el hijo menor de la pareja, vivía inmerso en ese ambiente de estrés y veía a sus padres desconcertados.
La pequeña Maya cumplió 11 años en el hospital, pasó Halloween, el Día de Acción de Gracias, Navidad y Año Nuevo. Todo sin su madre. Era un absurdo. Para peor los dolores continuaban.
Cuando no se ve la salida
Los Kowalski buscaron asesoramiento legal, pero la batalla contra el poderoso sistema de resguardo de los menores era más que difícil. Todos les aconsejaban ceder, acatar, aguantar, no confrontar… hasta poder recuperar la custodia de Maya y llevársela del hospital.
Para Beata eso era algo difícil de asimilar. ¿Cómo podía ser que creyeran que ella era la culpable? Además, sabía que su hija estaba sufriendo sin el tratamiento adecuado y que su estado físico se deterioraba día a día. Estaba devastada.
Fue durante una audiencia que le pidió permiso al juez para darle un abrazo a su hija. La respuesta fue la peor puñalada: “No, me temo que hoy no”.
No poder abrazarla fue demasiado para ella. Sentía que su hija había quedado atrapada en una red de injusticia intolerable. Beata lloró durante todo el viaje de regreso a su casa por ese abrazo que le fue negado. Flaca y deprimida, por primera vez en 13 años de matrimonio, esa noche tomó de más y se emborrachó.
Beata exprimía su cerebro pensando cómo podía liberar a su hija de ese sistema deshumanizado.
Angustiada y desesperada, sin ver una salida clara, un día después de esa negativa judicial, Beata se quitó la vida en el garaje de su casona familiar.
Antes escribió una larga carta que envió por mail y cuyo asunto decía simplemente adiós. Allí les rogó: “Por favor, cuiden a Maya y díganle cuánto la amé cada día. También díganle a Kyle que lo amo mucho y que deseo que crezca y se convierta en un hombre fuerte y bueno, que tiene un gran futuro y que se mantenga cerca de Dios. Lo lamento, pero no puedo aguantar más la pena de estar lejos de Maya y de ser tratada como una criminal. No puedo ver sufrir a mi hija y verla empeorar”. Al juez Lee E. Haworth, quien le había negado aquel abrazo, también le dejó una carta que comenzaba así: “Su corazón es un témpano. (...) usted ha destrozado a mi familia, mi matrimonio, nos dejó en bancarrota, y encima, me denegó ver a mi hija en la corte hoy (...) espero que se hagan responsables del deterioro de mi hija y de su empeoramiento que eventualmente puede conducir a una muerte lenta y dolorosa”.
Más claro imposible. Era el 8 de enero de 2017 y Beata tenía 42 años. La encontró colgando del techo su hermano Peter, por la mañana, cuando entró por el garaje. Gritó tan fuerte que Jack inmediatamente se despertó y supo qué algo grave había pasado.
Después de esto, ya no había ningún final feliz posible para esta historia. Para Jack, de 57 años, fue demoledor. Se había quedado sin el amor de su vida, tendría que criar solo a sus hijos y todavía tenía a su hija internada. ¿Cómo decirle a Maya que ya no volvería a ver a su madre jamás? ¿Cómo contener a Kyle con todo lo que les ocurría? Se dirigió al hospital con su hijo y el sacerdote de la familia. En una habitación que les proporcionaron le contó a Maya lo ocurrido. Lloraron juntos y abrazados. Una hora después les dijeron que debían irse. Maya quedó sola, con el dolor a cuestas.
Seis días después del suicidio de Beata, el 14 de enero de 2017, la pequeña fue restituida a su padre. Beata había logrado con su muerte, lo que no había logrado en vida.
Maya había estado internada 99 días, de los cuales 92 habían sido bajo el cruel control del Estado. Volvió a una casa distinta, diezmada por el dolor y llena de ausencia.
Maya sostiene hoy, sin medias tintas, que ella fue “secuestrada médicamente” y dice: “Un día estaba en la unidad de cuidados intensivos, mi mamá me besó en la frente y me dijo: ‘Te amo, te veré mañana’. Y nunca más la volví a ver”. La mirada opaca de Maya, como un cielo de plomo, lo dice todo.
Jack Kowalski sostiene: “Construimos una familia con amor, honestidad, confianza. Nosotros como padres tratamos de hacer lo mejor que podemos por nuestros hijos. Haces todo por ellos, eso es lo que hicimos Beata y yo. Pero no había nadie que pudiera prepararme para lo que pasé con mi familia”.
Un juicio por 220 millones de dólares
La vuelta a casa fue brutal. Maya volvió más flaca y débil que cuando se había ido. Jack hizo lo que pudo para devolverles la alegría. Instaló paneles solares para calentar la pileta y que Maya pudiera hacer acuaterapia. Un año y medio después, con yoga y ejercicios, Maya pudo pararse y dar los primeros pasos sin ayuda en cuatro años. Era un gran logro.
Pasó el tiempo y con mucha terapia física y la medicación adecuada, Maya volvió a caminar con normalidad. Pero ahora transitaba sus días de otra manera, sin la mirada de su adorada madre. Este dolor era tan distinto al físico, más hondo, más inasible. Hoy Maya es una bellísima joven que cuando habla de Beata no puede evitar que las lágrimas cuelguen pesadas de sus pestañas. Habla de injusticia, de lo que le quitaron y asegura haber quedado “traumatizada”.
No quiere pisar nunca más un hospital.
Desde que el documental con la historia de Maya se emitió por Netflix el pasado 19 de junio de 2023, otras familias salieron a contar que también habían sido injustamente acusadas de abuso y les habían retirado a sus hijos por la fuerza. Entre ellas está el caso de una de las finalistas del show American Idol, Syesha Mercado y su pareja Tyron Deener. En octubre de 2021 recuperaron la custodia de su bebé Amen’Ra luego de una batalla con los servicios sociales que duró siete meses. Le habían quitado a su hijo luego de que ellos lo llevaran al mismo hospital que Maya para hacerlo ver. Los servicios sociales dictaminaron que el bebé estaba mal alimentado y que la pareja, que era vegana, no era apta para criarlo. El bebé de poco más de un año quedó bajo custodia estatal y fue enviado con una familia sustituta. No solo eso, luego los detuvieron cuando conducían su auto y se llevaron también a su hija recién nacida. Un video de los sucesos posteado por su padre llegó a tener tres millones y medios de vistas en Instagram y hasta Kim Kardashian abogó por ellos ante sus más de 70 millones de seguidores en Twitter. La estrella del reality finalmente, con carísimos abogados, ganó la batalla y volvieron a estar juntos. Está claro que la de Maya no es la única historia. En doce casos más del estilo estuvo involucrada la doctora Smith.
Los Kowalski no quisieron acuerdos con el hospital, tienen un objetivo mayor: detener este tipo de conductas. Después de cinco años lograron que el tribunal acepte enjuiciar a la institución por “daño punitivo”, algo que penaliza severamente el accionar de un centro médico para que los hechos no se repitan.
El juicio por jurados, donde reclaman un total de unos 220 millones de dólares, comenzará el 11 de septiembre próximo. Aquella información detallada recogida metódicamente por Beata será prueba contundente para el mismo. La demanda incluye a la asistente social Catherine Bedy, quien controlaba las charlas entre madre e hija. Bedy está acusada, también, por haber filmado y fotografiado a Maya en ropa interior, durante 48 horas, a pesar de no haber solicitado permiso a la familia y a la negativa rotunda de la pequeña. Los Kowalski se enteraron, además, que ella había sido despedida de su trabajo anterior por un caso de abuso infantil a un chico de 10 años.
Los abogados de los Kowalski sostienen que la enfermedad de Maya se exacerbó por culpa de la mala praxis del hospital al subdiagnosticarla y al acusar a su madre de Síndrome de Munchausen: “La enfermedad CRPS tomada a tiempo y bien tratada con terapias avanzadas no significa una sentencia de muerte ni es la destrucción de la vida del paciente. Pero el hospital le sacó las terapias y la trató como a una paciente psiquiátrica. Como consecuencia ahora sí el CRPS es una amenaza para su vida y es probable que pasando los 30 años tenga ataques más frecuentes, más largos y más severos”, argumentaron.
Por su parte, la exdirectora de los Servicios de Protección Infantil Sally Smith logró un acuerdo con la familia, en diciembre de 2021, por 2,5 millones de dólares y quedó fuera del litigio.
Los Kowalski esperan con ansias ser, finalmente, escuchados. Maya, ya con 17 años, siente que es la oportunidad para que su madre sea totalmente reivindicada. Si gracias a esto, otras familias se salvan de atravesar semejante abuso de poder y de maltrato, su devastadora muerte podría tener algún sentido.
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