Fue imprudente, confiado, entusiasta; también fue un poco inconsciente y algo tonto. Jugaba con fuego, pero con un fuego terrible, despiadado e imprevisible al que los científicos habían llamado “el núcleo del demonio”. Y se confió. Entonces, a su modo, se convirtió en un héroe, esos hombres simples a quienes retrata siempre con entusiasmo Steven Spielberg, que se enfrentan de pronto a unos hechos que los sobrepasan y que pese a todo cumplen su misión con modesta y certera eficacia. Aunque les cueste la vida.
La noche del 21 de agosto de 1945, seis días después de la rendición de Japón, que se firmaría en septiembre para poner fin a la Segunda Guerra Mundial, y bajo el humo ardiente y contaminado de las hogueras atómicas de Hiroshima y Nagasaki, en el laboratorio de Los Álamos, en el desierto de Nuevo México, Harry Daghlian trabajaba en el armado de la tercera bomba atómica que, si hubiese sido necesario, habría sido arrojada sobre Japón. Era, debía ser, una bomba más poderosa y fatal que las anteriores, si eso era posible. Y era posible.
Daghlian manipulaba aquella noche una esfera radioactiva de seis kilos, con un revestimiento de níquel que evitaba que cualquier partícula se escapara de aquella esfera, porque, de suceder, sería un desastre. Todo era muy seguro. O casi. Pero aquel monstruo vivo, latente y en apariencia ingenuo, era peligroso, volátil, inasible e imprevisible, era el “núcleo del demonio”. Si la bomba atómica hubiese sido un pan, aquello era su masa madre. Era un monstruo al acecho, un animal feroz que podía despertar en cualquier momento y al que los científicos habían adoptado como a una mascota ante la irremediable realidad de tener que convivir con él.
Harry era en realidad Haroutune Krikor Daghlian Jr., de ascendencia armenio-estadounidense que había nacido en Waterbury, Connecticut, el 4 de mayo de 1921. Tenía aquella noche veinticuatro flamantes años. Había estudiado, un chico brillante, en la primaria de Harbor, New London, adonde su familia se había mudado. A los diecisiete años fue violinista, como Einstein, de la orquesta de su escuela, mientras Europa coqueteaba con la Segunda Guerra Mundial. Ingresó al prestigioso, todavía no mítico, Instituto de Tecnología de Massachusetts, MIT, para estudiar matemáticas, pero lo pudo la física, en especial, la física de partículas. En eso estaba cuando el coqueteo europeo con la guerra se transformó en una danza de horror. Se graduó en 1942, al año de la entrada de Estados Unidos en el conflicto, en la Universidad de Purdue, Indiana.
Una fría noche de febrero de 1943, fuera de las aulas de la Universidad, el flamante egresado se cruzó con un tipo misterioso que le hizo una pregunta tramposa, de respuesta casi inducida: “¿Te gustaría unirte a un proyecto que va a cambiar el mundo?”. Ningún chico que se precie rehúye a sus veintiún años a decir sí a semejante oferta. Así fue como Daghlian entró al Proyecto Manhattan que diseñaba la primera bomba atómica de la historia. Lo hizo junto a su amigo Louis Slotin, que compartiría su trágico destino nueve meses después de la muerte de Harry.
La noche del 21 de agosto de 1945 Harry jugaba con el núcleo del demonio, esa mascota siniestra adoptada por los científicos de Los Álamos que, incluso, le habían dado un nombre: Rufus, como a un perro malo. Los científicos jugaban con Rufus a ser Dios. En esencia, querían saber qué pasaba cuando el núcleo se acercaba a un estado súper crítico, previo a desatar una reacción en cadena en la que los neutrones se desprenden de un átomo para desprender otros neutrones de otros átomos y liberar una fuerza devastadora. Rufus estaba bajo control, pero si alguien se descuidaba, el perro malo podía perder la paciencia y liberar una cantidad demoledora de radioactividad.
En eso andaba Daghlian, cortejaba a Rufus, el núcleo del demonio, con sus conocimientos de Purdue. ¿Qué hacía? Usaba bloques de carburo de tungsteno para “espejar” los neutrones alrededor del núcleo y hacia su interior. Provocaba a Rufus, no te escapes, perro malo. Así había llevado al peligroso núcleo del demonio a apenas el cinco por ciento previo a su punto crítico, a su punto de no retorno. Entonces, detenía el experimento. Lo hizo varias veces. Pero aquella noche pudo más su mente inquieta, su juventud brillante de científico decidido, hasta pudo más su ingenua torpeza de novato que, a menudo, se disfraza de experiencia. También es verdad que hablar de laboratorios, con la imagen que proyectan hoy los del siglo XXI, llama a engaño: el de Los Álamos, como tantos otros de la época, se parecía más a un banco de pruebas mecánicas, a la tarima de un artesano carpintero donde se tallaba a escoplo el futuro atómico del mundo.
Después de cenar aquella calurosa noche del 21, era martes, y cuando todo aconsejaba el descanso, Daghlian regresó a su laboratorio. Solo. Y a altas horas de la noche. Violó así las dos primeras reglas de la rigurosa seguridad de Los Álamos. Allí estaba Rufus, bufaba como una bestia atada. ¿Cómo era que bufaba Rufus? A través de un contador Geiger que revelaba con un sonido monocorde su humor y su paciencia escasa. Todos sabían qué implicaba jugar con el “núcleo del demonio”. En Los Álamos decían que era como hacerle cosquillas en la cola a un dragón. Eso fue lo que hizo Daghlian. Colocó cerca del núcleo atómico un último bloque de tungsteno, con lo que el reflejo de los neutrones se hizo más intenso. El contador Geiger le gritó a Daghlian, con su voz metálica, que era hora de parar. Fue lo que quiso hacer el joven físico. Trató de quitar uno de los bloques de tungsteno que resbaló de su mano y cayó al lado de Rufus. Eso fue todo. Rufus despertó, atacó y el desastre fue instantáneo.
Jorge Luis Borges escribió alguna vez una dolida descripción que encerraba el designio único y final del ser humano: “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en el que el hombre sabe para siempre quién es”. Daghlian no había leído a Borges y ya no lo leería nunca. Pero supo de inmediato que iba a morir en poco tiempo, y de una manera espantosa porque había desatado en su laboratorio una reacción atómica en cadena, y comprendió que debía salvar de alguna forma a todo cuanto lo rodeaba del inminente estallido nuclear. Lo hizo. Evitó el estallido y murió veinticinco días después, diluido por la radiación.
Lo que hizo Daghlian para evitar el estallido nuclear fue tomar con su mano el bloque caído cerca del núcleo del demonio, a sabiendas de que en eso se le iba la vida. La energía radiactiva liberada, absorbida por los gases que rodeaban al núcleo atómico, fue expulsada en forma de fotones de luz, unos destellos de un bellísimo azul que llevaban la muerte en su interior. El joven físico sintió la intensa ola de calor que envolvía su cuerpo y supo que estaba muerto a muy corto plazo. Igual, casi por instinto, siguió con lo que juzgó elemental: quitó el resto de los ladrillos de tungsteno de alrededor del “núcleo del demonio”, hasta que el contador Geiger se calmó y el índice crítico del núcleo atómico descendió a niveles normales.
Daghlian, que había evitado un estallido atómico, se sobrepuso al intenso hormigueo de su mano, al que le restó casi importancia a sabiendas de la dosis letal de radiación que había recibido. A las pocas horas empezó a sentir náuseas y sufrió intensos vómitos, los primeros síntomas de envenenamiento por radiación. A los vómitos le siguieron severas diarreas, jaquecas agudas, dolores lacerantes, el síndrome purpúrico, que es el sangrado subcutáneo que crea manchas moradas en la piel y llagas, fiebres, infecciones y hemorragias intensas.
La mano de Daghlian, que había evitado un desastre mayor en el laboratorio de los Álamos, pasó en pocos días a ser un espantoso muñón llagado, con la piel carcomida, endurecida por la radiación, con la epidermis y la dermis levantadas y los tendones y músculos al aire. Murió después de veinticinco días de una terrible agonía. Fue la primera muerte de la era nuclear causada por un accidente crítico en la manipulación de la energía atómica. Fue enterrado en el Cedar Grove Cemetery de New London, donde Daghlian había tocado el violín en su adolescencia y donde se había despertado su pasión por la física de partículas.
El 26 de enero de 1978, en Columbus, Ohio, murió de leucemia mieloide aguda Robert J. Hemmerly, de 62 años. Era el soldado del destacamento de Ingenieros Especiales de guardia en Los Álamos la noche del accidente y había recibido una cantidad de radiación muy inferior a la de Daghlian.
Cincuenta y cinco años le llevó a Estados Unidos admitir que, a su modo, Daghlian era también un héroe de la era atómica. El 20 de mayo de 2000, el día de las Fuerzas Armadas en ese país, se inauguró un monumento en su memoria en New London, Connecticut. Sus amigos de infancia lo describieron como un tipo gentil, amable y buen amigo, que los ayudaba en sus tareas escolares, en especial en las de matemáticas.
En mayo de 1946, el núcleo del demonio mató al mejor amigo de Daghlian, Louis Slotin, otro científico joven, brillante y confiado, por otra reacción accidental de fisión que liberó otro estallido radioactivo.
Rufus fue finalmente derretido en el verano de 1946.
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