Y una noche de verano, cálida y estrellada, algo cayó del cielo cerca de Roswell, una ciudad tranquila y callada, en el corazón de la cuenca lechera del estado de Nuevo México, Estados Unidos.
Suele suceder que lo que cae del cielo es bueno; material o inmaterial, lluvias o bendiciones, nada que venga de lo celestial puede traer malas intenciones. Hasta tormentas, tornados, rayos y diluvios tienen, pese a su mala uva, un sesgo purificador y hasta divino.
Lo que cayó del cielo en Roswell, cambió la vida de la ciudad para siempre. E inauguró, pero muchos años después, un debate sobre los OVNIS, la probable y nunca identificada vida extraterrestre, la inteligencia de otros mundos y la visita, sigilosa, sutil y hasta marrullera de habitantes de otras galaxias que, siempre más inteligentes que nosotros, pasan por aquí de vez en vez a ver cómo es que todavía funcionamos, pese a Vladimir Putin y sus muchachos.
El cachivache que cayó del cielo en la tierra Roswell, hace setenta y seis años, el 2 de julio de 1947, casi no llamó la atención. Si alguien lo vio, pensó en una estrella fugaz, en un deseo incumplido, en el azar. Recién tres días después, el dueño de las tierras donde cayó el objeto se acercó a la oficina del sheriff del condado de Chaves, a denunciar el incidente.
A partir de ese instante, y con el tiempo, estalló una batalla entre la razón y la fe, lo fundamentado y la especulación, lo sensato y el disparate, que puso a Roswell en el centro de otra batalla que desmintió informes y evidencias, instaló la duda y la desconfianza, y de alguna manera tejió para siempre la urdimbre intrigante de las falsas noticias. Lo malo de las falsas noticias es que siempre hay mucha gente que quiere creerlas.
El ranchero que fue a denunciar la caída del cachivache poco menos que en el patio de su casa, era Mac Brazel, que también habló con los periodistas del diario local, “Roswell Daily Record”. Alguien metió la cola, difícil hablar del diablo en las cosas que caen del cielo, porque el 8 de julio el “Roswell Daily Record” apareció con un titular que revelaba un hecho sensacional: “Las Fuerzas Aéreas capturan un plato volador en un rancho de la región de Roswell”.
Lo de la “captura” no era tal, el objeto había caído del cielo en el rancho de Brazel. Lo del plato volador era el notición. Así que quien se hizo cargo de todo fue el comandante Jesse Marcel, de la oficina de Inteligencia del Grupo de Bombarderos 509; recogió los restos y voló con todo hasta Fort Worth, Texas. Le mostró el regalito llegado de las alturas al general de brigada Roger Ramey, que identificó los desechos como los de un globo meteorológico. Por más que caigan del cielo, plato volador y globo meteorológico no son lo mismo. Pero, si hubo alguna sospecha de que lo que decía Ramey no era verdad, acabó con ella Charles B. Moore, profesor emérito de la New York University, que había desarrollado los globos meteorológicos usados por Estados Unidos. Moore confirmó el origen del hallazgo.
Los globos meteorológicos que surcaban los cielos de Roswell tampoco eran tales: eran globos dotados de un sistema de escucha hipersensible con los que Estados Unidos intentaba, o planeaba, espiar a la Unión Soviética. Aquello era parte de un proyecto secreto y no se podía contar. En 1947, los antiguos aliados contra Hitler, Estados Unidos y la URSS eran ahora enemigos. Estados Unidos contaba con armas atómicas y la URSS estaba en busca de desarrollar la suya. Los globos espías americanos intentaban detectar desde el aire, y volaban muy alto, algún sonido que demostrara que la URSS había hecho estallar un arma atómica.
Así que el 9 de julio, al día siguiente de su gran anuncio, el “Roswell Daily” tituló: “Ramey desmiente lo del plato volador”. Ramey era una voz autorizada. Había sido un héroe de la Segunda Guerra y en 1947 era el comandante de la Octava Fuerza Aérea; volvería a la batalla durante la guerra de Corea en los años 50, de donde regresaría condecorado. ¿De dónde había salido lo del plato volador? O era un exceso de interpretación periodística, o el granjero Brazel había hablado de más. O las dos cosas. Porque días después de la desmentida de Ramey, el “Roswell Daily” tituló: “Harassed rancher who located ‘soucer’ sorry he told about it”. Algo así como “El acosado ranchero que localizó al “plato” lamenta haber hablado de eso”. Nada era casual. Al tipo no lo dejaban en paz porque a la prensa se le había permitido fotografiar los restos enviados a Fort Worth: tiras de goma, papel de aluminio, cartón y varillas de madera. Luego, cuando nacieron las teorías conspirativas, los especialistas en Ovnis, los “ufólogos” por la sigla UFO en inglés, dirían que los verdaderos restos habían sido ocultados en Fort Worth y cambiados por los de un globo meteorológico.
Un episodio gracioso reveló el embrión de lo que iba a venir. Los teóricos del plato volador interpretaron, y tergiversaron, una descripción dada por Brazel, que habló de unas cintas adhesivas, mezcladas entre los restos, con diseños que parecían florales. ¡Noooo!, dijeron los ufólogos, se trataban de cintas con jeroglíficos, o con caracteres del idioma que hablaran o escribieran los alienígenas que se habían estrellado en Roswell. Resultó que eran unas cintas adhesivas con lirios, caléndulas, margaritas y rosas que imprimía una empresa de juguetes de Nueva York, a la que el departamento de Defensa le había comprado cientos de miles de metros para usar en sus globos meteorológicos, o globos espías. Espionaje y cintas tipo scotch hablan de una época precaria y fervorosa en la imaginación.
Hay una verdad que se dice muy poco, en largo torneo de certezas, mentiras, inventos, especulaciones y documentos y filmaciones legítimos y falsos: Roswell no era el panorama idílico de vaquitas que pastan, rumian y producen leche para la alimentación de los chicos americanos. O no era solo eso. En medio de las grandes llanuras del sureste de Nuevo México, entre 1930 y 1941, Roswell había sido sede del diseño, ensamblaje y hasta lanzamiento de cohetes encarados por Robert Goddard, uno de los tres padres de lo que sería la astronáutica, junto al ruso Konstantin Tsiolkovsky y al alemán Herman Oberth. La zona albergaba también al Grupo de Bombarderos 509 y allí había tenido cobijo y logística el primer escuadrón atómico del mundo: en los hangares de Roswell había dormido el “Enola Gay”, que el 6 de agosto de 1945 lanzó la primera bomba atómica sobre Hiroshima, Japón. Y de esos hangares había salido también el avión que lanzó la segunda atómica sobre Nagasaki.
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En los cielos de Roswell volaba de todo y a toda hora. Y nada era lo que parecía. Menos los globos meteorológicos, que eran globos espías, supeditados a un proyecto secreto de espiar a la URSS llamado “Proyecto Mogul”. Pero esto se supo casi medio siglo después, cuando el secreto tuvo que ser revelado porque mantenerlo era ya una tontería. De manera que en Nuevo México, y en Roswell, que por entonces tenía veinticinco mil habitantes, empezaron a mezclarse los temores y las incertezas de la Guerra Fría, los planes secretos del gobierno de Estados Unidos, los testigos que perseguían la gloria, al menos la fama, las editoriales deseosas de vender ejemplares de diarios, libros y revistas, las ansias de creer de mucha gente y, ya por los años 70, un creciente interés por el fenómeno OVNI.
En Roswell todo quedó en el globo meteorológico pese a que, siete meses después del incidente, el 7 de enero de 1948, el capitán Thomas Mantell, de la guardia nacional de Kentucky, se mató a bordo de su P-51 Mustang por lo que parecía ser “un plato volador”. Dijo Mantell a la torre de control cuando volaba a cuatro mil quinientos metros de altura: “Parece metálico, o el reflejo de la luz del Sol en un objeto metálico. Y es de un tamaño tremendo…” Después se elevó en su persecución a nueve mil metros, se desmayó por la falta de oxígeno y cayó en picada. Para la entonces naciente “ovnilogía” Mantell es el primero de sus mártires. Pero el capitán en realidad perseguía sin saberlo a un globo, otro, del proyecto Skyhook que estudiaba los rayos cósmicos, un programa secreto, otro, de la marina de Estados Unidos. Eran unos globazos de ciento ochenta metros de alto por treinta de ancho que podían ascender hasta los dieciocho mil metros.
Recién en 1978 el caso Roswell volvió a la vida. Lo despertó los investigadores Stanton Friedman y William Moore. Friedman era un físico cautivado por el fenómeno ovni y uno de los primeros en arriesgar que lo de Roswell había sido el choque de una nave extraterrestre contra la Tierra. En concreto, dijo que lo que había caído en la granja de Brazel era “un vehículo electrodinámico propulsado por materia interestelar, correspondiente al sistema binario de estrellas Zeta Reticuli, a treinta y nueve años luz de la Tierra, que es muy lejos. El aparato, explicó Friedman, había sido derribado por un rayo. Él y su colega Moore afirmaron que Estados Unidos tenía en su poder la nave extraterrestre hallada en Nuevo México y los cuerpos de sus tripulantes.
Así fue como Roswell saltó a la fama en forma definitiva. En realidad, jamás se habían acallado del todo las versiones que afirmaban que lo que había caído en el rancho de Brazel era una; y los rumores y cuchicheos sobre la captura de extraterrestres eran cada vez mayores, tanto, que habían logrado invertir la carga de la prueba. Lo incomprobable era la verdad, mientras que lo que se proclamaba como verdad era sólo parte de un complot de ocultamiento y secreto. La ecuación, un símbolo del uso exitoso de la propaganda como un medio de convicción, se centraba en una frase: ¿Por qué el gobierno de Estados Unidos quería ocultar la verdad?
La industria del turismo también hizo lo suyo. Roswell se convirtió en una meca de los ufólogos y de los mercachifles. Para colmo, en aquellos años saltó a la luz la existencia del “Área 51″, un destacamento remoto y misterioso, oculto y silenciado, controlado por la Base Edwards, al sur del estado de Nevada y a unos ciento treinta kilómetros de Las Vegas. En eso andaba metida la CIA que aconsejaba llamar al “Área 51″ como “Campo de pruebas y de Entrenamiento de Nevada” Se trataba, decía y dice la historia oficial, de un campo de pruebas de aviones experimentales y armas secretas, de proyectos no reconocidos de manera oficial por los gobiernos de Estados Unidos y pan con miel para las teorías conspirativas. ¿No estarían allí la nave y los extraterrestres de Roswell? Los comunes mortales no podían ni acercarse al Área 51 y recién en 2013, a través de la ley de libertad de información FOIA (Freedom of Information Act) admitió la existencia del Área 51 que probablemente haya estado en funciones desde los agitados años 50. Los teóricos de la conspiración llevaban razón: había algo muy secreto. Y si había algo muy secreto, todo era secreto.
Los años 80 fueron pródigos para la fama universal de Roswell, para su inesperado acercamiento al mundo del misterio, de los ovnis y de todo lo que los gobiernos pretenden ocultar. En especial, fueron pródigos para el universo de los complots y para reafirmar la proclamada vida extraterrestre que se empeñaba en contactar a los emperrados habitantes de este planeta, que todo lo negaban. En 1978, el talentoso Steven Spielberg había estrenado “Encuentros cercanos del tercer tipo” que parecía intentar preparar a los habitantes de la Tierra, dicho sea de paso con la excepcional música de John Williams, para lo inevitable: recibir en brazos a una inteligencia extraterrestre superior, adelantada y pacífica. Spielberg la iba a completar en 1982 con el entrañable “ET”, su dedo extraordinario y su enorme corazón que conquistaba a la pandilla de Elliot, protagonizado por Henry Thomas que hoy carga cincuenta y una castañas sobre los hombros.
En 1980, Charles Berlitz y su colega, William Moore publicaron un libro fundacional: “The Roswell incident”. Berlitz, nieto del fundador de las academias Berlitz de idiomas, ya había ganado su fama, y millones, con su teoría sobre “El Triángulo de las Bermudas”, así se llamó la obra, que alertaba sobre una zona del Caribe que lo engullía todo: aviones, barcos y lo que pasara cerca, gracias a un poderoso y enorme anillo, o círculo o algo magnético que desorientaba a los radares, confundía a las brújulas y maltrataba los instrumentos de navegación hasta mandarlo todo al fondo del mar. Fueron Berlitz y Moore quienes dijeron haber hablado con testigos del incidente en Roswell, treinta y tres años después de ocurrido, y quienes instalaron la teoría que afirmaba que lo que era un globo para los militares, que lo querían ocultar todo, eran en realidad restos de una nave extraterrestre.
El astronauta de la Apolo XIV, Edgar Mitchell, también dijo muchas veces que el de Roswell había sido un incidente con extraterrestres y que él mismo podía dar crédito porque lo había conversado varias veces con funcionarios de alto nivel de diferentes gobiernos estadounidenses. Textual de Mitchell: “He visto los expedientes secretos OVNI y no hay duda de que hubo contacto con extraterrestres”. Mitchell estaba convencido de que existía una organización científico militar, paralela e independiente al gobierno de Estados Unidos, que llevaba adelante experimentos con extraterrestres, ultra secretos, con resultados, éxitos y fracasos, que no pueden ser revelados. Murió en 2016 sin dar ninguna evidencia sobre sus afirmaciones.
¿Funcionaban así las cosas en el verano de 1947? La pregunta y su respuesta eran retóricas: todo agigantaba el mito de la verdad no revelada. ¿Y los cadáveres de los alienígenas? ¿Los pequeños monstruos de cabeza de pera y ojos hendidos y rasgados que decían haber visto los testigos? Finalmente, en 1994 la Oficina de Responsabilidad Gubernamental (GAO) de Estados Unidos, abrió por fin una investigación sobre el cachivache que cayó el 2 de julio de 1947 en el rancho de Mac Brazel. Lo hizo a pedido del Congreso. El resultado está escrito en dos informes de la Fuerza Aérea en el que los militares admiten, primero, que el objeto que cayó del cielo era sí un globo, pero no meteorológico como sí había dicho Ramey, el héroe de Corea: era el Globo Número 4 del Proyecto Mogul, un programa destinado a detectar ondas sonoras de una eventual prueba atómica soviética. Lo habían lanzado desde Alamogordo, donde Estados Unidos llevó adelante su programa atómico, a unos ciento cincuenta kilómetros al oeste de Roswell. Y lo habían lanzado el 4 de junio. No el 2, que es cuando se dijo que había caído. Si lo lanzaron el 4 y cayó, el dato coincide con la denuncia de Brazel ante el sheriff del condado de Chaves, hecha el 5 de junio.
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El segundo informe de la Fuerza Aérea es de 1997 y puso la mira en los “cadáveres de los alienígenas”, que habían hecho furor en la historia narrada por Berlitz y por Moore en su libro. Los militares americanos revelaron que entre 1953 y 1959, habían lanzado sobre Nuevo México cientos de maniquíes antropomorfos destinados a probar paracaídas aptos para grandes altitudes. Si los ufólogos y algunos testigos aprovechados no lo habían inventado todo, años después de la caída del globo espía en lo de Brazel se habían descubierto los maniquíes en el desierto y la gente los habían asociado, acaso de modo involuntario y con un salto en los años, a la caída del plato volador en Roswell. Duro de creer, pero era la versión oficial. Pero, por supuesto, cada ratificación de la historia oficial, no hacía más que ensanchar, enriquecer y difundir las teorías conspirativas. Porque esto tiene de bueno la historia: lo probable ni es verdad, ni es entretenido; en cambio lo que imaginamos oculto es sensacional, y factible. La trampa, bella en sí misma, estuvo sostenida durante dos décadas al menos por series de televisión, programas dedicados a los ovnis y congresos mundiales sobre avistajes extraterrestres y abducciones.
Además, había fotos de la autopsia a un extraterrestre. O la supuesta autopsia a un supuesto extraterrestre. Dieron la vuelta al mundo y volvieron a poner a Roswell en el centro de la escena. Todo era falso. En 1995 un experto británico en efectos especiales para cine, John Humphreys fabricó unos muñecotes cabezudos y muy feos, parecidos pero sin el encanto de ET, y los usó para filmar, en blanco y negro, una película supuestamente antigua en la que se mostraba a un extraterrestre, acaso sobreviviente de la caída del plato volador en Roswell, bajo el bisturí de un cirujano. El cirujano era Humphreys disfrazado, que poco después de filmar el engaño se deshizo de los monigotes en los tachos de basura de Londres. La falsa película reportó algunos millones a sus productores, ha de haber gente pa´todo, dice Serrat, pero todo era tan falso y tan evidente para forenses, historiadores e investigadores serios, que ese mismo año 95 la serie “Expediente X” lo calificó de “burdo montaje”. Igual, Humphrey se tomó hasta 2006 para admitir su trampa.
En 2007 la historia pegó otra vuelta de carnero y la tesis de la visita extraterrestre de 1947, involuntaria si se quiere pero visita al fin, fue reafirmada. En diciembre de 2005, el teniente Walter Haut, que había sido el joven oficial de prensa y relaciones públicas del Grupo de Bombarderos 509, encargado de dar a publicidad el primer informe oficial sobre el incidente, dejó en su lecho de muerte un texto para ser abierto cuando él ya no estuviera en este mundo. Nadie miente en su lecho de muerte. O al menos así debería ser. El documento fue abierto en 2007 y dado a conocer por “The Mirror”.
En síntesis, Haut había dejado escrito que lo del globo meteorológico o espía de Roswell había sido falsa, una “tapadera”; que lo que en verdad habían encontrado las autoridades estaba almacenado en un hangar de la base, muy conocido como “Edificio 84″; dejó escrito también que él había visto restos de un plato volador y cuerpos de extraterrestres; que en la base le habían dicho que se había estrellado un ovni y que habían recuperado un pequeño cadáver. El documento describía una reunión del general Ramey con el comandante de la base, coronel William Blanchard, en la que examinaron parte de los restos sin poder identificar al material con el que estaban hechos; que había sido hallado un segundo sitio con escombros y que la Fuerza Aérea había intentado rastrear las dos zonas para hallar más restos, sin éxito.
Haut detalló en su documento, a ser leído post mortem, lo que había visto: un objeto metálico con forma de huevo que medía entre tres y cuatro metros y medio de largo, alrededor de dos metros de ancho, sin ventanillas, alas, cola o tren de aterrizaje; suponía que eran restos de una nave; en el piso del Edificio 84 había visto dos cuerpos, parcialmente cubiertos, pequeños, de alrededor de un metro veinte de alto. “Estoy convencido de que lo que observé personalmente fue algún tipo de nave y su tripulación del espacio exterior” decía su testimonio según The Mirror. Durante toda su vida, desde 1947 en adelante, Haut había restado importancia a cualquier tipo de teoría sobre vida extraterrestre.
También habló, hace muy poco, un ex oficial de inteligencia de Estados Unidos, David Grusch, que durante años dirigió el departamento de Análisis de Fenómenos Aéreos Inexplicables. Sin hablar de Roswell, ni de ningún otro incidente parecido, Grusch reveló que Estados Unidos tiene en su poder vehículos “de origen no humano”. Relató a “The Debrief”, un sitial especializado en ciencia, tecnología y defensa, que él mismo entregó información reservada al Congreso y que por eso debió renunciar a su cargo en abril de este año. Grusch tiene treinta y seis años, es un ex oficial de combate en Afganistán, veterano de la Agencia Nacional de Inteligencia Geoespacial y de la Oficina Nacional de Reconocimiento. Denunció al Congreso americano, sus palabras fueron reproducidas por The Guardian, Fox News y The Independent, por retener de manera ilegal los datos sobre naves extraterrestres. “Los datos apuntan, bastante empíricamente, a que no estamos solos”. Eso es empirismo.
Según Grusch, el gobierno y las empresas contratistas de defensa han recuperado durante décadas fragmentos de naves “no humanas”, en algunos casos enteros y en otros en partes: “El material incluye vehículos intactos y parcialmente intactos.” Grusch habló después de que, en 2021, el Pentágono diera a luz un informe sobre “fenómenos aéreos inexplicables”, que es el nuevo nombre que antes les daban a los UFOS u ovnis.
El año pasado y en 2023 se filtraron algunas dramáticas filmaciones desde la cabina de aviones de guerra, que mostraban a objetos voladores raudos y veloces, que cambiaban de rumbo con asombrosa facilidad, o se detenían casi en el espacio para volver a volar a altas velocidades en cuestión de milisegundos. Según los expertos, eso habla de tecnología no humana, extraterrestre o de origen desconocido.
Nada de todo esto tiene que ver con Roswell. Pero acrecienta su fama de ciudad pionera en encuentros con extraterrestres. Que se sepa, un incidente como el de Roswell no volvió a ocurrir. Los testimonios como el de Grusch dicen que sí ocurrieron, pero no fueron revelados. El misterio hace más dulces las acritudes de la vida. Si no hubo nunca contacto alguno con extraterrestres y jamás cayó a Tierra alguna nave no humana; si lo que se vio y está filmado desde las cabinas de aviones de guerra es nada, un juego de luces, algunos reflejos del sol tardío en la noche universal, o una aurora boreal de un planeta no descubierto todavía, o el fragmento de piel de un territorio que ya murió, que ya no existe, a quien se tragó un agujero negro y que ha dejado vagar ese último testimonio de su existencia en la gran pradera de esta galaxia; si todo es nada, el misterio será misterio hasta que la razón se imponga a la fe.
En cambio, si todo es cierto y no estamos solos como dicen algunos expertos y algunos funcionarios que han transitado los pasillos secretos de los secretos más grandes; si todo es como dicen quienes han abierto las puertas que siguen cerradas, impenetrables, la verdad alguna vez saldrá a la luz. Entonces habrá que reformar el concepto de inteligencia extraterrestre porque lo que muestran las evidencias es que los tipos de otros mundos andan, que se sepa desde 1947, a las chambonadas por el Universo, y chocan a los planetas, se supone que la Tierra no es el único contra el que se dan de narices, como en un gigantesco parque de diversiones estelar, y se dejan capturar como chorlitos, mueren como moscas en un vuelo en apariencia sin rumbo y sin destino, y dejan sembrado de cadáveres los inasibles territorios de la galaxia, entre ellos, y casi con exclusividad, el de Estados Unidos y sus llanuras casi desérticas.
En Roswell reciben a curiosos y turistas con los brazos abiertos: algunos de sus productos de repostería tienen forma de platos voladores, las farolas de alumbrado están coronadas por una cabeza de alienígena; allí celebran una vez al año un “Festival UFO”; un museo abre sus puertas a diario y en él los turistas pueden fotografiarse frente a la recreación de un extraterrestre, boca arriba en una camilla, con un cirujano a su lado: la exaltación de lo falso. El museo fue dirigido durante muchos años por el teniente Walter Haut, aquel que dejó un escrito para ser leído a su muerte en el que decía que la verdad, era mentira.
Decenas de tiendas venden miles de objetos relacionados con lo extraterrestre y un cartel señala el “UFO Crash Site”, el sitio oficial donde se estrelló el cachivache hace setenta y seis años. Por un precio módico, diez o quince dólares, el turista puede comprar una bolsa con piedras del rancho de Brazel. Y por cincuenta dólares pagados a una empresa turística, es posible dormir a la intemperie en el sitio donde los alienígenas posaron sus pies. De algo hay que vivir.
Mientras, en Nuevo México, también hoy caen cosas del cielo: bendiciones, lluvias, rayos de sol, de luna, días azules, noches espesas: lo normal. A menudo, algo brilla en el cielo. Nadie se hace ilusiones: los aliens pueden ser chambones, pero no se estrellan dos veces en el mismo sitio. Puede que ese brillo fugaz sea el de una estrella fugaz que murió hace miles de años y se despide por fin del Universo.
Eso, o es un guiño de Dios a los habitantes de Roswell.
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