“Estoy nerviosa”, dice Candelaria, y transpira, y se frota las manos, y exhala tan fuerte que en el micrófono se siente como el viento. Acaba de terminar un libro sobre su propia historia con el que rompió el secreto familiar del que fue protagonista, y hoy -el mediodía de un día de otro invierno con sol, a sus 41 años- va a contarlo con su voz por primera vez.
Quién fue, cómo lo descubrió: eso es lo que está por empezar a enhebrar en el estudio de Infobae. La historia de una mujer que, cuando tenía 17 años y mientras se preparaba para salir con sus amigas, abrió el cuarto cajón del escritorio de algarrobo de su papá y encontró una carpeta verde: la carpeta donde se guardaba el secreto.
Con un sticker de los que se usan para etiquetar la comida en el freezer su mamá había escrito en mayúsculas: MARIA CANDELARIA, SALUD. Adentro, había un resumen de su historia clínica.
En una de las páginas decía que tras su nacimiento le habían revisado los genitales y anotado: “Varón de 4,200 kg. sin testículos descendidos”. Su partida de nacimiento, en la hoja siguiente, decía qué nombre le habían puesto sus padres a ese niño, el cuarto varón de la familia: Esteban Schamun.
Después, explicaba el error: una enfermedad llamada “hiperplasia suprarrenal congénita perdedora de sal” había alterado sus genitales externos. Tenía 36 días de vida y ya había sido oficialmente bautizado como Esteban cuando a sus padres les dijeron: “Su hijo no es varón, es una niña”.
Una niña con un clítoris más grande que lo habitual - “3,5 cm. de largo por 2 cm. de espesor”, contó ella en el libro-, al que habían confundido con un pene. Una niña que no tenía vagina ni canal vaginal, por eso habían dicho con semejante certeza “varón”.
Llamaron a eso “malformación”, una “anomalía” que había que corregir inmediatamente, y a sus padres les dieron instrucciones de hacer lo que se hacía en los 80 (y se siguió haciendo): una cirugía para mutilar el clítoris primero; otras después, para cavar hasta formar una vagina “como corresponde”.
Ese que fui
María Candelaria Schamun es -al menos originalmente- periodista. Trabajó en el diario Crítica, en Clarín, escribió un libro sobre el caso Candela, fue cronista de policiales todoterreno en C5N. Hace un tiempo, sin embargo, tomó distancia del caos de la ciudad y se mudó a un pequeño pueblo llamado Sauce, donde viven sólo 1.000 personas. Ahora convive con gallinas, gallos, chanchos, produce alimentos a base de plantas, pone leña en la salamandra, duerme con ese crepitar.
Era la distancia que necesitaba para terminar el libro, la física y la emocional, y para poder contar su historia no desde el lugar de víctima, no desde el desgarro, sino amorosamente, para poder por fin vivir más tranquila, más liviana, para dejar a un lado el peso insoportable del silencio. El libro se llama “Ese que fui” (Sudamericana) y es bello, atrapante, y conmovedor, todo en simultáneo.
“Cuando nací en la puerta de la habitación pusieron un cartelito celeste que decía ‘bienvenido Esteban’”, arranca ahora frente a Infobae. Lo bautizaron cinco días después. Sus padres, sin embargo, notaron que algo no andaba bien.
“Tomaba la teta y vomitaba todo, empecé a perder peso abruptamente, tenía ojeras. La fontanela, que es la parte blanda de arriba de la cabeza, se me empezó a hundir”. Su mamá, que en ese entonces era una mujer de 40 años, la llevó al hospital de niños Sor María Ludovica de La Plata, donde vivían, aterrorizada.
El resultado de los análisis la aterró todavía más: su bebé tenía un desequilibrio metabólico incompatible con la vida.
“Vení urgente, Esteban se nos muere”, le gritó por teléfono a su marido.
“Cuando les dieron el diagnóstico les dijeron cuál era la enfermedad y cómo me había alterado los genitales externos. Y que había dos cosas que tenían que hacer con la misma urgencia. Una era medicarme de por vida, si no me moría. La otra era operarme de lo que llamaron ‘la malformación’”, sigue, y vuelve a exhalar, vuelve el viento.
“Esa malformación -repite y hace comillas con los dedos- era: el tamaño de mi clítoris no estaba dentro de los cánones de la normalidad médica. Era más grande, y lo confundieron con un pene. Entonces lo que había que hacer era corregir eso que estaba mal. ¿Qué pasó entonces? A los tres meses de vida me mutilaron el clítoris”.
La cirugía que le hicieron -la primera- se llama clitoridectomía y lo que se buscó fue acortar el clítoris, achicarlo, “adecuarlo a la normalidad”.
“Cuando entré al quirófano me llamaban Esteban, cuando salí era María Candelaria”, escribió.
Hubo una segunda cirugía cuando era una beba de nueve meses, “en la que me hicieron el primer abocamiento, es decir: me hicieron un canal vaginal a fuerza de bisturí”.
Hubo tres operaciones más, una de ellas, para hacerle un canal vaginal todavía más profundo: una intervención que le exigió a la Candelaria adolescente dejarse puesto durante un tiempo un dildo -lo que vulgarmente llamamos “consolador”- para que el hueco no se cerrara.
“Mediante una vaginoplastia me construyeron la vagina. Cortaron, cosieron, eliminaron los sobrantes y formaron los labios menores, labioplastia”, escribió. Tenía 13 años cuando eso sucedió.
Todo fue acompañado de silencio, porque el terror de sus padres -más que nada de su mamá, porque su papá murió cuando ella tenía 12-, era que el mundo la viera como “un fenómeno”, que el periodista José de Zer fuera buscarla y “su caso” saliera en el noticiero, que retrataran su cuerpo con lentes de aumento, como al de un animal incomprensible.
“La última cirugía fue cuando tenía 17 años. Hoy pienso: ¿Cómo una chica de 17 años no hace ninguna pregunta? ‘¿Qué tengo?, ¿por qué tomo tantos remedios?, ¿de qué me van a operar?, ¿por qué tengo que mentirle a mis compañeras y decirles que me voy de vacaciones?’. Mi hipótesis es que uno no pregunta si cree que no es capaz de soportar la respuesta. Entonces yo no preguntaba, yo ponía el cuerpo”.
Fue a los 17 que descubrió la carpeta verde. Así escribió sobre ese día:
“Escondo la carpeta debajo del colchón. Afuera hace un calor infernal, pero estoy helada, uso dos frazadas para taparme y en posición fetal lloro (...) Abandono la cama, abro la ducha y me acurruco bajo el chorro de agua. Con el jabón recorro los brazos, las piernas, la cara, como un asesino que intenta sacarse la sangre de su víctima. Me siento sucia. Maldigo a mi madre, ojalá te mueras; a mi padre, qué suerte que estás muerto. Maldigo mi propia existencia, soy un asco, un engendro. Como puedo salgo de la bañera. Desnuda, mojada, me paro frente al espejo, me pego cachetadas, las cachetadas se convierten en trompadas. Un hilo de sangre brota de la nariz, la desparramo por toda la cara. Agarro el vestido tornasolado y con una tijera lo corto. Esta mierda te la vas a poner vos”.
Esa combinación atípica de características sexuales que tenía es una de las formas de lo que se conoce como “intersexualidad”. Nada de eso define la orientación sexual de una persona, tampoco la identidad de género, pero todo eso Candelaria lo supo 20 años después, mientras investigaba sobre su propia historia.
Aún con la carpeta en la mano no pudo preguntar ni ponerle palabras pero durante los años que siguieron su cuerpo habló a los gritos: anginas con pus, ataques de pánico, hasta planificó cómo matarse.
Fue una psicóloga, cuando Candelaria ya era una adulta desconcertada, quien la ayudó a entender.
“Estás transitando un shock postraumático comparado al shock que sufren los soldados cuando regresan de una guerra. La mutilación genital es considerada una tortura. Te torturaron”, le dijo.
“Es que la mutilación genital -sigue ella ahora- está catalogada por la Organización Mundial de la Salud como una forma de tortura contra niñas y niños. Yo sigo acarreando en mi cuerpo esas heridas, porque me cuesta mucho quedar desnuda ante una persona, me cuesta mucho que me toquen, me cuesta mucho tener un sexo que… yo por mucho tiempo la palabra que usaba era que me habían abusado. ¿Por qué? Porque no había podido elegir sobre mi cuerpo”.
Así lo contó en el libro: “Tuve períodos en los que no quería que me tocaran. Las ginecólogas evitaban hacerme un Papanicolau, quizás por miedo a romper algo o por pura impericia. Cuando veía disfrutar a la otra persona me resultaba imposible imaginar cómo sería gozar. Puedo contar la cantidad de orgasmos que tuve en mi vida”.
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“Una vez le dije a mi terapeuta: ‘Siento que me abusaron y que no le puedo reclamar a nadie, porque el abuso sucedió en un hospital, fue legal, bajo el consentimiento de mis padres. Entonces, ¿a quién le puedo reclamar? A nadie’”.
“Siento que me violaron sistemáticamente”, escribió. “Y hablo también de las fotos que sospecho que me han sacado para hacer un registro. A mí nadie me pidió permiso para sacarme una foto. Nadie me pidió permiso para hacerme una mutilación genital irreversible para la que no había ninguna urgencia”, sostiene y se interrumpe.
“Igual yo trato de poner en contexto lo que me pasó, sino todos parecen ‘los malvados’ de la película. Hace 40 años era así, hoy en muchos hospitales infantiles de referencia hay protocolos para que se incluya a los niños y niñas en las decisiones sobre sus cuerpo que no tienen retorno”.
A Candelaria, como a muchas otras personas intersex de su edad la “mutilaron por estética. No me mutilaron porque había una necesidad, no fue por algo funcional. Presumieron que si yo era mujer entonces quería ser heterosexual, quería ser penetrada, presumieron que yo quería tener hijos, que yo quería ser ‘una mujer hecha y derecha’”.
Ella, de hecho, es lesbiana, y allá en el campo vive con su novia. No tiene hijos.
Renacer
Candelaria empezó a escribir lo que le salió a los 17 y pasó muchos de los años que siguieron furiosa con mamá. Como su papá había muerto, cargó las armas especialmente contra ella.
Primero la increpó por haberla sometido al silencio pero igual, de a poco -periodista- le fue preguntando todo lo que ahora sabe. Lo que le contaron durante la investigación sus primas, primos, tías y todos los que habían visto a esa mujer deambular con su bebita para tratar de preservarla fue cambiando la forma en que Candelaria siempre había visto a su mamá.
“Creo que las vidas de mis viejos se frenaron un poco cuando yo nací. Tuvieron que aprender primero a sostener mi vida y después a hacer todo, absolutamente todo lo que los médicos les dijeron que era lo mejor para mí”, piensa.
Sus padres -ella era psicopedagoga, él empleado en el Banco Provincia- fueron a la Justicia porque no querían “un remiendo”: no querían que la partida de nacimiento tuviera un Esteban tachado y un Candelaria al lado, como una corrección.
No querían que Candelaria pasara la vida obligada a explicar el error ajeno.
“Y para lograr eso me hicieron inspecciones judiciales desnuda, parte por parte de mi cuerpo, como una especie de autopsia en vida. Me apretaban la panza a ver si los testículos bajaban, yo era bebé, lloraba de dolor y mi mamá al lado, sin saber qué hacer, rezando para que terminara rápido”, cuenta emocionada.
“Hoy la imagino ahí conmigo y lo único que quiero hacer es abrazarla. Lo veo a mi papá y lo único que quiero hacer es abrazarlo. Los veo entrando a Tribunales en plena dictadura con un nenito en brazos y mi viejo diciendo ‘pero es una nena’ y bueno… ahora entiendo que no escondieron lo que escondieron por malicia sino para cuidarme”.
El Alzheimer fue, rápidamente, esmerilando los últimos recuerdos que su mamá conservaba. Sobre el final estaba perdida, ya casi no reconocía a su hija, a veces la confundía con un varón.
Candelaria siguió escribiendo, ordenando, con la tranquilidad de que cuando revelara el secreto familiar su mamá no iba a estar en condiciones de enterarse.
“Al principio no quería que supiera. Era como que los iba a descubrir”, confiesa. “Pero eso cambió. Yo me metí en esta historia para poder salir y tener una vida más tranquila, y para sacarle a mi viejo y a mi vieja, donde sea que estén, el peso del silencio. Se la regalo a ellos, si hoy los tuviera acá sólo les diría ‘gracias’”.
Su mamá murió en diciembre, seis meses antes de la publicación.
Ya hace un tiempo que Candelaria no se siente un fenómeno. Ya hace un tiempo que el nombre “Esteban” dejó de causarle escozor. Ya hace un tiempo dejó de luchar contra ese que fue.
“Aprendí que no tenía por qué esconderlo, porque Esteban también me acompaña, me constituye. Soy yo, pero también soy él”, se despide, exhala liviana, sonríe.
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