Fue una actriz legendaria de la historia del cine -la que ganó más premios Oscar, cuatro, en el rol protagónico-, una mujer indomable, pionera del feminismo en Hollywood y un ser contradictorio, como todos. Katharine Hepburn murió el 29 de junio de 2003, a los 96 años, con su principal deseo cumplido: ser independiente en un ambiente que imponía (¿usamos el pasado?) la sumisión femenina. Quedó en la historia como un ícono artístico rebelde, agigantado por la época que le tocó vivir. Tal vez, sólo tal vez, su talón de Aquiles fue haber sido amante de Spencer Tracy durante 27 años, hasta la muerte de él, a los 67. Tracy -con el que protagonizó nueve películas- era casado, tenía dos hijos, uno de ellos sordo, y se consumió entre la culpa provocada por su conservadurismo religioso y su alcoholismo extremo, aunque también tenía fama de habitué de burdeles y golpeador de prostitutas. Hepburn, que no tuvo hijos, mitigó las tendencias autodestructivas de él y les dio la espalda a los rumores de que ambos eran homosexuales (rumores lanzados a modo de acusación, obvio).
Hepburn nació el 12 de mayo de 1907 en Hartford, capital del Estado de Connecticut. Segunda de seis hermanos, de familia progresista acomodada, su padre, Thomas Hepburn, era urólogo y amigo del escritor George Bernard Shaw; su madre, Katharine Houghton, era activista feminista. El matrimonio impulsaba con acciones distintos cambios sociales en los Estados Unidos: Thomas creó una institución que enseñaba a prevenir enfermedades venéreas; Katharine dirigió la Asociación de Sufragio Femenino de Connecticut e hizo campañas de divulgación de métodos anticonceptivos. Desde los ocho años, su hija la acompañó a manifestaciones en favor del voto femenino, aprobado en 1919 y ratificado en agosto de 1920.
La educación liberal -hablamos del plano social, no económico-, hizo que Kathie rompiera las convenciones sociales y los prejuicios morales desde pequeña. Quebraba, por ejemplo, el binarismo de género y los roles estancos: se hacía llamar Jimmy y se cortaba el pelo bien corto, como los varones de aquella época, con los que competía en destreza física. Practicaba natación y tenís. Se sentía afortunada por el padre y la madre que le habían tocado y por la educación que le daban. Pero aquella felicidad tenía fecha de vencimiento, 3 de abril de 1921.
Ese día, imborrable por lo espantoso, Kathie, de 13 años, encontró ahorcado a Thomas, su hermano preferido, de 15. Estaban de vacaciones en Nueva York, en la casa de una tía que el día anterior los había acompañado a ver una película muda. En el edificio de tres plantas de 26 Charlton Street, Greenwich Village, Katharine descubrió el cadáver de Tom colgado de una sábana cuyos bordes estaban atados al cuello de él y a una viga. Corrió a pedir ayuda y luego tuvo que avisarles a sus padres. Tom se había suicidado, como otros tres miembros de la familia, entre ellos su abuelo materno. Aunque los Hepburn sostuvieron, en el caso de Tom, que se había tratado de un accidente durante un juego border que el chico ya había practicado otras veces.
De camino al crematorio, Kathie vio llorar a su madre, una mujer estoica. “Nunca antes la había visto llorar. Y nunca volví a verla. Era fuerte. Había tenido que enfrentar dolores fuertes, como el suicidio de su padre y la muerte de su madre a los 34 años, de cáncer. Afrontó la responsabilidad de cuidar a sus dos hermanas. Si lloraba, lo hacía a solas”, dijo Hepburn, cuya personalidad cambió a partir de aquel día trágico. A una edad difícil, se volvió ermitaña, desconfiada, alejada del mundo exterior. Abandonó la Kingswood Oxford School y comenzó a estudiar con profesores privados. Durante muchos años, usó la fecha de cumpleaños de Tom, 8 de noviembre, como propia.
En 1924, impulsada por su madre, ganó una beca en el Bryn Mawr College. Le costó readaptarse a la vida social, en especial a la universitaria. Desafió las normas de la institución y fue suspendida varias veces por confrontar y por fumar en su cuarto. Pero había una actividad que le atraía especialmente: participar en obras de teatro de la institución. Los primeros elogios se los ganó con el papel principal en una producción independiente de “The Woman in the Moon”. Aunque estaba claro que se dedicaría a la actuación, en 1928 se graduó en Historia y Filosofía.
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Estrella distinta
Al día siguiente de haberse graduado, decidida a convertirse en actriz, viajó a Baltimore para reunirse con Edwin Knopf, director de una compañía de teatro con la que hizo un pequeño papel en “La Zarina”. Las críticas generales fueron buenas, aunque alguien la mencionó como “una chica nueva, de voz metálica, que parece un esqueleto”. Recordemos que el “ideal” físico femenino de la época era más bien curvilíneo. A Kate no le importaba. Sí coincidía con la cuestión de la voz: averiguó sobre un sitio en donde estudiar fonética y viajó a Nueva York, donde se instaló en la casa de Phelps Putnam, un amigo poeta y uno de sus primeros amores complicados.
Allá consiguió papeles menores en distintas obras teatrales y empezó un noviazgo con Ludlow Ogden Smith, un muchacho de familia aristocrática con el que se casó ese mismo año, 1928, y se separó en 1934, cuando el matrimonio se volvió incompatible con su carrera. Divorciados, siguieron siendo amigos e incluso mantuvieron la convivencia durante un tiempo: una sorpresa no del todo grata para los amantes de la joven actriz.
En 1932 le llegó la gran oportunidad de hacer cine. Hepburn se enteró de que George Cukor, realizador que solía sacar lo mejor de las actrices, buscaba a alguien para un papel en “Doble sacrificio”, en Los Ángeles. La actriz viajó hasta California en tren: llegó con un sombrero fuera de moda y los ojos irritados por virutas que habían entrado por la ventanilla. Al día siguiente se presentó en el casting con un parche estilo pirata. No sólo obtuvo aquel papel -por el que pidió ganar 1500 dólares a la semana, una miseria hoy, una fortuna para una actriz desconocida en los años 30- sino muchos otros. Su carrera tomó un ritmo vertiginoso; con su tercer filme, “Gloria de un día”, de Lowell Sherman, ganó su primer Oscar, nada menos que en el rubro “Actriz protagónica”. No fue a recibirlo, como no iría a las siguientes ceremonias en que estuviera nominada.
Katharine tenía 26 años y, con su metro setenta y dos, sus ojos azules y su pelo rojo, mutaba entre el glamour de diva y el “me visto como quiero y hago lo que se me canta”. Fumaba habanos, tomaba whisky con soda, nadaba en el mar en invierno, usaba pantalones, retrucaba con mucho filo y con poca diplomacia. Cukor explicó: “No se parecía a los años 30, sino a sí misma. Luego las chicas empezaron a imitarla, y la década se pareció ella”. Lo concreto era que Hepburn se instalaba en el firmamento hollywoodense como una estrella distinta, fulgurante e indómita, confrontativa con el machismo que regía las constelaciones de la época.
No sólo encandilaba a los espectadores sino a los popes del cine. John Ford, uno de los más grandes directores de todos los tiempos, quien la dirigió en “María Estuardo”, fue uno de sus amantes: durante esa relación, tan secreta como turbulenta, el realizador pensó en abandonar a su esposa Mary, con la que finalmente estuvo hasta su muerte. Katharine, que durante el rodaje de “María Estuardo” le hizo tantas marcaciones que Ford terminó pidiéndole que dirigiera ella, lo abandonó por Howard Hughes. El magnate y realizador, fanático de la aviación, quiso deslumbrarla aterrizando con su avioneta en un campo de golf en donde estaba ella. Hepburn, inmune a esas ostetantaciones supuestamente viriles, fue al grano: lo invitó a compartir sexo y emociones fuertes, sin papeles firmados. Hasta que también se cansó de Hughes e inició otra relación, clandestina y para toda la vida. Para toda la vida de él, porque murió mucho antes que ella.
Amantes eternos
A comienzos de los 40, la actriz-estrella fue convocada para el protagónico de “La mujer del año”, comedia dramática romántica de George Stevens. El productor Joe Mankiewicz, le presentó al protagonista masculino, el galán Spencer Tracy. Ambos eran estrellas de la Metro Goldwyn Mayer, pero aún no habían trabajado juntos. El primer intercambio fue a pura estocada dialéctica. “Señor Tracy, usted no es tan alto como esperaba”, lanzó ella. “No te preocupes, Kate: Spencer, con su talento, te rebajará a su altura”, contraatacó Mankiewicz (frase que, ya verán, iba a ser profética, aunque no por el talento de Tracy). El actor clavó una frase tan desubicada como poco ingeniosa: “Usted, señorita Hepburn, tiene las uñas un poco sucias”.
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No sólo compartieron ese rodaje: se convirtieron en pareja ficcional y real, aunque en este último caso pareja clandestina (y no tanto). La relación entre Hepburn y Tracy fue una de las más explosivas, prohibidas y duraderas de la historia de Hollywood. Él, casado desde 1923 con Louise Ten Broeck, conservador, católico practicante, estaba acostumbrado a las mujeres dóciles y a las actrices que le rendían pleitesía. Ella, a imponerse en los sets -llegó a escupirle la cara a Mankiewicz- y temida por sus colegas y periodistas, en especial hombres. Había sido apodada “La arrogante”. Le importaba cero, como los rumores de que también tenía sexo con mujeres. Alguna vez declaró un genérico “así soy”, y punto.
En la intimidad, Tracy se mostraba débil, incapaz de ponerle fin a su matrimonio, abrumado ante la idea de dejar el hogar en el que convivía con su hijo sordo. El alcohol era su modo de evasión y su camino hacia el infierno íntimo. Hepburn -en un rol de amante/enfermera- trataba de ayudarlo, aunque terminó arrastrada por las borracheras de él, que lo llevaron a las fronteras del delirium tremens. Finalmente, el triángulo se asentó, acaso con el consentimiento mutuo de las partes. Katharine -que jamás convivió con Tracy ni evaluó tener hijos- y Louise -la esposa que aceptó la infidelidad para no perder a su marido- jamás se cruzaron, pero cada una era consciente de que el actor no dejaría a la otra. “Si lo hubiera dejado, los dos habríamos sido desgraciados”, reconoció la actriz. “No hay fórmulas para amar, cada pareja tiene sus reglas”, le decía él, para mantener el triángulo.
Con momentos de éxtasis y otros de pena, Hepburn y Tracy fueron amantes durante casi tres décadas. Sus encuentros siempre fueron clandestinos y jamás se presentaron juntos en público, salvo para actuar -obvio- o por eventos de promoción de películas. Es interesante lo que contó Cukor sobre una fantasía que le reveló Tracy: desde antes de conocer a Hepburn, se imaginaba trabajando con ella en “Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, adaptación de la obra de Stevenson. Deseaba que ella interpretara a la novia casta del médico y también a la prostituta a la que Hyde degradaba y envilecía. Cualquier parecido con aquellos hombres que aplican la -¿antigua?- dualidad madre/puta en el ámbito de la pareja no es pura coincidencia.
Al margen de la pasión carnal, la pasión cinematográfica quedó bien plasmada en los duelos interpretativos de los nueve filmes que protagonizaron juntos, algunos de cuyos títulos parecen sugerir ciertos aspectos de la realidad de la pareja: “La mujer del año”, “La llama sagrada”, “Sin amor”, “Mar de hierba”, “El estado de la Unión”, “Su otra esposa”, “La costilla de Adán”, “Pat y Mike” y “Adivina quién viene esta noche”. Apenas terminó el rodaje de esta última, Tracy ya estaba destruido por el alcohol y los problemas cardíacos. Katharine lo internó y, cuando el final era inevitable, le dejó paso a la familia de él y se retiró de escena. Tracy murió el 10 de junio de 1967. Hepburn evitó ir al funeral. Iba a sobrevivirlo durante 36 años, sin olvidarlo del todo.
Hace exactamente dos décadas, Hepburn abandonó este mundo sin quejas ni arrepentimientos ni alardes de haberse adelantado a su época ni deseos de venganza (Ford, por ejemplo, llegó a decirle: “Sos una chica estupenda. Si tan solo aprendieras a callarte y a arrodillarte, probablemente serías una buena esposa para alguien”). Había brillado en protagónicos con sex symbols masculinos como Humprhey Bogart (imposible olvidarlos en “La reina africana”, de John Huston), John Wayne, Clark Gable, Cary Grant y, por supuesto, Spencer Tracy. Ninguno de ellos la opacó jamás; ella no lo habría permitido. Murió con sus deseos cumplidos: ser independiente, honesta consigo misma, no darle cuenta de nada a nadie. “No sé si Dios existe, pero él no puede hacer todo el trabajo. Una tiene que tomar sus propias decisiones”, fue una de sus frases preferidas. Y así vivió y, tal vez, murió: por decisión propia y a su manera, cuando se acercaba a los cien, intensos años.
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