—Bueno… yo veo todo perfecto. De lo que habría que hacer un seguimiento es de por qué esa nuca aparece inmediatamente aumentada.
—¿Cómo? ¿Y eso qué significa?
—Bueno, no sabemos… Hay que ver…
Eliana, la ecógrafa, había tomado la medida doscientas veces. Como si alojara la esperanza de que fuera un error. Como si no quisiera decirnos lo que tenía que decirnos.
—El valor aumentado de la nuca, en general, puede tener que ver con algunos síndromes… pero quédense tranquilos —se apuró— tienen un examen genético previo que dio bien entonces también puede que no sea nada.
Es 10 de abril. Llevo 12 semanas de embarazo. Un embarazo muy deseado, planeado, que llegó más rápido de lo que pensábamos. Estoy acostada en una camilla con la remera levantada, el pantalón bajo a la altura del pubis. Miro en una pantalla a mi segundo hijo gestándose en mi vientre. Esperaba, ya algo ansiosa, el “Está todo bien, chicos”, para poder irnos. Sentía que se estaba demorando más de la cuenta. Qué pasa.
—¿Entonces qué puede ser? ¿Qué es la nuca aumentada? ¿Cuán aumentada? ¿Qué significa?
—Bueno, la medí varias veces y me da 3.3. Está tres puntos más arriba del límite. La nunca aumentada es un indicador que está asociado a muchas cosas, como algunas trisomías, malformaciones o cardiopatías, displasias esqueléticas…. Pero también puede no ser nada de nada. Y con un genético previo que dio bien, como el que tienen ustedes —repitió— , yo no me asustaría. Haría un seguimiento más detallado, pero no quiero que se vayan así… Hay que esperar que esté el laboratorio y cruzar las variables a ver qué dice el informe final, recuerden que este es un análisis probabilístico, estadísti..., no es diagnósti....
Nada.
Ya no puedo escuchar nada.
Muevo la cabeza. Asiento en modo automático. No me entran sus explicaciones. Sus intentos por tranquilizarnos. Estoy aturdida. Necesito procesar. ¿Qué es esto? ¿Riesgo de qué? ¿Qué carajo nos dijo? El genético dio perfecto. ¿Qué síndromes? ¿Qué malformaciones?
Mientras caminamos casi por inercia por los pasillos del lugar donde hacemos los estudios en dirección al laboratorio para sacarme sangre, mi compañero me pone las manos en los hombros y me pide que me quede tranquila. Intenta adelantarse a mi derrumbe.
Imposible.
El miedo es un manto espeso que lo cubre todo.
Ya no escucho nada más. No veo nada más.
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***
La translucencia nucal —TN para quienes están en tema—, es un estudio de rutina clave que se hace hacia el final del primer trimestre del embarazo. Una ecografía en la que se examina y se toman medidas del feto en formación para saber si su desarrollo es normal, si tiene alguna anomalía que ya pueda detectarse, si el embarazo puede continuar. También contempla los riesgos de síndromes, trastornos y patologías. Pero, como nos explicó la ecógrafa, es un análisis estadístico: una máquina cruza los datos de las imágenes con un examen de sangre e información personal (como edad, antecedentes clínicos, familiares) y arroja probabilidades. No un diagnóstico. No una sentencia.
En general, quienes están gestando se hacen este estudio y si algún valor les da alterado, como me sucedió a mí, recién ahí les indican hacerse un análisis genético. El primero suele ser el examen de ADN fetal en sangre materna: un análisis de sangre convencional de la madre o persona gestante que se envía al exterior, a partir del que se estudian riesgos de algunas patologías y síndromes frecuentes. Si bien es un estudio muy asertivo, tampoco es diagnóstico: no descarta las patologías al 100%, pero está cerca.
En mi afán por saberlo todo, por controlarlo todo, antes de la translucencia ya me había hecho este examen, por precaución. Porque así lo había hecho también con mi primer hijo y porque tengo 35 años y el discurso médico y científico pone una alerta en los embarazos a partir de esta edad, aunque hoy esté demostrado que se puede tener hijos e hijas sin problema hasta mucho después.
Ese estudio dio perfecto.
Fuimos a la TN con la tranquilidad de quien va a un examen sabiendo que estudió todos los temas que le van a tocar. Que no dejó nada librado al azar. Qué estupidez. Como si fuese posible que no hubiera lugar para el azar en la creación de una personas dentro de otra, que debe ser uno de los sucesos más insondables para la humanidad. Como si no hubiera millones de aspectos que, aunque medicina y ciencia se afanen por comprender, escapan a los cálculos más agudos. Como si no supiéramos, desde nuestro embarazo anterior, que la TN es complementaria al examen genético, que podía arrojar una información diferente. Sin embargo, por más precavidos que seamos, no vamos por la vida imaginando detrás de qué esquina aparecerá el dolor.
Nadie lo sabía. Queríamos que nuestro hijo, de casi tres años en ese momento, fuera el primero en enterarse y se lo contara a los demás. Lo habíamos planeado todo: al salir del estudio lo iríamos a buscar al jardín y le contaríamos que iba a tener un hermanito. Después él lo compartiría personalmente, por audios o video a la familia y amigos.
¿Y ahora?
Le escribí a mi obstetra temblando. Me dijo que lo llamara. Me contuvo, como siempre. Atajó cada una de mis preguntas: “Es más frecuente de lo que se sabe”. “Sí, he tenido pacientes con TN altas, y más altas que la tuya, en las que salió todo bien”. “He tenido pacientes con TN impecables y que después todo se complicó”. Pero nada de lo que me decía me daba consuelo real. Me derivó con una médica genetista de su confianza, Isabel, que terminó haciendo de psicóloga, de amiga, de otra mamá, un poco de todo. Y obstetra, ecógrafa y genetista se transformaron en un equipo amoroso y contenedor que me sostuvo e hizo todo para que sufriéramos lo menos posible.
Los tres nos dijeron algo que representaba un desafío pantagruélico para nosotros: por un único valor alterado, teniendo un genético que dio bien, no recomendaban la interrupción —yo no podía creer que la sola idea de interrumpir el embarazo hubiese aparecido—. “Hay que esperar”.
¿Cuánto?
Demasiado.
***
Primero fue esperar el informe final de esa ecografía que mostró más líquido en la nuca del feto de lo habitual. El resultado llegó nueve días después. Nueve días con sus noches llenas de fantasmas.
Hasta entonces, hice lo antirrecomendado: “no busques en Google”. Pues yo necesitaba saber. La información se me aparecía —quizás un poco por defecto profesional, otro poco por defecto personal— como alimento imprescindible para atravesar ese abismo de incertidumbre. Y me hundí en una búsqueda voraz de historias agrupadas en sitios que arrojaba el navegador cuando ingresaba cosas como “¿Qué significa una TN aumentada?”; “TN aumentada y final feliz”; “¿Cuáles son los riesgos de una TN aumentada?”. No dejé entrada sin leer.
Engullí cientos de casos. Leí estudios médicos. Informes científicos. Busqué en diccionarios palabras técnicas que no entendía. Para tratar de entender. Para que algo adquiriera un ápice de sentido. Aprendí que alrededor del 5% de las TN del mundo dan aumentadas —¡increíble mi suerte! Jamás me gané un sorteo de nada y me tocó esto—. Que de ese porcentaje, un 80% de bebés sin alteraciones cromosómicas nace perfectamente sano. Les escribí a todas las personas que sabía que habían pasado por alguna situación similar, que habían tenido hijos con patologías, con retrasos mentales, abortos espontáneos y voluntarios, hijos que se habían muerto a poco de nacer, y les pedí que me contaran sus historias. Les pregunté cómo les habían dado sus estudios. Cómo les había dado su TN. Me volví una desquiciada. Me volví una experta en todo lo que podía estar asociado a ese marcador que nos había dado tres milímetros arriba de lo que se supone “normal” —y qué palabra de mierda que es “normal”—. Necesitaba conocer todos los escenarios posibles, que eran, como la vida, inabarcables.
Era el día del cumpleaños de mi compañero cuando, harta de esperar, llamé por teléfono al centro de diagnóstico a decir que no podíamos más, que necesitábamos que nos enviaran los resultados del estudio —aún no lo sabía, pero vendrían muchas de esas llamadas desesperadas exigiendo respuestas—. Ilusa y aferrada al pensamiento mágico pensaba que si llegaba el día de su cumpleaños el resultado nos iba a sorprender para bien. No mejoró lo que ya sabíamos. TN: 3.4, un punto más de lo que nos había dicho la ecógrafa. El límite es 3. Aunque lo esperable es que dé menos de 3. Síntesis: alto riego para síndrome de Down. Aunque teníamos el spoiler de la ecografía, las palabras —más aún escritas— construyen universos. Pero si el examen genético previo nos dijo que no tenía síndrome de Down. ¿Entonces? ¿Qué tiene nuestro bebé? ¿Qué significa esto?
“¿Qué hacemos?”. “¿Seguimos?, ¿no seguimos?”. Desde ese 10 de abril en el que se nos congeló la vida todas las noches, después de dormir a nuestro hijo, eran de llanto degarrador. Eran una seguidilla de charlas de qué hacemos. Una cinta transportadora de terrores. ¿Tendrá algo? ¿Será grave? ¿Y si no seguimos y resulta que no tenía nada? ¿Y si seguimos y tiene una enfermedad crónica que lo imposibilita para valerse por sí mismo? ¿Y si lo traemos solo a sufrir? ¿Y si le cagamos la vida a nuestro hijo mayor? ¿Y si nos cagamos la vida todos?
El obstetra seguía diciendo que íbamos bien. Que teníamos más información positiva que negativa. Que el examen genético era más certero que la ecografía. La genetista también.
“Hay que esperar”. Nos sugerían, una y otra vez. Ahora a que el bebé creciera un poco más para poder hacer estudios más complejos. En la semana 16 un scan fetal precoz, un estudio que se hace a las 20 semanas para comprobar la morfología del bebé, que a esa altura está prácticamente completa, para ver más temprano si tenía algún tipo de malformación o problema físico. Alguna patología en el corazón. Y en la misma semana hacer una punción en la que iban a extraer una muestra de líquido amniótico de mi saco gestacional para mandar a estudiar a Alemania con técnicas sofisticadas que diagnosticarían o descartarían, ahora sí, definitivamente, los síndromes y otra cantidad de alteraciones posibles. Pero esos resultados tardarían un mes más. Y después repetir el scan de la semana 20 para terminar de confirmar que todo lo que puede verse por ecografía estuviera bien.
Había que esperar hasta tener medio embarazo a cuestas para salir de todas las dudas. Y arriesganos.
“Es muy personal”, me decían también los profesionales que me acompañaban. Porque si esperábamos todo eso y algo salía mal, a esa altura, con un embarazo avanzado, una panza indifrazable y un hijo que ya se haría sentir, no íbamos a seguir. Íbamos a tener que atravesar la mierda más grande del mundo.
No creo que todos estemos preparados para todo. Hay madres y padres que se enteran de que sus hijos o hijas tienen alguna patología y continúan. Admiro a quienes apuestan por ese amor que todo lo puede. A nosotros nos mataba la angustia de solo pensarlo. Imaginar qué iba a pasar con ese hijo, si resultaba que por algo no podría ser autónomo en su vida, en nuestra vejez o cuando alguno faltara, nos estrujaba el corazón. “Este mundo ya es lo suficientemente jodido para personas que pueden valerse por sí mismas. Ni me imagino para las que no”. Sentencié una y otra y otra vez.
La decisión estaba tomada si los resultados arrojaban alguna patología. Pero… ¿estábamos dispuestos a esperar tanto? No es lo mismo interrumpir un embarazo a las 12 semanas que a las 20. ¿Qué me puede pasar? ¿Cómo se interrumpe un embarazo avanzado? ¿Tengo que expulsar? ¿Me tienen que hacer una cesárea? ¿Y si expulso y mi primer parto —porque mi hijo mayor nació por cesárea— es con un hijo muerto? ¿Lo voy a poder superar? ¿Y si me hacen una cesárea y tengo que esperar dos años más para que sea seguro buscar otro embarazo? ¿Y si algo sale mal y me pasa algo? ¿Y si dejo a mi hijo huérfano de madre? ¿Y si interrumpimos, duelamos, volvemos a intentar y nos pasa lo mismo otra vez? ¿Y si no vuelvo a quedar embarazada?
—Yo esperaría. Pero yo no pongo el cuerpo. Si vos no aguantás más o tenés miedo, te apoyo. No quiero que la pases mal —me dijo mi compañero la noche de su cumpleaños, cuando le dije que no podía más.
Solo habían pasado nueve días y ya no podía más. La tristeza me vencía. Las imágenes con las opciones de nombres, los cambios que íbamos a hacer en la habitación de nuestro hijo para alojar a dos, los sueños y proyectos de familia de cuatro se esfumaban como si alguien las hubiese metido en una trituradora. El peso del dolor era comparable al de la muerte de un ser amado. Duelaba mis sueños de cómo quería vivir el embarazo. Duelaba el deseo de cómo queríamos compartirlo. Me retorcía del dolor pensando que si este era mi último embarazo el recuerdo, al menos de esta parte, iba a ser tan sombrío. Me mataba la culpa de pensar que si todo salía bien cuando mirara a mi hijo iba a recordar que en algún momento dudamos si tenerlo o no. Llegué a desear perder el embarazo naturalmente, si el bebé tenía alguna patología, para no tener que ser yo la que tomara la decisión.
Pensaba en Sabrina Critzmann, la pediatra que muchas madres y padres seguimos, que tuvo que duelar a su hijo de siete meses y logró convertir su experiencia de muerte en pulsión de vida. Pensaba en sus palabras que tantas veces leí acerca de que también se puede encontrar belleza en el dolor. Pero no me salía. Por más que intentaba el dolor solo era dolor. Una naranja atravesada en la garganta. Una piedra en el pecho que no me dejaba respirar.
Es mi cuerpo.
Esa noche había decidido que hasta acá.
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***
—Yo te recomiendo que aguantes al menos hasta la semana 16 y te hagas los estudios igual. Aunque después decidas interrumpir, si el bebé tiene algo, esa información te va a servir para la búsqueda de un próximo embarazo.
El argumento de Isabel, la genetista, cuando le volví a escribir la mañana siguiente con mi ametralladora de preguntas por toda la información que ya había consumido, me pareció sólido. Ella me dio una buena razón, un motivo al que aferrarme para seguir, al menos, tres semanas más.
Tres semanas.
Podía aguantar tres semanas.
¿Podía?
Para sobrevivir, el embarazo pasó a estar en una enorme pausa. Ficticia, claro, porque la panza empezaba a asomar. A la vez, no dejamos de considerar nuestras opciones. Los riesgos y escenarios posibles. A esta altura ya habíamos empezado a compartir la situación con algunos amigos. Con la familia más cercana. Con compañeros de trabajo. Para no implosionar. Sin red solo hay abismo.
Todas esas personas, mi compañero, mi hijito y dos doulas amorosas con experiencia en acompañar todo tipo de procesos en gestaciones eran las columnas que me sujetaban. Que evitaban que me desmoronara por completo.
Incluso encontré sostén en alguien que no conocía, una amiga de una amiga que había pasado exactamente por la misma situación apenas unos meses antes, para quien todo había salido bien y me entendía como nadie.
Padecí.
Padecí.
Padecí.
Y el fin de semana anterior al día que teníamos el primer estudio que empezaría a dar algo más de información volvimos a decidir que esto no era sano. Que, a menos que el estudio nos cambiara el panorama, habíamos llegado hasta acá. No somos una pareja a la que le gusten los riesgos. Ni siquiera nos subimos a la montaña rusa en los parques de diversiones. Necesitamos previsibilidad, y algo —alguito— de control.
Me subí llorando al auto el lunes 8 de mayo rumbo a la ecografía. Estaba entregada. Sentía que era la despedida. Ya le había dicho a mis doulas que después de eso les iba a preguntar cómo hacer la interrupción. Que quería conocer rituales de despedida que al menos resignificaran un poco todo esto. Resignados. Derrotados. Así entramos al consultorio de Eliana, la misma ecógrafa que nos había hecho la TN. Que estaba al tanto de todo.
—Ahora vamos a ver, chicos.
Y vimos.
Midió dos veces todas las partes del bebé y nos las indicó, una a una, las dos veces.
—¿Tiene todos los órganos? ¿El tamaño de los huesos está bien? ¿No tiene labio leporino? ¿Y el corazón?, ¿el corazón cómo está?
Eliana me mostró. Como respuesta a cada una de mis preguntas informadas acerca de los riesgos, me mostró.
Todo funcionando. Todo en su lugar. Morfológicamente mi hijo estaba bien.
—Si yo no les hubiera hecho la TN les diría que no tienen ningún motivo para preocuparse. Está todo absolutamente normal. Por las dudas, les diría que se hagan la punción así se quedan tranquilos.
Uno de mis mayores miedos era ese: ¿podría quedarme tranquila si los estudios daban bien? A esta altura tenía demasiada información sobre los infinitos riesgos y posibilidades. “Lo vas a saber viviéndolo”, me dijo mi obstetra. Y tenía razón. Esa ecografía me dio luz. Ver a mi hijo, sentir que estaba bien, me cambió la perspectiva por completo. Todavía faltaban cosas por descartar pero de repente los miedos empezaban a hacerse un poco más chicos. Los fantasmas a disiparse. Esa misma semana me puncé. Quedaba esperar unos 20 días más. Ya no busqué en internet. Ya no leí más casos. Seguía escondiendo la panza, por las dudas, pero ese día, cuando volví de la ecografía, le saqué una foto. Por primera vez en un mes era optimista.
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***
Las semanas que siguieron fueron más tranquilas, aunque por momentos la incertidumbre me envolvía con su peso insoportable. Asfixiante.
La panza ya era inescondible. Me recluí en mi casa todo lo que pude para evitar enfrentarme a preguntas que no sabía responder. Nunca se me dio bien mentir y decir que estaba todo bien no era algo que mi cerebro me permitía. Mientras, mis nervios explotaban por otros lados: una erupción que se extendió por toda mi espalda. Faringitis. Resfriados.
Pasaron diez días. Pasaron veinte. El tiempo prometido. Y nada. Esperábamos los resultados antes del cumpleaños de tres de nuestro hijo. No llegaron. ¿Cómo lo encaro? ¿Qué les digo a las mamás del jardín que van a preguntar o me van a felicitar? No quería pasarme el festejo dando explicaciones, estando angustiada ni recibiendo palmadas de apoyo. Solo quería celebrar su vuelta al sol. Y la mía como mamá. Me envalentoné: les escribí un mensaje de WhatsApp, les expliqué brevemente. Pedí que fingieran demencia conmigo, ese día. Me devolvieron puros mensajes de cariño y deseos de que todo saliera bien. Pasó el cumpleaños. Pasó la fecha esperada.
El 6 de junio hicimos el estudio de la semana 20, el otro clave, que nos confirmó que morfológicamente todo seguía muy bien. Nuestro hijo crecía lo esperado —y más también—, ninguna anomalía a la vista. Los fantasmas se encogían cada vez más. La tranquilidad crecía. Pero sabíamos que el definitivo era ese resultado genético que tenía que viajar de Alemania y no llegaba.
Y no llegaba.
21 semanas de embarazo y todavía no tenía certezas.
Pasaron 30 días desde que me puncé. Temía que mi cordura empezara a flaquear. Comencé a escribirle a mi genetista y a la responsable del laboratorio de Buenos Aires, quien tiene el lazo con el de Alemania, día por medio. “Por favor, ¿por qué demoran tanto?”. “Ya esperamos todo lo que nos pidieron y más”. “Por favor, ¿hay algo que se pueda hacer?”. “Por favor. No puedo más. Esto está afectando mi salud mental”. “Hola, perdoná que vuelva a escribirte, pero si no lo hago me vuelvo loca. ¿Me podrías decir qué te están respondiendo? ¿Pasó algo con la muestra? ¿Por qué no los envían?”.
—Hola. Hoy los suben al sistema.
***
Es 14 de junio. Son dos meses y cuatro días desde la TN. Desde que nuestro mundo se tiñó de miedo y nos obligamos a vivir de día en forma automática intentando preservarnos como podemos. Y a explotar de noche, cuando no hay más trabajo por cumplir ni hijo despierto por atender.
Es 14 de junio. Y al mediodía recibo la llamada que espero con desesperación sofocante desde hace más de 30 días.
Me desarmo del otro lado del teléfono.
***
—Hijo, vení. Mamá y papá tienen algo que contarte.
—(...)
—¿Viste que desde hace un tiempo decimos que hay que tener cuidado con la panza de mamá y que la panza de mamá está más grande? ¿Pensaste qué tiene mamá en la panza? ¿Por qué creció tanto?
—Decime —pide curioso.
—Te queríamos contar que dentro de unos meses…. ¡vas a tener un hermanito! ¡En la panza de mamá hay un bebé!
Los ojos enormes de nuestro niño de tres no podían abrirse más. Corrió a mí. Pidió ver al bebé. Quiso saber cómo se iba a llamar. Pidió ver una foto. Preguntó. Preguntó. Preguntó. Su emoción desbordaba. Se abrazó a la panza.
—Yo lo voy a abrazar mucho al hermanito. Lo voy a cuidar y le voy a dar muchos besos.
Y todo cobró un poco de sentido.
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