“¿Siempre tuviste clara tu orientación sexual y la viviste con naturalidad o fue el gran tema de tu vida?”. Jonny -así le dicen sus compañeros de equipo- escucha la pregunta de Infobae y achina los ojos. Está buscando la palabra indicada -de afuera se puede ver- hasta que la encuentra: “Ocupada”, responde después con una media sonrisa. “Tuve una vida muy ocupada”.
Jonathan Fonseca tiene 32 años y es, desde febrero, el capitán de Ciervos Pampas, el primer equipo de rugby de Latinoamérica que incluye a toda la diversidad sexual. Y con “una vida muy ocupada” se refiere a lo que, instintivamente, hizo hasta el año pasado: colmar los espacios hasta el tope, eliminar los silencios, una forma efectiva pero tremendamente pesada de no sentir.
Fue un niño “10″, de esos que se destacan en el colegio y en el Conservatorio en simultáneo. Un niño que los fines de semana hacía un deporte detrás de otro hasta quedar fundido, y no cualquier deporte: “Básquet”, por ejemplo, precisamente de esos que de afuera son catalogados como “bien de varones”.
Es fotógrafo, diseñador gráfico y publicista. Y eso es porque también fue de esos universitarios que hacen tres carreras y trabajan en simultáneo. De esos jóvenes que los fines de semana, además, tocan en una banda de rock, esas que de afuera también son catalogados como “bien de varones”.
Tanta carga, sin embargo, se fue acumulando, y empezó a pesar hasta llegar a un límite insoportable. Fue ahí que su cuerpo empezó a hablar por él -a gritar, más bien-. Y se enfermó: tanto, con tanto dolor emocional, que llegó a convencerse de que la única salida era ponerle fin a su vida.
El origen
Jonathan nació en Bogotá, aunque hace casi 8 años que vive en Argentina. Fue en Colombia y mientras estaba en el jardín de infantes que escuchó la palabra “homosexual” por primera vez. No la escuchó al pasar, sino que fue una suerte de acusación: “Como no me interesaban los deportes, no me gustaba ensuciarme y me gustaba tener juguetes sólo para coleccionar me decían que era un homosexual”, cuenta a Infobae.
Empezó el Conservatorio a los 6 años: “Me iba al colegio a las 5:30 de la mañana, salía, me iba a estudiar música y terminaba a las 10 de la noche”. Tocaba el oboe, incluso llegó a formar parte de una filarmónica. Los fines de semana arrancaban a las 6 de la mañana: primero tennis, después gimnasio y básquet.
“Era yo el que le pedía a mi mamá hacer todas estas actividades”, señala. En todas se destacaba, aunque el precio fuera someterse a una presión que, a la larga, lo dejó al borde de un abismo.
“Hoy pienso que a mi infancia, como resultado de lo que vivía socialmente, le puse un peso… si algún día se me ocurriera ser padre jamás pensaría en ponerle a un hijo un peso como el que yo sentía. Creo que me habría sentido aliviado si hubiera hablado por ejemplo con mi madre, pero nunca tuve esta cercanía como para decírselo, entonces todo lo cargué, todo”.
En la adolescencia Jonny se pasó a la guitarra y armó su bandita de rock, postpunk y neopunk. “Me gustaba, quería ser músico, aunque hoy sé que todo estaba empañado por una máscara con la que yo trataba de hacer las actividades que hacían los hombres”, explica, y hace comillas con los dedos.
Tuvo una primera novia con la que no llegó a tener sexo; más tarde otra, con la que sí. “Pero toda la universidad estuve con un chico. Fue mi pareja durante siete años, aunque todos pensaban que era mi primo. Imaginate el nivel de negación social, igual yo tampoco nunca aclaré nada”.
Un día su mejor amiga lo llevó a la biblioteca de la universidad y le dijo: “Jonny, me gustaría que me dijeras la verdad sobre quién es él”. Jonny le respondió: “¿Por qué me hacés una pregunta de la que ya sabés la respuesta? Ni siquiera en esa situación de confianza pude decir ‘es mi novio, soy gay’”.
En 2010, cuando todavía iba a la universidad, su salud mental dio el primer aviso: “Me diagnosticaron un trastorno obsesivo compulsivo (TOC) severo y una depresión muy aguda”, cuenta. Algo estaba por rebalsar.
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Cuando se recibió, se separó de aquel novio sin títulos. Y con el tiempo conoció a Javier, el hombre que aún hoy es su pareja, y empezó a liberarse.
“Ya todos sabían que yo era gay pero se esperaba de mí algo que tampoco era. Algunas amigas heterosexuales querían que me comportara como ‘el amigo homosexual’: que fuera más afeminado, que las acompañara de compras, que bailara con ellas, que fuera ‘el gracioso’, un papel que yo no estaba dispuesto a cumplir”, cuenta, y se refiere al estereotipo de cómo debe ser alguien según su orientación sexual.
Encajar, otra vez.
El costo de salir del clóset fue alto: “Yo siempre había sido un niño con mucha templanza, sabía evadir, pero cuando empecé a vivir esa libertad con mi pareja empezaron a haber ataques homofóbicos físicos. Recuerdo una vez que salimos y yo simplemente lo abracé, ni siquiera lo besé. Unas chicas nos vieron y mandaron a sus novios a que nos golpearan”.
Jonny ya estaba decidido a que Buenos Aires fuera su salvoconducto, pero su salud mental seguía dando avisos, “banderas rojas” que se levantaban más alto ante cada situación de peligro.
“Cuando consumía alcohol y perdía como la noción…tuve dos situaciones en las que intentaron abusar de mí. A raíz de todo eso empecé a tenerle mucho miedo a la gente, un miedo incontrolable al contacto con la gente”.
Emocionalmente encerrado y sintiendo más confusión que orgullo, nunca se le había cruzado por la cabeza participar de una marcha del Orgullo Gay. Fue en noviembre de 2019 y en plena Ciudad de Buenos Aires que, de casualidad, Jonny cruzó caminando por donde pasaba la caravana.
“Entre toda esa gente vi a un grupo de varones vestidos con camisetas deportivas rosas y medias con los colores de la bandera de la diversidad sexual. Mi pareja me dijo ‘esos son los Ciervos Pampas’”. A esa altura “los Ciervos” ya no eran sólo el primer equipo de rugby LGBTI+ de Latinoamérica sino el primer y único club de rugby enteramente así.
“Yo los miré con indiferencia, con menosprecio”, cuenta ahora que es el capitán de ese mismo equipo, y sonríe con ironía. “Pensé ‘no me interesan sus medias de colores, no me interesa su ropa rosa’. Yo también venía de una formación totalmente encasillada y por qué no, completamente machista”.
El límite
La pandemia terminó de afinar el embudo. “Yo ya había tenido varios episodios en los que la depresión había llegado a picos extremos”, cuenta, mientras busca, otra vez, la palabra indicada. “Me refiero a mi vida...ya no la quería vivir”.
No eran anécdotas, de hecho el año pasado tocaron todos los bordes: “Sentía que vivía para que mi madre o mi pareja no me vieran morir, pero realmente yo ya no quería seguir. Un día dije ‘a la mierda todo, la verdad es que no estoy haciendo nada en esta vida, déjenme ir”.
Un miércoles de marzo del 2022 “yo estaba decidido a que no más. Incluso se me había pasado por la cabeza… el balcón. Y en ese momento, no sé por qué, te juro que no lo sé, se me apareció en la cabeza la imagen de los jugadores del equipo de rugby con las camisetas rosas. Fue así, como un flechazo”.
Jonny sólo los había visto tres años antes pasar por la Marcha, y les escribió por Instagram. “Pensé igual que siempre: ‘Necesito ocupar mi cabeza y tener una actividad, sino literalmente me voy a matar’”.
No contó en ese mensaje lo que le estaba pasando pero le contestaron al instante, dos minutos exactos después: “¿Dónde vivís? Vení a entrenar hoy mismo, todavía estás a tiempo”.
“Tenía dos opciones: tomarme el 55 o tirarme por el balcón. Tomé el 55, y desde ese día no falté ni una sola vez”, cuenta, ya con alivio en la voz. “Siempre lo pienso: me salvaron la vida. Yo me sentía sumergido...y sumergido en un mar muy oscuro. Y Ciervos Pampas apareció como aparece el salvavidas”.
Hay equipo
Aunque el rugby también formaba parte de esos deportes “bien de varones”, sucedía algo diferente en el interior de Ciervos Pampas. En vez de haber un ritual de iniciación violento -eso que se llama “bautismo” y que muchas veces implica abusos, incluso sexuales-cuando alguien nuevo llegaba el ritual era abrazarse, saltar y gritar fuerte “putos, putos, putos”.
¿Pero cómo, si “puto” había sido siempre el insulto del que había que huir?
“Empecé a apropiarme de la palabra, a entender que ‘puto’ es esa persona del colectivo LGBTI+ que está trabajando en la territorialidad, por los demás”, explica. “Puto” entonces era ese joven que le había contestado por Instagram en dos minutos, el primero en tirarle el salvavidas.
Había y hay en el equipo jóvenes gays, bisexuales, personas no binarias, heterosexuales que van a los partidos con sus esposas e hijos. Hubo también una chica trans que hizo la transición mientras era parte del equipo. Son las menos pero ya hay grandes empresas que están dando su apoyo para que estas iniciativas no sean excepcionales.
“Nosotros no pedimos a los que vienen que tengan conocimientos de rugby, porque entendemos que muchos no tienen una historia deportiva en sus cuerpos. Hay personas que no saben correr, por ejemplo, porque nunca lo hicieron”, explica. Claro, si juntarse en un potrero era “cosa de varones” muchos habían anulado de sus vidas a los deportes y a las canchas.
Ciervos Pampas forma parte de la Unión de Rugby de Buenos Aires (URBA) así que juegan, por ejemplo, el Torneo Empresarial, en donde pueden enfrentarse con cualquiera: “El año pasado, por ejemplo, jugamos contra el equipo de la Policía Federal, contra la Policía de la Ciudad, contra Banco Central y contra Camioneros”.
A veces -cuenta Jonny- hay jugadores que aprovechan alguna distracción del árbitro para agredir en voz baja: “Puto de mierda”, “Marica”, “¿Qué le pasó a la nenita que está llorando?”, enumera. La decisión del equipo, conversada hasta el infinito, es no responder con violencia. Al contrario.
“Yo siempre les digo a los muchachos: cuando hay un ataque de uno de estos personajes machistas la mejor respuesta es brillar. Les grito ‘¡Vamos chicas! ¡A darlo todo! A veces desfilamos por la cancha con la pelota”, se ríe.
“Nuestra posición es esa: ‘¿Quieren ver maricas? Van a ver maricas’. No porque seamos un show para ustedes: van a ver maricas porque nuestro rugby es diferente”.
Tal vez porque había rodado hasta al fondo pero se había levantado y tal vez porque había entendido en carne propia que la tarea no era individual sino colectiva es que el año pasado le propusieron ser capitán. Lo pensó durante cuatro meses. En febrero aceptó.
“Yo mismo ahora grito ‘¡Vamos putos!’, porque entendí la dimensión política de la palabra. Ahora sí lo llevo con orgullo”.
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