Un día, uno de los tantos días de aquella época en la que el mundo vivió en peligro, casi vamos a la guerra, que pudo ser atómica, porque a un tipo le gustaba mucho la ópera. Y porque, además, era un provocador. Todo pasó en las narices de americanos y soviéticos que se enfrentaron en la Berlín ya dividida por el Muro, con treinta tanques rusos de un lado y treinta tanques americanos del otro, cañón a cañón, a pocos metros de distancia, y frente al punto más estratégico de aquella Alemania que, en octubre de 1961, a dieciséis años del fin de la Segunda Guerra, trataba de emerger de las cenizas y del horror.
El punto estratégico era el legendario Checkpoint Charlie, la “frontera” entre el sector americano de Berlín y la Berlín soviética. Un cartel lo advertía en letras dramáticas y en cuatro idiomas: inglés, ruso, francés y alemán: “Usted está dejando el sector americano”. No hacía falta nada más: después de ese cartel, dios te ampare. El legendario Checkpoint Charlie fue el nudo del mundo durante casi tres décadas. La política, la economía, el espionaje, la aventura y el drama pasaron por allí. Fue en el Checkpoint Charlie, muy cerca de él, donde murió en 1962 el chico Peter Fechter, de dieciocho años, que intentó escapar al Oeste, fue baleado y abandonado por los guardias del Este hasta que murió desangrado entre los alambres de púas. Fue en el Checkpoint Charlie donde espías de un lado fueron canjeados por espías del otro, entre ellos Francis Gary Power, el piloto del avión espía U2 derribado en la Unión Soviética en 1960.
El estratégico puesto de control fue desmantelado y demolido el 22 de junio de 1990, hace treinta y tres años, siete meses después de la caída del Muro de Berlín y de que Mstislav Rostropóvich y su cello celebraran la libertad entre las ruinas de aquella vergüenza de cemento. Hoy el puesto es museo y un atractivo turístico.
¿Cómo fue que nació el Checkpoint Charlie? Nació de los ecos de la posguerra mundial y de la Alemania dividida entre quienes habían sido aliados para derrotar a Hitler y ya no lo eran: la URSS por un lado y Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Canadá por otro. La Unión Soviética, con Nikita Khruschev a la cabeza, ambicionaba apoderarse de Berlín, que había sido capital del Reich, al amparo de la vieja idea, siempre vigente, que afirmaba que quien dominara Berlín dominaría Europa. En junio de 1961, en Viena, Khruschev se había encontrado con el presidente de Estados Unidos, John Kennedy, y lo había amenazado con declarar una especie de “independencia” de Berlín que pasaría a integrar así la sovietizada República Democrática Alemana (RDA), lo que implicaba el retiro de las fuerzas aliadas del sector occidental de Berlín.
Alemania estaba dividida en cuatro: Alemania Occidental, o República Federal Alemana (RFA) y Alemania Oriental (RDA). Y, dentro de esa Alemania dividida, Berlín estaba partida en dos sectores, occidental y oriental. Kennedy rechazó cualquier posibilidad de que los aliados abandonara Berlín y Khruschev amenazó con la guerra. Dos meses después, la Unión Soviética levantó el muro de Berlín, que fue primero de alambres de púas y de bolsas de arena. Pasar de un sector a otro no era para todos. Estaba reservado sólo para empleados militares y de las embajadas aliadas, extranjeros, trabajadores permanentes de la RFA y funcionarios de la RDA. Al resto, alemanes casi todos, les estaba prohibido. El Muro había dividido familias, amores, amistades, proyectos, la vida entera. Alambradas y bolsas de arena, torretas de vigilancia y guardias armados, partían en dos a la ciudad a lo largo de cuarenta y dos kilómetros. Sólo había tres pasos abiertos, con controles “fronterizos” a uno y otro lado de aquellos dos mundos separados.
Los tres pasos recibieron el nombre que el alfabeto fonético de la OTAN da a las letras del abecedario. El primero de los pasos, Checkpoint Alfa, se alzaba en la autopista Helmstedt, que conectaba la ciudad con la zona del Rhur. El segundo paso, Checkpoint Bravo, estaba en la autopista Dreilinden, que conectaba la zona del Rhur por el Este. Y el tercero de los pasos estaba en la famosa avenida Friedrichstrasse, la más céntrica y comercial del Berlín de la pre guerra mundial, a la que también el muro había dividido en dos. Allí se instaló Checkpoint Charlie.
Y por allí pasó el tipo que casi nos lleva a la guerra por la ópera. Por si no quedó del todo claro cuál era el clima que se vivía en esa época y en ese sitio, digamos que en Berlín estornudaba una mosca y volaban los misiles. El amante de la lírica era ópera, el más alto cargo civil de la misión de Estados Unidos en Berlín Occidental. Su amor por la lírica era legítimo, es un género acaso anacrónico, pero bello y rico: era la comedia musical de nuestros abuelos y bisabuelos. Pero Lightner era un bicho político; ni era un funcionario menor, ni estaba como un cencerro: era un político astuto que decidió, por su cuenta o tal vez bajo órdenes, estirar la soga para saber hasta dónde se podía sin romperla.
En el atardecer del 22 de octubre de 1961, en su residencia del distrito de Dahlem, en Berlín Oeste, mansión que le había sido confiscada a un jerarca nazi, Lightner dijo a su mujer, por segunda vez, según contó luego: “Dorothy, cariño, apúrate te lo ruego: llegamos tarde a la ópera”. El teatro de la ópera de Berlín quedaba en el sector oriental, del lado comunista. Y esa noche actuaba una compañía de teatro experimental checoslovaco. Qué fue lo que aquellos aventurados plasmaron en el escenario, se perdió en el tiempo. Pero, sin ánimo de caer en prejuicios ni menoscabos, imaginar una versión experimental, y socialista, de La Traviata, en manos de un estudiantina checa, mete algo de miedo.
Lightner supo que intentar pasar al otro lado le podía traer problemas. Khruschev había intensificado las medidas que tendían a “independizar”, a dar cierta soberanía a Berlín del Este. Por ejemplo, había dispuesto que la custodia de alambradas y bolsas de arena del Muro en formación y crecimiento, estuviese a cargo de la policía militarizada conocida como Volkspolizei y mucho más conocida como vopos, uniformados de un verde demasiado similar al de la destruida Whermacht de Hitler, y con unos cascos con forma de palangana pequeña.
Khruschev había explicado las nuevas reglas al jefe de Estado de la RDA, Walter Ulbricht, un alemán comunista ferviente que había huido de los nazis en 1933 y se había refugiado en los brazos de oso de José Stalin. Para los aliados, aceptar la autoridad de los vopos implicaba un reconocimiento de cierta soberanía berlinesa en el sector oriental. Era inaceptable. Sólo hablaban con las tropas soviéticas.
Allen Lightner y Dorothy subieron al Volkswagen del diplomático y se dirigieron al Checkpoint Charlie con la certeza de que iban a ser detenidos por los vopos. El funcionario se sentía respaldado: le cuidaba las espaldas el general Lucius Clay, jefe supremo de las fuerzas armadas americanas en Berlín. Los berlineses adoraban a Clay. Había sido segundo del general Dwight Eisenhower durante la guerra y un héroe cuando Stalin ordenó el bloqueo de Berlín en 1948. Kennedy le había pedido a Clay, que se había retirado en 1949, que fuese su enviado especial en la amenazada y peligrosa Berlín. Y Clay, que sabía de las intenciones de Khruschev y de Ulbricht en Berlín Este, había autorizado el viaje de Lightner y lo que estaba por llegar.
Cerca de las siete y media de la tarde, otoñal, fría, de aquel domingo, los Lightner llegaron al Checkpoint Charlie y cruzaron al sector oriental. Por supuesto, los pararon los vopos. Lightner se negó a entregar sus documentos a la policía militarizada y exigió la presencia de un oficial soviético. Los vopos también se negaron. Además, no había un oficial soviético disponible en cuarenta kilómetros a la redonda. Si estas líneas, en vez de ser un recordatorio, fuesen una ópera, acá debería terminar el primer acto: drama planteado, tensión, incógnita.
El tira y afloja entre Lightner y los vopos duró cuarenta minutos en los que sucedieron tres cosas: Lightner y Dorothy entendieron que su noche de ópera se había ido al traste, si era que en verdad les interesaba la estudiantina checa, y las fuerzas soviéticas y americanas alistaron sus armas de inmediato por si las moscas. Todo amenazaba con salirse de madre porque todo estaba en manos frágiles. No faltas de previsión, pero sí frágiles. La semana anterior Lightner había instruido a su personal de la misión americana para que rechazara cualquier revisión de nada por parte de los alemanes del Este, y hasta su propia secretaria se había negado a entrar en Berlín Este, antes que entregar sus documentos a los vopos.
Sin oficiales soviéticos a disposición, el hombre que amaba la ópera, dijo a los policías de Berlín Este: “Lo siento, voy a usar mi derecho como miembro de los aliados a entrar en cualquier sector de Berlín”. Apretó el acelerador, su Volkswagen pegó un salto, casi embiste a dos policías alemanes y fue a detenerse cerca de uno de los bloques de cemento colocados en forma escalonada en el camino. Los soldados alemanes, armados hasta las cejas, se acercaron de inmediato el auto del diplomático. Entonces, cuatro tanques americanos M-48 avanzaron sobre el Checkpoint Charlie cargados de soldados del Grupo de Batalla número 2, todos a órdenes del general Clay. Ocho de ellos, con bayoneta calada en sus rifles M14, tomaron posiciones de defensa alrededor del auto de Lightner, lo que implicaba una intromisión aliada en territorio prohibido.
Uno de los soldados americanos invitó a Dorothy a bajar del auto de su marido y a acompañarlo a él, al soldado, a regresar a Berlín Oeste. “Señora, son órdenes del general Clay -dijo a la mujer- Nuestras órdenes dicen que no es necesaria la presencia de la señora Lightner”. Así volvió Dorothy al Checkpoint Charlie mientras su marido, con ocho soldados americanos que custodiaban su auto, armados también hasta las cejas, se internaba con suma lentitud unos ciento cincuenta metros en Berlín Este, sin que los vopos atinaran a nada. El auto giró luego en U, volvió a pasar por Checkpoint Charlie, entró a Berlín Oeste y volvió a ingresar a Berlín Este para repetir el paseíto provocador, con suma lentitud, siempre con los soldados del general Clay listos para disparar. Del lado Oeste también se habían alineados algunos tanques, dos o tres de ellos con bulldozers en el frente, dispuestos, si era necesario, a arrasar con aquel precario Muro de alambres de púas. No fue necesario.
Y así terminó todo. Bueno, todo: así terminó el segundo acto. Faltaba lo mejor. Lightner regresó a su casa mientras, en Washington, el presidente Kennedy seguía los hechos, minuto a minuto, como se dice ahora, por teléfono. Eran años sin Internet, sin WhatsApp, sin satélites de comunicación, sin nada. Kennedy, que conocía a Lightner, preguntó al secretario de Estado, Dean Rusk: “¿Qué es lo que está haciendo ese tipo?”. Kennedy vivió toda su presidencia con el temor al estallido de un conflicto nuclear por un error humano o por una tontería. Rusk intentó tranquilizarlo: “Es una cuestión de celo con algún oficial vopo. No hay soviéticos involucrados”. “Está bien -dijo Kennedy- Pero decile a ese tipo que no lo mandamos a Berlín para que vaya a la ópera”.
Después, Kennedy habló con el general Clay que le reveló que él mismo había dado las órdenes esa noche y que Estados Unidos perdería toda su credibilidad si retrocedía frente a los soldados de Alemania del Este. Era más o menos el argumento que Kennedy había usado con Khruschev en su entrevista en Viena el día en que ambos se amenazaron con la guerra. Los aliados no admitirían cambios en Berlín.
Lo de que no había oficiales soviéticos involucrados en el incidente era verdad. Pero todo iba a cambiar. El miércoles 25 de octubre, Clay ordenó que otro auto, ahora identificado con patentes de las tropas de ocupación, con diplomáticos estadounidenses en su interior ingresara a Berlín Este. En esto, para ser justos, Lightner ya tuvo nada que ver. El jueguito peligroso se repitió y los vopos pararon al auto y a sus ocupantes. Ni bien los detuvieron, Clay ordenó que diez tanques marcharan sobre la Friedrichstrasse y sobre el Checkpoint Charlie, con sus cañones apuntando hacia los vopos que pedían identificación y documentos. Tres jeeps, cada uno con cuatro soldados con fusiles y bayonetas caladas, atravesaron el puesto fronterizo, se formaron frente al coche del diplomático y se adentraron en Berlín Este. Esta vez sí había oficiales soviéticos junto a la policía militarizada alemana. Pero sólo miraron.
El viernes 27, otro auto con civiles estadounidenses a bordo fue detenido por los vopos, volvieron las discusiones, que venga un oficial soviético, que no, que vamos a pasar igual, hasta que ¡diez tanques soviéticos T 54 se asomaron del lado Este del Checkpoint Charlie para enfrentar a los diez tanques americanos que apoyaban a los viajeros! El juego ya no era tal. Entre los tanques rusos y los americanos había sólo veintisiete metros de diferencia: era la distancia que separaba la primera confrontación entre soviéticos y americanos de la era nuclear. Y era también la primera vez en la posguerra que soldados del ejército estadounidense entraban en territorio soviético.
Ahora todo iba en serio y, de nuevo desde Washington, Kennedy seguía los hechos casi en vivo y con cierta tensión. Los documentos oficiales recogieron el diálogo telefónico que el presidente mantuvo en esos minutos decisivos con el general Clay.
Kennedy: -¿Cómo andan las cosas por allí, general?
Clay: -Fantástico, señor presidente. Estamos iguales: diez tanques de cada lado. No, espere, los rusos han traído ahora veinte tanques más. Ahora son treinta. Eso prueba que tienen información exacta sobre nuestras tropas, señor presidente. Es el número de tanques que nosotros tenemos en Berlín: treinta. Así que vamos a traer nuestros restantes tanques también.
Kennedy: -¿Está nervioso, general?
Clay: -¿Nervioso? Aquí no hay nadie nervioso, señor. Si hay alguien nervioso probablemente sea alguien en Washington.
Kennedy: Bueno, general, aquí hay un montón de gente nerviosa. Pero yo no soy uno de ellos.
¡El mundo entero estaba nervioso! Las dos potencias se habían matoneado como dos chicos malos de barrio, cara a cara, a ver quién pestañeaba primero, todos armados hasta los dientes, ante las cámaras de periodistas de todo el mundo, y ahora no sabían cómo retroceder con cierta dignidad. Kennedy y Khruschev dialogaban sin hablarse. El hermano del presidente Robert Kennedy, que era también procurador general, ministro de Justicia, mantenía entonces una estrecha comunicación con Georgi Bolshakov, un espía ruso que jugaba al periodista en Washington y que estaba acreditado en la Casa Blanca. Bolshakov sería vital un año después, durante la crisis de los misiles en Cuba, pero ahora era la persona indicada para que los Kennedy desarrollaran su estrategia política con la URSS: sin la CIA, sin la KGB, sin el Departamento de Estado a cargo de Rusk, sin la cancillería soviética a cargo de Andrei Gromyko y sin los jefes militares de los dos bandos. Era peligroso, pero así jugaban.
El mensaje de Kennedy a Khruschev, en su tan especial mano a mano, proponía, palabras más o menos, que si la URSS retiraba sus tanques del Checkpoint Charlie dentro de las veinticuatro horas, “los míos se irán media hora después”. La mañana del 28 de octubre, los tanques soviéticos dieron marcha atrás. Fue una orden personal de Khruschev a su viejo amigo, y héroe de guerra, el mariscal Iván Koniev, a quien dio una razón de peso: “Iván, creéme, nada de esto vale una guerra”. Koniev hizo lo que le ordenaban, pero movió los tanques sólo un poquito: los ubicó fuera de la vista de los aliados, detrás de los edificios de la Friedrichstrasse, y los mantuvo con los motores encendidos. Uno nunca sabe. Los tanques americanos se retiraron también y el incidente del Checkpoint Charlie que casi desata una guerra terrible, se dio por terminado. Si hubo alguna ventaja estratégica o de mera propaganda para Estados Unidos, a la mañana siguiente Berlín Este igualó los tantos. El gobierno de Walter Ulbricht decretó que sólo no serían identificados por los vopos el personal aliado que viajara a Berlín Este de uniforme.
Kennedy, más tarde, se confió al periodista James Reston. Le dijo que el incidente había impulsado a Estados Unidos y a la URSS a revalorizar su culto al coraje frente al enemigo comunista y frente al enemigo capitalista. “Nuestro problema ahora -le dijo Kennedy a Reston- es hallar el medio de hacer patente nuestro poder. A lo mejor Vietnam es el lugar que parece apropiado”.
El Muro de Berlín cayó en 1989, dos años antes del fin del comunismo en la URSS, y al año siguiente el Checkpoint Charlie fue desmantelado y demolido. Walter Ulbricht, el obrero comunista que se hizo político y presidió la República Federal Alemana, fue desalojado del poder en 1971 por Erich Honecker. Ulbricht se oponía a normalizar las relaciones con la Alemania Occidental. Murió en agosto de 1973, a los 80 años, cerca de Berlín.
Lucius Clay, el general que defendió Berlín, siguió en funciones en Alemania hasta el asesinato de Kennedy en 1963. En su visita a Berlín en junio de ese año, Kennedy lo hizo subir al palco para que los berlineses lo ovacionaran. Murió en Massachusetts, en abril de 1978, una semana antes de cumplir 80 años. Está enterrado en el cementerio de la Academia Militar de West Point. En su tumba hay una placa de piedra que donaron los berlineses. Dice: “Demos gracias al preservador de nuestra libertad”.
Allan Lightner, el hombre al que le gustaba la ópera, siguió en funciones en Berlín. Participó del intercambio de espías, el del piloto Francis Gary Powers por el soviético Rudolf Abel, que Steven Spielberg hizo famoso en la película Puente de espías protagonizada por Tom Hanks. Luego fue embajador en Libia entre 1963 y 1965 y profesor de la Escuela Nacional de Guerra de Estados Unidos entre 1967 y 1970. Murió en septiembre de 1990, a los 82 años. Lo sobrevivió su mujer, Dorothy Boyce.
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