A las 19:20 del 19 de junio de 1953, volvieron a sus celdas individuales. Cuando el guardia les ordenó ponerse de pie, supieron que ya no se verían más. El peluquero de la cárcel pasó a verlos. Debía rasurar determinados lugres de la cabeza y de los brazos a pedido del verdugo: querían que los electrodos no encontraran trabas y se fijaran con firmeza. Ella pidió lápiz y papel y escribió una carta, sus palabras finales: “No estoy sola. Muero con honor y dignidad porque sé que mi esposo y yo seremos reivindicados por la historia”.
Todavía había quiénes tenían alguna esperanza. A las 19:45 se rechazó una última apelación (el sistema de apelaciones a las penas de muerte parece infinito, y a veces, hay suspensiones de último momento). Mientras tanto, su abogado trataba de ingresar en la Casa Blanca. Quería hablar personalmente con Eisenhower. Pudo atravesar la pequeña multitud que con pancartas protestaba por las futuras muertes. Pero la policía le impidió el paso a la casa de gobierno. Nadie podía ver al presidente sin cita previa. Pidió, desesperado, que le dejaran usar el teléfono de la guardia para hablar con la secretaría privada presidencial. También se lo negaron. Lo mandaron a llamar desde un teléfono público que había cruzando la calle. El abogado corrió pero el tiempo se había acabado.
En la prisión Sing Sing, dos guardias abrieron la celda de él. El ruido de las llaves contra las rejas metálicas era lo único que se escuchaba. El hombre se levantó y comenzó a caminar hacia el patíbulo. Él sería el primero en morir. No era resultado del azar. El FBI sabía que si mataban primero a su esposa, él ya no tendría motivos para hablar. Pero guardaban una leve esperanza de convencerlo a último momento de que les brindara información y de esa manera salvar su vida y la de su esposa. Y aunque ellos no supieran el destino del otro, si ella era la primera en morir, en caso de que su esposo hablara, habrían ejecutado a la madre de dos niños y a alguien de quien nadie tenía plena certeza de su involucramiento en los delitos endilgados.
Él caminó con serenidad hacia la sala de ejecución. Delante suyo iba un rabino. Llevaba la cabeza levantada. No se vislumbraba tensión ni excesiva tristeza en su cara. Tampoco una euforia fruto del odio. Era alguien que había asumido su inminente muerte. Desde que salió de su celda no volvió a hablar. Un cartel ordenaba silencio sobre la puerta a la pequeña sala, que él pareció obedecer. Pero en realidad ya no tenía nada para decir. Lo ataron a la silla con cinco gruesas tiras de cuero. Él no se quejó, hasta facilitó la tarea de los verdugos. Cubrieron su cabeza con una capucha de cuero (su finalidad no era ni mejorar la eficacia de la silla, ni hacer sentir mejor al condenado: servía de protección a los testigos para que no vieran cómo los ojos casi explotaban por la corriente eléctrica). A las 20:04 alguien bajó la palanca y 2000 voltios se esparcieron por su cuerpo, lo sacudieron, lo destrozaron por dentro. El protocolo ordenaba otras dos descargas similares inmediatas: la electrocutación de gracia. El pesado olor dulzón a quemado llenó la pequeña habitación. Una estela de humo gris salía por una rendija de la capucha negra. El informe forense lo dio por muerto a las 20:06. El cuerpo fue sacado con velocidad.
El rabino se dirigió hasta la celda de la mujer. Le contó que su marido había muerto. Ella siguió mirando al frente. El religioso mientras ella caminaba detrás de él por el pasillo de la muerte le recordó que si brindaba información salvaría su vida. Ella respondió: “No tengo nombres para dar. Soy inocente. Estoy preparada para morir”. Esas fueron sus últimas palabras.
Se sentó en la silla en la que unos pocos minutos antes había muerto su marido. La ataron de igual forma. El procedimiento fue el mismo. Pero no el resultado. Luego de tres descargas, cuando el médico fue a certificar la muerte de la mujer de 37 años, descubrió que su corazón todavía latía. Los guardias, nerviosos e impresionados, volvieron a atar a la mujer desfalleciente. Fueron necesarias otras dos descargas para que muriera. Un aura de humo gris la rodeaba. Eran las 20:19 del 19 de junio de 1953. Se cree que al ser más pequeña que su esposo, las ataduras le quedaban más flojas y las descargas perdieron algo de su eficacia.
Ya no había más días para el matrimonio Rosenberg. Ethel y Julius Rosenberg fueron electrocutados en los Estados Unidos tras la condena de traición a la patria hace exactos setenta años. A principios de marzo de 1951, dos años antes de su final, parecía que en Estados Unidos se hablaba sólo de ellos. Él era ingeniero eléctrico y había nacido en Nueva York. Ella trabajaba de secretaria. Tenían dos hijos pequeños. Eran comunistas. Y ese era un mal tiempo para ser comunista en Estados Unidos. Los Rosenberg habían traicionado a su país. Fueron los primeros civiles en ser ejecutados acusados de traición a la patria, de espionaje, de haber favorecido con secretos nucleares a la Unión Soviética.
En 1949 la Unión Soviética hizo su primera prueba de explosión atómica. El dato desconcertó a las autoridades norteamericanas. Nadie calculaba que los soviéticos pudieran tener ensayos exitosos hasta dentro de tres o cuatro años. Eso emparejaba las fuerzas. Si ambas potencias tenían la bomba atómica la discusión era diferente. La preocupación norteamericana aumentó cuando se enteraron que el funcionamiento del arma destructora era similar a las que ellos habían desarrollado en el Proyecto Manhattan. Ni siquiera habían llegado por otro camino. Demasiada coincidencia. Los espías fueron cayendo en un efecto dominó. Klaus Fuchs fue el más célebre; un físico alemán que había trabajado en el Proyecto Manhattan y había vendido información a los soviéticos. Simultáneamente el macartismo hacia su trabajo. La persecución a los comunistas en Estados Unidos estaba a la orden del día. Las delaciones, las presiones públicas, los que abjuraban.
El punto de quiebre de esta historia es la detención de David Greenglass, un antiguo operario del Proyecto Manhattan en Los Alamos. Junto a él quedó presa su mujer Ruth. Acusados de espionaje en su declaración inculparon a los Rosenberg. El detalle es que Ethel Rosenberg era su hermana.
Primero apresaron a Julius, ingeniero de radares junto a un compañero Morton Sobell. Ethel fue a la cárcel tan sólo quince días después. El matrimonio Rosenberg ocupó los titulares de los diarios desde que fue encarcelado. Greenglass había dicho que actuó impulsado por Rosenberg, que Julius era el que lo incitaba y luego pasaba la información a los soviéticos. Los secretos atómicos, según su hermano, eran tipeados por Ethel. Parecía que nada más se necesitaba. Marido y mujer fueron culpables ante la opinión pública antes del inicio del juicio.
Michael y Robert, sus hijos, tenían 4 y 8 años al momento del juicio. Fueron entregados a un orfanato ya que nadie de la familia se ofreció a cuidarlos. Sin embargo muy rápidamente una familia obtuvo la adopción de los hermanos. Abel Meeropol y su esposa les dieron un hogar a los chicos. Meeropol era convencido militante comunista en ese tiempo (tiempo después renegó de su filiación política) pero principalmente era un compositor célebre. Había compuesto uno de los grandes clásicos de la canción norteamericana, una canción implacable y dura como Strange Fruit. El tema que lleva la firma de la voz quebrada y profunda de Billie Holiday que habla sobre los linchamientos raciales en el sur de Estados Unidos, de los cuerpos de los afroamericanos colgando de los árboles como frutos extraños. Los dos hijos de los Rosenberg utilizaron el apellido Meeropol el resto de su vida y militaron con firmeza por la exoneración de sus padres, en especial para que se determinara póstumamente la inocencia de Ethel, su madre.
La responsabilidad de Julius se acreditó en juicio. No así la de Ethel. Se la acusaba de conocer las actividades de su esposo (lo cual es muy probable que fuera cierto) y de pasar a máquina los informes para hacerlos más sencillos de leer para el enemigo. El único elemento probatorio con el que contaban era la declaración de Greenglass, el hermano de ella. Greenglass, muchos años después, ya libre, declaró que la que había mecanografiado esos papeles había sido su esposa Ruth. Pero que entre deshacer su familia, ver a su esposa muerta y a sus hijos sin madre, y su hermana, prefirió mentir y entregar a su hermana.
Si bien se probó que Julius ofició de espía, en los últimos años los historiadores creen que la información que él pasó no fue de vital importancia. No porque careciera de esa intención, sino porque le faltaban conocimientos de física para entender qué era lo determinante. Se cree que quien fue el factor más importante para que los soviéticos llegaran a tener la bomba atómica fue Klaus Fuchs.
Lo más probable es que Ethel fuera llevada a juicio para presionar a su marido. Era un factor más para lograr que él hablara. Lo que querían era desentrañar la madeja de espías, ver hasta dónde llegaba la red de espionaje. Querían nombres. Y la mayoría de los acusados los brindaban para mejorar su posición procesal. Pero el matrimonio se resguardó en la Quinta Enmienda para no declarar. Y no hablaron ante la justicia. Luego fue todo obra de Roy Cohn, uno de los acusadores y de la sugestión colectiva. Ethel siempre se mostró impasible, dura, sin arrepentimiento. Quería hacer ver que a ella no la iban a quebrar. La opinión pública atacaba a esa mujer sin gestos. La veían soberbia y querían que esa arrogancia se pagara. Ethel destrozaba en mil pedazos el paradigma femenino de la época. Ella debía estar llorando, pidiendo por sus hijos, rogando clemencia. Resultaba incomprensible para esa sociedad, a principios de la década del cincuenta, que una mujer mostrara fortaleza.
El juicio fue breve. El jurado casi no necesitó deliberar para declarar culpable al matrimonio. El juez, cinco días después, los condenó a muerte. En sus considerandos los acusó del dolor del momento, la Guerra de Corea. Afirmó que ellos dos, Julius y Ethel, eran responsables de las más de 50.000 muertes que ese conflicto había producido hasta esa fecha. Y, agregó, serían responsables de muchas más, de todas las que sobrevendrían en esa guerra y en las que Estados Unidos se enfrentara con los comunistas.
Luego empezaron dos años de apelaciones, recursos y postergaciones de la ejecución. Hubo marchas, colectas para los hijos y para el pago de los gastos legales, pedidos de clemencia. El caso se difundió a todo el mundo. Un nuevo Sacco y Vanzetti. El matrimonio estuvo todo ese tiempo en el Corredor de la Muerte esperando ser llevados al patíbulo.
El temor de la guerra total con los soviéticos, el terror atómico y el macartismo convirtieron al caso en una obsesión norteamericana. Era raro el día que una noticia relacionada a los Rosenberg no estuviera en las portadas de los diarios.
Para tener una idea del clima de época podemos recurrir al primer párrafo de La Campana de Cristal, la única novela escrita por Sylvia Plath: “Fue un verano raro, tórrido, el verano en el que ejecutaron a los Rosenberg, y yo no sabía que había ido a hacer a Nueva York. La idea de que te puedan electrocutar me asquea, y en los diarios no se leía otra cosa: los titulares desencajados me acechaban desde todas las esquinas por la calle y en todas las entradas hediondas del subte, con un tufo rancio a maní. No tenía nada que ver conmigo, pero no me quitaba de la cabeza qué se sentiría, cuando te queman viva por dentro”.
En junio de 1953, Ethel y Julius Rosenberg abandonaron la cárcel en la que habían estado todo ese tiempo. No quedaban en libertad. Al contrario. Los trasladaron a Sing Sing porque contaba con silla eléctrica, el método con el que los dos serían ejecutados.
18 de junio de 1953. Su última noche. Nadie les preguntó qué querían de comer. Era su última cena. Unos fideos, huevos duros y té. Julius y Ethel Rosenberg pasaron sus últimas horas juntos. Esperaron su ejecución, en un subsuelo de Sing Sing, conversando a través de las rejas que los separaban.
En la cárcel se percibía la tensión. Los teléfonos no paraban de sonar. Cada ring del teléfono provocaba ramalazos de expectación. Podía tratarse del mensaje del presidente Eisenhower otorgando clemencia. Las negociaciones de última hora mantenían a todos expectantes. Había dos grupos de agentes del FBI. Uno estaba fuera de las celdas del matrimonio. El otro, contrariando las disposiciones sobre ejecuciones, esperaba dentro de la sala en la que estaba la silla eléctrica. Tenían la misión de recoger la confesión de los condenados. Si ellos reconocían los hechos y brindaban información no serían ejecutados. La directiva había sido clara: “Aún si están atados a la silla, si hablan, se para todo”. Dos teléfonos tenían como único fin comunicarse con Edgar Hoover, director del FBI, y Eisenhower en caso de haber novedades. Una habitación pegada a la que iba a oficiar de sede de la ejecución había sido acondicionada con un escritorio, varias sillas y dos detectores de mentiras por si las confesiones in extremis acontecían.
Para ese día de junio de 1953, uno de los diarios sensacionalistas e Nueva York tenía dos tapas preparadas. El jefe de redacción esperaba el llamado al lado del teléfono para avisar si en la portada del día siguiente en letras catástrofe diría “Los Rosenberg fueron ejecutados” ó “Los Rosenberg fueron salvados”.
Lejos de ahí, en su casa de Nueva Jersey, un chico de 10 años miraba un partido de béisbol por televisión. Jugaban los Chicago White Sox contra los Philadelphia Athletics. Llegando a una de las últimas entradas, la transmisión se interrumpió para dar paso a un flash informativo. Último momento, dijo el periodista. El presidente Eisenhower rechazó el pedido de clemencia, se escuchó desde la pantalla. Michael Rosenberg, que desde la detención de sus padres vivía con los Meeropol, su familia sustituta, quedó varios minutos mirando fijamente el aparato que ocupaba el centro del living. El matrimonio adoptante lo observaba en silencio sin saber qué hacer ni decir. Todo había quedado detenido. De fondo se seguía jugando el partido que ya no interesaba. Unos minutos después, el chico se levantó y caminó hacia la puerta de calle. Los dos adultos corrieron tras él. Del otro lado, en la vereda, esperaba una horda de periodistas, que se mantenía calma porque todavía no sabían de la confirmación definitiva de la ejecución. Las noticias corrían lentas. El chico salió y los enfrentó. Y desde sus 10 años y su dolor, dijo: “Los jueces del futuro mirarán este caso con una gran vergüenza”.
Esa noche, cuando la noticia de las dos muertes se conoció, hubo protestas en casi todas las grandes capitales de Occidente. El caso Rosenberg había traspasado fronteras.
Arthur Miller, esa misma noche, al final de una representación de Las Brujas de Salem -estrenada unos meses antes- salió a escena y desde la boca del escenario le pidió al público y a los actores que de pie hicieran un momento de silencio para meditar sobre esas muertes. El momento se extendió casi por diez minutos.
* El artículo original de esta nota se publicó el 12 de marzo de 2021.
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