Fue el 9 de mayo del año pasado, estábamos en la Feria del Libro sentadas frente a frente sobre un pequeño escenario. Teníamos las piernas cruzadas, un micrófono cada una, sonreíamos. Infobae había armado un espacio de entrevistas en el que sucedía algo inusual, al menos en mi vida: algunos de los entrevistados éramos nosotros mismos, los periodistas.
A mi segmento lo habían anunciado así: “Cómo contar lo más humano”, y fue entonces que Patricia Kolesnicov, periodista de las nuestras también, me empezó a preguntar: si era consciente de la responsabilidad que implicaba contar historias tan íntimas, cómo me había animado a meterme en un periodismo que muchos creen “de segunda”, si sufría cuando no encontraba una gran historia.
Contar historias extraordinarias de gente común es mi trabajo y las preguntas eran sobre mi trabajo, así que fui respondiendo con cierta comodidad. Hasta que llegó la última, la que no vi venir.
—¿Hay algo de tu vida que merecería una nota de Gisele Sousa Dias?— quiso saber.
Yo nunca me había hecho esa pregunta, así que me reí nerviosa. Después pensé en mi papá.
Mi papá estaba internado en ese momento. Había tenido un segundo ACV, le habían hecho un triple by pass de corazón de urgencia, el encierro en una habitación sin ventanas lo estaba haciendo delirar y yo había ido a la entrevista directo desde el Hospital Italiano. Con “delirar” no me refiero a un viejito inofensivo manoteando elefantitos rosas sino a un papá convencido de que había sido secuestrado y que estaba furioso conmigo por no robarme una ambulancia y ayudarlo a escapar.
No sé qué me agobiaba más en ese momento: si la posibilidad de su muerte o lo difícil que creía que iba a ser el duelo después de haber tenido con él una relación tan amorosa pero tan difícil al mismo tiempo.
Murió ocho meses después de esa noche fría en la Feria del Libro.
Recién ahora, desvelada en otra noche fría como aquella, vuelvo a la pregunta de la Feria. Mi hija ronca suavemente al lado; su respiración tibia me roza y se va: me molesta, pero saber que respira me calma al mismo tiempo.
En la penumbra pienso que sí había algo de mi vida que merecía una historia: es algo de la vida de él, que en definitiva es el grado cero de la mía.
La historia me la había contado él mismo 10 años antes en un ida y vuelta de mails lleno de mayúsculas, con las que él hacía énfasis y yo sentía que me gritaba. Una serie de preguntas y respuestas con las que intenté entender de dónde venía, cuál era su grado cero, escribir su historia.
No fue un homenaje sino un intento por comprender cómo el mismo papá que podía esperarme con un alfajor escondido, guardármelo en el bolsillo y guiñarme un ojo cuando yo tenía 40 años, también podía gritarme una barbaridad y hacerme volver a mi casa llorando, como una nena.
La historia que voy a contar tiene dos momentos claves que -pienso ahora- definieron el resto de su vida. Una es que mi papá fue el resultado de un matrimonio arreglado. La otra es que unos segundos después de su nacimiento, su mamá parió a su hermano mellizo muerto.
La razón de esa muerte es demoledora, también a quién eligieron echarle la culpa.
De dónde venimos
Tengo 41 años y la sensación de que las mujeres de mi generación pensamos bastante en la pareja: no basta sólo con estar con alguien para no estar sola: “Si no hay amor que no haya nada entonces”, cantó el Indio Solari, y puso la vara alta en el cielo.
Bueno, la madre y el padre de mi papá se casaron sin haberse visto ni en una foto. Sin haber conversado una sola vez en sus vidas. Sin haberse olido. Y lo que escribo es literal.
Laurinda Ribeiro Da Silva Menezes, así se llamaba ella, tenía 29 años y vivía en Vila Fría, Portugal, durante el régimen de Salazar, una de las dictaduras más largas de la Europa contemporánea. Es cierto que no fue de las más sangrientas pero significó una condena al subdesarrollo económico y al atraso cultural, en muchos casos directamente al hambre y al analfabetismo.
Laurinda quería escapar, no porque alguien quisiera matarla, sino porque -asumo- creía que vivir tenía que ser más que eso. Sin embargo, para poder salir del país había que cumplir una de tres condiciones: tenías que demostrar que habías quedado separada de tu madre, de tu padre o de tu esposo. La madre sobrevivía con ella en Portugal, el padre había muerto y esposo no tenía. Ella, entonces, no cumplía con ninguna.
Así se empezó a tejer la farsa. Su hermana Julieta sí había podido huir de Portugal e instalarse en Villa Tesei, Buenos Aires, por una sola razón: estaba casada. Así que mientras el esposo en cuestión se descomponía de frío pisando el barro en un horno de ladrillos, Julieta pasaba horas pensando cómo sacar a su hermana soltera de Portugal.
Fue un domingo, mientras servía el almuerzo, que tuvo la idea. De un lado comía su esposo, del otro un portugués soltero que también dejaba el lomo en el horno de barro y del que se habían hecho amigos. Se llamaba Antonio Sousa Dias, tenía 47 años y la vergüenza impregnada en la piel: era “un solterón” a una edad en la que no sólo se suponía que tenía que estar casado, sino casado con una portuguesa.
El plan no parecía imposible: que Antonio le propusiera casamiento por carta a esa mujer desconocida, le pagara los trámites, le mandara los pasajes y se la trajera a vivir con él. Fue entonces que a Laurinda le llegó la propuesta: casarse con ese señor mayor que ella y formar con él una familia a cambio de venirse a vivir a Argentina. Por razones distintas los dos aceptaron: ninguna era amor.
Fue un casamiento “por poder”, es decir, una boda en la que una de las dos personas que van a ser unidas no está presente. Leo que eran trámites que solían hacerse cuando una pareja quería casarse pero el hombre no podía estar, por ejemplo, porque estaba en el servicio militar o en prisión. “Cuando una pareja...”, leo y releo.
Laurinda entró a la Iglesia de Braga, en Portugal, del brazo de uno de sus hermanos. Era legal y una farsa al mismo tiempo. Mientras escribo ésto recuerdo que mi papá no decía “te amo”. Jamás lo dijo, ni a los nietos. Una vez lo explicó: “Me parece terriblemente falso”.
Unos meses después del casamiento Laurinda se despidió de su mamá y se subió sola a un barco de carga llamado “North King”. Nunca volvió a verla.
“¿Por qué en un barco de carga?”, le pregunté en esos mails de ida y vuelta llenos de mayúsculas a mi papá. “Gisi, en aquella época era la única forma de hacer el cruce con pasajes económicos”, me contestó. Mi papá era el único que me decía “Gisi”.
Laurinda y Antonio Sousa Dias ya eran marido y mujer cuando se vieron por primera vez en el Puerto de Buenos Aires. Era 1949. No puedo imaginar ser “recién casados” y no saber nada del otro. ¿Se saludaron con un beso? ¿De qué hablaron? ¿Puede construirse amor desde ahí? ¿Importa?
Un año y medio después se enteraron del embarazo: mellizos.
Un día de la primera semana de abril de 1951 Laurinda notó que un líquido incoloro le caía por las piernas. “Había roto bolsa. Fue al hospital pero en vez de hacerla tener familia ese mismo día la mandaron de vuelta a la casa. El parto fue una semana después, lo que se llamaba ‘parto seco’. La hicieron parir de forma natural, encima tu padre venía de cola”, me dice ahora mi mamá, que fue testigo del odio que aquello siempre le había provocado a su suegra.
¿Una semana? Si hasta yo sé que desde que rompés bolsa no pueden pasar más de 24 horas. ¿Un parto vaginal? Si hasta yo sé que un bebé que viene sentado nace por cesárea?
Fernando, mi papá, nació primero: de cola, en seco. No quedó atascado y murió ahí, entre las piernas de su mamá, de casualidad. Atrás sacaron a su hermano: el cuerpo azulado, breve, laxo. No lloraba.
“No llegó a tener nombre”, me contó mi papá en esos mails de 2012. Nunca hablamos de si hubo un pequeño ataúd, dónde, nada.
“Lo de culparme a mí fue una broma que me hacían de chico. Como yo era fuerte y pegador decían que yo lo había matado a patadas en la panza. Me acuerdo que yo me ponía a llorar. Con eso se divertían los familiares y vecinos hasta que yo tuve 6 o 7 años. Esa era la cultura que tenían nuestros padres. Nunca nadie se dio cuenta de que con eso yo sufría”, me escribió en uno de los correos.
No sé si hoy los colegios son del todo contenedores con los chicos que se salen de las normas pero sí sé lo que pasó con mi papá durante toda la primaria. Como en su casa sólo se hablaba portugués, él no podía resolver cuestiones básicas de comunicación: leer, hablar, escribir. Repitió segundo grado, lo que en ese entonces se llamaba “Primero superior”.
Pienso ahora que la comunicación entre mi papá y yo tuvo siempre un punto ciego, una fosa.
Después fue al Stepinac, un colegio religioso de Hurlingham. Mi papá solía contar que los curas le pegaban en los nudillos con el canto de una regla si desobedecía o, en pleno invierno, le hacían levantarse los pantalones y arrodillarse en el patio sobre granos de maíz. Lo echaron en quinto grado “por quilombero”.
Tal vez ahora que soy madre puedo ver a un niño donde antes sólo veía a mi papá. Que el niño reaccionara a todo ese espanto haciendo quilombo me genera cierto alivio.
Terminó la primaria en un colegio del barrio y ese mismo día empezó a trabajar en una panadería familiar en “la Capital”. “Trabajaba desde las 12 de la noche hasta las 5 de la tarde los 365 días del año. Pasé por todos los puestos: fui desde limpiador de pisos hasta maestro pastelero. Hacía el reparto de pan y facturas de madrugada y en triciclo por la Avenida Cabildo, desde Dorrego hasta Federico Lacroze. Hacía mucho frío o un calor insoportable. Yo tenía 14 años, dormía en la panadería”, me escribió.
Exactamente a esa misma edad -pienso ahora- a mí me llevaron a Disney.
Siempre que paso por Plaza Miserere me acuerdo de su recuerdo: “Salía de la panadería, me subía al tren, me dormía y me despertaba en Moreno, en el final del recorrido. Esperaba a que volviera a salir, pero me volvía a quedar dormido y me despertaba otra vez en Once”.
Ese niño -sigo pensando ahora- encontraba más refugio en un vagón del tren Sarmiento que en su casa. Es que aquel matrimonio “arreglado” de sus padres, como era de esperar, terminó supurando.
Su papá, que había seguido trabajando en el horno de ladrillos, había empezado a tomar cada vez más alcohol. Decía que para aguantar el frío pero asumo que también para anestesiar el aislamiento, la vida de mierda. Volvía a su casa sólo los fines de semana. Terminó alcohólico.
“A veces nos tocaban el timbre los vecinos para avisarnos que mi viejo estaba tirado en la zanja”, me escribió mi papá. Era hijo único así que de la zanja lo sacaba él, lo desvestía él, lo acostaba él.
El hombre de la farsa empezó, pronto, a pegarle a su mujer. Mi papá, que tenía 16 años, solía meterse en el medio para frenar las piñas. Un escudo humano.
“Una vez mi viejo se enojó porque me metí, me tiró una piña, le erró, dio contra el marco de una puerta y se fracturó el brazo”, me contó en esos mails. Quisiera decir acá que mi papá sufrió tanto esa violencia que luego fue incapaz de levantarle la mano a alguien. Pero no fue así, porque la violencia también se aprende.
Me acuerdo especialmente del día en que me corrió por el comedor porque yo me había rateado, todavía puedo escuchar el sonido de las llaves que le colgaban de la cintura mientras me corría. Después me acorraló y me pegó una patada, varias a decir verdad. Me lo acuerdo especialmente porque lo hizo delante de mi mejor amiga y del chico que me gustaba. También porque había sido una mañana espectacular, nos habíamos reído mucho, y nunca me preguntó qué habíamos hecho, a dónde habíamos ido.
Su papá murió de cáncer de esófago.
Laurinda volvió a casarse después con otro hombre mayor, también llamado Antonio. Dicen que tampoco fue por amor sino porque creía que ese hombre bueno podía ayudar a mi papá a dejar la panadería y poner su propio negocio. Fue con ayuda de ese padrastro que mi papá abrió su primer negocio: “Pilchería Kleber’s”, lo llamó él, que no sabía una sola palabra en inglés.
El padrastro también murió de una forma horrible: “Cáncer de próstata, metástasis en los huesos”, enumera mi mamá. Digo “horrible” porque mi papá lo adoraba y lo llevó incluso a curanderos en los que no creía con tal de prolongar su vida. Pero el padrastro no quería seguir viviendo así, con semejante dolor.
Sé que una vez, mientras podaban un rosal de espinas como puñales, su padrastro se levantó como pudo, agarró una de las ramas gruesas que yacían apiladas en el suelo, levantó la mirada y se empezó a clavar las espinas en el cuello, el pecho. Quería matarse, no sabía cómo.
Sé también que mientras trataban de abrirle los dedos para sacarle la rama, el padrastro gritaba “déjenme morir, por favor, déjenme”.
Miro a mi hija en silencio, la veo apretar un pedazo de masa naranja con la que intenta moldear una zanahoria. Pienso en mi papá: me pregunto cuánto de los primeros años de su vida moldearon para siempre su forma de ser. Cuánto de todo eso hizo que fuera siempre desconfiado, que pegara siempre el primer grito, que tirara siempre la primera piedra, aunque fuera por las dudas.
Tres semanas antes de la muerte de mi papá, mi mamá me contó que él había terminado de leer una nota que yo había publicado y se había quedado raro, más callado que de costumbre. Era una entrevista a una mujer a la que le habían dicho que su bebé había nacido muerto, aunque ella estaba segura de que se lo habían robado.
―Yo creo que ésto pasó con mi hermano, lo sospeché toda la vida― le dijo a mi mamá después.
Yo estaba hamacando a mi hija mientras mi mamá me lo contaba. Mi brazo siguió moviéndose solo, sin mí. “¿Qué?” ¿71 años y es la primera vez que cuenta que pasó toda la vida con esta duda clavada en el cuerpo?
Mi papá no creía en casi nada por eso pienso que cuando le propusieron hacer “constelaciones” ya estaba entregado. Dijo que sí con una mueca, no porque le interesara sino porque le dijeron que él no tenía que hacer nada. La mujer que vino a verlo al living de casa fue clara, si es que existe claridad en algo así: “Quedate tranquilo que tu hermano está muerto”.
El 5 de enero, cuando cayó rígido de costado sobre las canillas del bidet y terminó otra vez internado, fui a verlo y le saqué el tema. Hacía mucho que no estábamos solos.
Estar solos era algo que yo había intentado evitar durante los últimos 25 años después de un viaje en el que nos peleamos y pasamos una semana entera solos y sin hablarnos: solos en un auto, solos en la misma habitación, solos en el avión. No recuerdo el motivo de la pelea, sí que fueron 168 horas juntos, solos y sin hablarnos.
Esta vez, sin embargo, la soledad no me incomodó.
Te puede interesar: ¿Cómo despedimos a quienes mueren de “otra cosa”?: relato de un día íntimo con abrazos clandestinos
“No sabía que sospechabas eso de tu hermano”, le dije, le acaricié el brazo y repetí sin ningún fundamento serio: “Ahora ya sabés: quedate tranquilo que está muerto”. Mi papá me escuchó, levantó las cejas, abrió grandes los ojos grises, sonrió e hizo un gesto de “vamos a ver”.
Hacía mucho que no lo veía sonreír.
Murió cinco horas después.
Ojalá se hayan encontrado.
Aún con todo lo que hice para tratar de entenderlo, nunca pude terminar de bajar las armas. Una de las últimas veces que me fui llorando de su casa fue en 2021, yo estaba embarazada. Él le había comprado de sorpresa una casita de madera con hamacas y tobogán a su otra nieta y yo había metido la pata: me había sacado una foto posando con mi panza de seis meses y la había mandado al grupo de familia. De fondo se veía la casita.
Cuando alguien se dio cuenta de que yo había arruinado la sorpresa él se frustró como ahora sé que se frustran los chicos. Dije que no me había dado cuenta, me respondió: “Pero ¿qué sos, mogólica que no te diste cuenta?”.
Agarré mis cosas y me fui en tren en pleno COVID, con pánico a contagiarme. Ese día lo dije en voz alta, furiosa: quiero que se muera.
Ahora que lo extraño sé que no quería su muerte, pero me entiendo: yo ya había probado de todo y, como le pasa a los suicidas, no buscaba una muerte, buscaba una salida.
Es que mi papá podía hacer eso; también le podía salir de garante a mis amigas para que pudieran alquilar un lugar donde vivir. O subía antes y te encendía la almohadilla térmica para que cuando te acostaras tu cama estuviera calentita.
Así que este es mi duelo, ¿mi homenaje? y un mensaje para las hijas e hijos que tuvimos papás así, amorosos y hostiles, queridos e imposibles, animalmente tiernos y animalmente intratables.
Hicieron lo que pudieron.
Nosotros también.
Seguir leyendo: