“Giré la cabeza para no ver, pero oí el sonido de la cuchilla al caer y una poderosa oleada de gritos. Después, los espectadores corrieron hacia el cuerpo con gritos horribles. Algunos no dudaron en mojar sus pañuelos y bufandas en la sangre derramada en el pavimento como recuerdo”, contó muchos años después en sus memorias Christopher Lee.
El 17 de junio de 1939, el actor británico que se haría famoso con su personificación de Drácula tenía 17 años y estaba de paseo por Paris. Esa mañana, bien temprano, la curiosidad llevó sus pasos hasta las puertas de la prisión de Saint-Pierre, en el centro de Versalles, para ver como la guillotina caía sobre el cuello de Eugen Weidmann, un asesino de origen alemán condenado a muerte.
Horrorizado, Christopher Lee se dio vuelta y se alejó corriendo, sin imaginar que el terrible espectáculo que acababa de presenciar pasaría a la historia como la última ejecución pública con la guillotina en Francia.
Las crónicas de la época cuentan que unas 600 personas estaban reunidas con las primeras luces del alba en la entrada de la prisión, donde se erigió el cadalso.
Las ejecuciones se realizaban antes del amanecer, pero esa mañana los preparativos se habían retrasado en Versalles y cuando sacaron por la puerta de la prisión a Weidmann con las manos atadas a la espalda y la camisa abierta para dejarle el pecho al descubierto ya era de día.
Ese retraso fue determinante para que el sangriento espectáculo se difundiera como nunca había ocurrido. No solo porque la llegada del día permitió que se reuniera más gente en la puerta de la prisión, también porque, por primera vez, la ejecución y el comportamiento del público quedó registrado en imágenes.
Sin que las autoridades lo supieran, varios fotógrafos hicieron tomas desde algunos balcones de casas vecinas e incluso hubo una cámara de cine que filmó la ejecución desde el principio al fin, y siguió después registrando la brutal reacción de parte de los asistentes.
Los diarios franceses del día siguiente mostraron en sus portadas fotos de la ejecución y del comportamiento de la multitud, con un impacto tal que luego fueron reproducidas por medios de otros países de Europa.
Provocaron en los lectores el mismo horror que había sentido Christopher Lee, no tanto por la ejecución en sí misma sino por la conducta de la turba que se regocijó con el espectáculo y recogió sangrientos recuerdos para llevar a su casa.
El gobierno francés –acusado de salvaje por los medios europeos– estaba avergonzado. La luz del día había permitido el registro fotográfico que mostró al mundo a un pueblo francés ávido de sangre derramada por el Estado.
“Hasta entonces, había poco que decir sobre el espectáculo degradado de la ejecución pública. Tenían poco que decir sobre la violencia de la pena capital como tal. El problema que los persiguió era la multitud que se agolpaba en torno a la guillotina. La multitud ejecutante se convirtió en un misterio y una obsesión, objeto de vigilancia literaria, investigación parlamentaria, estudio científico y examen periodístico. Estos comentaristas vieron una multitud sin dignidad, una multitud llena de emociones malsanas, una multitud de morbosa curiosidad y juerga fuera de lugar. ¿Quién era esta multitud? ¿Qué emociones sintieron sus participantes ante el espectáculo del castigo?”, escribió el historiador Gregory Shaya.
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La guillotina “humanitaria”
La guillotina como método de ejecución nació con la Revolución Francesa y su uso fue propuesto por el cirujano Joseph Ignace Guillotin, diputado en la Asamblea Nacional, que la recomendó para evitar sufrimientos inútiles a los condenados a muerte.
La guillotina tradicional consistía en un armazón de dos montantes verticales unidos en su parte superior por un travesaño denominado chapeau (sombrero), que sostenía en alto una cuchilla de acero con forma triangular con un lastre (mouton) de plomo de más de 60 kilogramos en su parte superior. En su parte inferior tenía un cepo de dos medias lunas (fenêtre), de las cuales la superior es móvil. Justo detrás de la máquina hay una plancha de madera que actúa como báscula. Al caer la hoja, el condenado moría decapitado en apenas un segundo.
La Asamblea Nacional adoptó el uso de la guillotina a fin de que la pena de muerte “fuera igual para todos, sin distinción de rangos ni clase social”, porque hasta la revolución sólo los miembros de la aristocracia tenían el privilegio de ser ajusticiados sin agonía: eran decapitados con una espada o un hacha, mientras que los plebeyos morían por ahorcamiento, estrangulación o, en el peor de los casos, al ser destrozados en la rueda.
La primera ejecución con la guillotina se realizó el 25 de abril de 1792, cuando la hoja decapitó a un bandido de caminos condenado por robo a mano armada llamado Nicolas-Jacques Pelletier.
Durante más de un siglo las ejecuciones con la máquina de decapitación fueron públicas, con la intención de mostrar el poder del Estado en el castigo de los delitos y, a la vez, disciplinar a la sociedad.
La reacción social ante el espectáculo de la muerte Weidmann obligó al presidente francés, Albert Lebrun, a prohibir una semana después, con un decreto del 24 de junio de 1939, “la publicidad las ejecuciones capitales” puesto que los asesinatos públicos no lograban el “efecto moralizador” esperado.
El asesino ejecutado
La excepcional multitud que se reunió para asistir a la ejecución de Weidmann no se debió solamente al retraso sino también a las propias características del condenado, un asesino sobre cuyas correrías venían informando los medios desde hacía dos años.
Además, era un “hijo de buena familia”. Heredero de un empresario exportador de Fráncfort de Meno, tenía seis años cuando estalló la Primera Guerra Mundial y sus padres lo mandaron a vivir con sus abuelos. Eso, de alguna manera, lo desmadró, y empezó a robar en la adolescencia.
En 1928, cuando tenía 20 años, fue condenado a cinco años de cárcel por robo. Mientras estaba detrás de las rejas conoció a otros tres delincuentes que luego se convertirían en sus cómplices: Roger Million, y los hermanos Blanc y Fritz Frommer.
Cuando recuperaron la libertad idearon una línea de delito que les resultó muy productiva. Se dedicaron a secuestrar turistas que visitaban Francia, para lo cual alquilaron una villa en Saint Cloud, cerca de Paris.
Su primera víctima fue una bailarina neoyorquina, Jean Koven, a quien en julio de 1937 encerraron en la villa, le quitaron sus pertenencias y mantuvieron con vida hasta que pudieron cobrar sus cheques de viajero. Apenas tuvieron el efectivo en las manos, Weidmann la mató y la enterró en el jardín.
El 1 de septiembre del mismo año, Weidmann contrató a un chófer llamado Joseph Couffy para que lo llevara a la Riviera francesa, donde le disparó en la nuca y le robó el coche.
El 17 de octubre de 1937, Million y Weidmann concertaron una reunión en la villa con un joven productor teatral, Roger LeBlond, prometiéndole invertir dinero en uno de sus espectáculos. Allí lo mataron y lo enterraron.
También asesinó a Raymond Lesobre, un agente inmobiliario que le estaba enseñando una casa, y le robó el coche y la cartera. Luego, con la ayuda de Million, atrajo a la villa con una oferta de trabajo a Janine Keller, una enfermera privada que sería su quinta y última víctima. Allí la mató y le robó sus pertenencias.
Lo perdió una tarjeta de visita que dejó en la oficina de Lesobre, con la cual la policía llegó hasta la villa de las afueras de Paris el 8 de diciembre de 1938. Los delincuentes intentaron resistir a los tiros, pero finalmente se entregaron. Cuando intentó una última resistencia, un policía le dio a Weidmann un martillazo en la cabeza.
El registro que la policía practicó en el lugar dio un pavoroso resultado: encontraron allí el cuerpo sin vida de Fritz Frommer y también el de Jean de Koven, bajo unos escalones.
En los interrogatorios, Weidmann confesó todos sus crímenes haciendo gala de una provocadora sangre fría. En marzo de 1939, un tribunal parisino lo condenó a muerte. Sus cómplices tuvieron más suerte: Million logró reducir su pena capital a cadena perpetua, Blanc fue condenado a veinte meses de cárcel y Tricot fue absuelto.
Tres meses después de escuchar la sentencia, Weidmann salió por la puerta de la prisión de Saint-Pierre para caminar hacia el cadalso. Afuera lo esperaba una multitud.
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El último espectáculo
El retraso de la ejecución de Weidmann se debió a un hecho fortuito. El verdugo designado Anatole Deibler, un alemán con una impecable foja de servicio, murió el día anterior al fijado para guillotinar al delincuente. En su lugar, se nombró a otro verdugo, Jules-Henri Desforneaux, que llegó tarde porque se quedó dormido.
Cuando la cuchilla lo decapitó, el sol iluminaba la escena con una clara luz matinal que permitió a los fotógrafos y al camarógrafo registrar toda la escena y también el tumulto posterior, con la multitud burlando el cordón policial para llevarse los pañuelos y bufandas empapados en sangre como souvenir.
Al día siguiente, en su crónica de los hechos, el Paris-Soir calificó a la multitud de “repugnante” y de “rebelde. Consultada por el diario, una fuente del gobierno francés debió admitir que la ejecución pública “lejos de servir como elemento disuasorio y tener efectos saludables en las multitudes fomentó los instintos más bajos de la naturaleza humana y avivó el alboroto general y el mal comportamiento”.
Una semana después, el decreto del presidente Lebron puso punto final a las ejecuciones públicas, pero no terminó con la pena capital ni con el uso de la guillotina, desde entonces confinada a los patios interiores de las prisiones, donde solo se admitía la presencia de magistrados, abogados, agentes de policía, el ministro religioso que pidiera el condenado y el médico que debía certificar la muerte.
La guillotina se siguió utilizando durante casi cuatro décadas más. La última ejecución tuvo lugar la madrugada del 10 de septiembre de 1977, cuando la cuchilla letal separó la cabeza del cuerpo del inmigrante tunecino Hamida Djandoubi, condenado a muerte por haber asesinado a su ex novia.
Francia abolió la pena de muerte el 9 de octubre de 1981. Al aprobarse la ley, el ministro de Justicia socialista Robert Badinter dijo a los diputados reunidos en la Asamblea: “Mañana, gracias a ustedes, la justicia francesa ya no será una justicia asesina. Mañana, gracias a ustedes, no habrá más ejecuciones furtivas en las cárceles francesas al amanecer, bajo el dosel negro, para nuestra vergüenza común. Mañana, las páginas sangrientas de nuestra justicia se pasarán”.
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