En junio de 1998, hace 25 años, se estrenabó The Truman Show, la película dirigida por Peter Weir que se convirtió en un gran éxito y que le permitió a Jim Carrey representar su primer papel dramático por el que ganó el Globo de Oro.
Fue, además, una película profética, que se anticipó a su tiempo. Imaginó la vida de una persona que es registrada por la televisión las 24 horas del día, que es manipulada, que a su alrededor todo es artificio.
Describió, antes de que sucediera, la despiadada era de los reality show.
Andrew Niccol venía de escribir y dirigir Gattaca, una distopía que había recibido mejores críticas que resultados en taquilla. Tenía entre manos otra historia inquietante, también distópica, ubicada en un futuro no demasiado lejano, con toques de ciencia ficción y un tono muy oscuro. Era sobre la vida de un adolescente que es protagonista de un reality show, pero sin saberlo: todos a su alrededor son extras o actores con un guión, que manipulan las situaciones para que ocurra lo que ya está planeado. Esa historia se ubicaba en una Nueva York algo diferente, más deteriorada, más peligrosa, con la tecnología a punto de desbordarse, con las crisis sociales a punto de explotar y con un protagonista que al enterarse del engaño se vuelve muy violento.
Andrew Niccol sufrió una enorme decepción cuando se enteró que el estudio le compraba la historia con la condición de que se olvidara de dirigirla. Se podría decir que con la confirmación del proyecto, él fue el primer despedido. Lo que no podía saber Niccol en ese momento era que iba a tener que reescribir el guión 16 veces.
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Brian De Palma se puso al frente; el director de Doble de Cuerpo trabajó durante varios meses pero renunció por no estar de acuerdo con las decisiones de la producción. Todos los grandes nombres de esos años se barajaron como posibles sustitutos, de Spielberg a Terry Gilliam, de Tim Burton a Sam Raimi. No querían alguien demasiado joven, ni demasiado caro. El australiano Peter Weir se presentaba como un excelente candidato. Con grandes películas en su pasado (las de su etapa australiana, Gallipoli, El Año que Vivimos en Peligro, Testigo en Peligro, La Costa Mosquito, La Sociedad de los Poetas Muertos), venía de un fracaso de taquilla con Fearless. Desde ese momento, desde 1993, no dirigía. Ese pequeño bajón, esa falta de interés de otros estudios, lo convertía en un director más accesible desde lo económico.
Al principio el personaje principal se llamaba Malcolm. Después fue modificado por Truman y no fue sólo por su sonoridad. Fue, también, para jugar con el significado de las palabras incluidas en el nombre: True y Man. Hombre verdadero.
La versión original estaba más volcada al género de ciencia ficción. Esa inclinación futurista se morigeró en las primeras reversiones para aligerar el presupuesto: sin elementos de ciencia ficción era mucho más barata de filmar. El ingreso del australiano Peter Weir le terminó de dar el toque realista. Fue él el que prefirió que todo sucediera en una especie de ciudad idílica. En un momento creyeron que debían construir toda la locación en un estudio, como en el cine clásico. Pero a último momento encontraron un barrio cerrado en Seaside, Florida, en el que todo parecía de ficción, una ciudad homogénea, algo irreal y artificial que fue la sede ideal para albergar la historia de Truman. Cuando Weir fue a visitar el lugar le dijo a los miembros del equipo de producción que lo acompañaban: “Desempaquen sus cosas. Encontramos nuestro lugar”.
Mientras Andrew Niccol reescribía vitaliciamente, Peter Weir escribió la historia del programa The Truman Show. Imaginó cómo había empezado, cuáles habían sido sus altos, los momentos en que no había entusiasmado tanto a la audiencia, sus picos creativos, las críticas recibidas, los Emmys ganados, qué decisiones había tomado Christoff, el creador, en esos 29 años. Ese background resultó fundamental a la hora de filmar.
El actor elegido originalmente por Niccol era Gary Oldman. Pero cuando se cayó la posibilidad de que él fuera el director, también murió la chance de Oldman. Buscaban una figura de perfil más alto, que pudiera defender el alto presupuesto de la película en la taquilla. En algún mometno el estudio dijo que era la película de cine arte más cara de la historia. Peter Weir quería un actor cómico para el papel de Truman. Los productores no estaban demasiado convencidos. La primera opción, tal como era frecuente a fines de los 90, fue Robin Williams. Por problemas de agenda ni siquiera consideró la posibilidad. Alguien pensó en Bill Murray. “Demasiado cínico, demasiado inmanejable”, dijeron. Weir había visto Ace Ventura y había quedado sorprendido por el despliegue de Jim Carrey, lo creía el nuevo Chaplin. Cuando le llevaron el guión, Carrey ya era una súper estrella después del éxito de La Máscara. Cobraba 20 millones de dólares por película. Carrey aceptó el papel apenas terminó de leer el guión. No quería que ningún otro fuera Truman. Le parecía una gran historia y su oportunidad para salir de los papeles cómicos y exuberantes, una chance de mostrar su ductilidad como actor. Pero había dos problemas que parecían insalvables. Por un lado, sus honorarios. Por el otro, los compromisos que ya había asumido; se había comprometido a protagonizar The Cable Guy (El Insoportable) y Mentiroso, Mentiroso. Como el interés era mutuo, ambas partes cedieron. La producción y Peter Weir no tuvieron problema en retrasar un año el rodaje, hasta que Carrey terminara de filmar sus películas pendientes. Todos se quedaron esperándolo. Y el actor rebajó su cachet en un 40%: cobró 12 millones de dólares. “Es uno de los roles que más rápido elegí. Decidí hacer la película apenas terminé de leer la primera versión que me llegó. Con las comedias uno lo piensa más, hay que estar atento a la estructura, a los chistes, a muchas cosas. Acá todo era perfecto de entrada”, dijo el actor años después. Truman Show junto a su interpretación de Andy Kaufman y a Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos han sido sus grandes actuaciones fuera del género cómico.
Ed Harris, como Christoff, el gran titiritero, el hacedor y manipulador del programa, ejecuta una actuación memorable. Sin embargo, entró al elenco a último momento. Desde el principio el elegido para ese papel fue Dennis Hopper. Se supo, con el tiempo, que Weir nunca lo quiso pero que ya estaba ahí cuando llegó él a hacerse cargo. Después de dos semanas de rodaje, Hopper abandonó el proyecto. Se dice que hubo peleas, que el actor llegó en mal estado algunas veces, que Weir pretendía otra cosa. Lo cierto es que apareció Harris e hizo uno de los grandes papeles de su vida. Ed Harris propuso que su personaje fuera jorobado, pero luego de unas pruebas con una prótesis, archivaron la idea. Una curiosidad: Harris y Carrey no compartieron ni una jornada de rodaje. Una vez que Jim terminó con sus escenas, recién llegó Harris a hacer las suyas.
La convivencia del director con el actor principal tampoco fue demasiado serena. Jim Carrey, en esos días, era una fuerza de la naturaleza, incontrolable cuando la cámara se ponía en marcha. Pero el australiano no sólo debía luchar contra esa predisposición del actor sino contra una licencia contractual que había obtenido en las negociaciones. Por contrato Carrey podía agregar chistes y one-liners al guión si a él le parecía que faltaban bromas y escenas cómicas en la historia. A eso había que sumarle su tendencia a improvisar. Weir había trabajado muchísimo con Niccol en las diferentes versiones del guión y creía que cualquier aditamento alteraría el delicado equilibrio que habían creado. Con el correr de las jornadas de rodaje, la relación entre el actor y el director mejoró de manera ostensible. En la versión final quedaron varios aportes de Jim Carrey fruto de su capacidad de improvisación.
Eran muchos los que consideraban que Carrey, a pesar de ser una súper estrella, no era el adecuado para el papel. Su estilo desbordado y frenético no cuajaba con la película. Había otro problema: era una historia en la que todos los demás actuaban de actores (todos se sabían parte de una gran farsa, de una enorme obra de ficción, contratados por un director que les daba el guión) mientras que Truman, su personaje, era el único que no actuaba, que debía ser natural. Ese registro era el que creían que Carrey no podría alcanzar. Sin embargo su actuación, esa ingenuidad desnuda y confiada, hace más inquietante la historia y hace preguntar cuánto puede tener de natural alguien que, aunque no lo sabe, vive sumergido en una farsa inmensa. El actor dijo que lo ayudó haber vivido los últimos años siendo permanentemente observado en cada movimiento público.
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En lo visual, el director eligió, muchas veces, planos con estética televisiva para mantener la premisa de la película. En especial de comerciales; Weir deseaba reforzar la idea de que los avisos eran los que mantenían económicamente el programa y, en especial, que en ese mundo todo estaba en venta. El gran inspirador visual para ese mundo de ensueño fue Norman Rockwell; el equipo de arte se basó en las creaciones del pintor de la vida norteamericana de mitad de Siglo XX.
Los antecedentes de la película fueron una novela de Philip Dick de fines de los cincuenta, un capítulo de la serie La Dimensión Desconocida y, la fuente más obvia, 1984 de George Orwell.
La película profetizó los realitys televisivos que exponen la vida de sus participantes, que los encierran durante meses para mirarlos con obsesión, para manipularlos, para ver cómo se divierten, cómo sufren, cómo aman, cómo se pelean. Cuando la película se estrenó y llegó a Amsterdam, John de Mol, un productor de televisión, fue al cine el día del estreno. No podía creer lo que había leído en los adelantos. Esa película protagonizada por una súper estrella y que estaba triunfando, se le había adelantado; lo que él venía urdiendo en su cabeza desde hacía más de un año estaba en las pantallas de todo el mundo. Su sueño estaba a punto de desmoronarse. El creador de Gran Hermano pensó: “Si no me apuro, alguien lo va a hacer antes que yo”. Y poco más de una año después, John de Mol estrenó el reality más icónico (y vigente) en la televisión holandesa. El formato luego fue comprado en los cinco continentes.
Pero en Truman Show hay una gran diferencia. En Gran Hermano y los programas similares, los participantes saben que son parte de un show y conocen más de los entretelones que los espectadores. Sigue, de alguna manera, la lógica del medio: hay algo pergeñado, algo que se le escatima al espectador, algo artificial y prefabricado por más que se esté mostrando “la vida normal”. En Truman Show, la premisa es diferente. El que no sabe lo que está sucediendo, el que no sabe que está en televisión es Truman, nuestro protagonista. Y los espectadores están avisados de los mecanismos y ardides utilizados.
Diez años después del estreno de la película, unos psiquiatras británicos describieron “El síndrome de Truman Show”. Es un trastorno psicológico, cada vez más frecuente, que padecen aquellas personas que tiene creen que están siendo filmadas las 24 horas, que el resto de las personas son actores y que el mundo es un enorme escenario. Creen que les sucede lo que a Truman, que su vida es carne de reality show.
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